sábado, 2 de mayo de 2009

Shadows, Shadows (y II)


Una de las conclusiones principales, e inesperadas, de la exposición La Sombra, organizada a medias entre el Museo Thyssen y la Fundación Caja Madrid, es comprobar el definitivo derrumbamiento del canon moderno, la disolución del mismo una vez que la propia modernidad, las vanguardias y los formalismos se desvanecieron hacia 1980.

Aún entonces, cuando yo era un adolescente y apenas acababa de enterarme que había un algo que se llamaba arte y que entre sus apellidos estaba el de contemporáneo, su historia, su narración (narrative), por utilizar las palabras de moda, era muy sencilla, ya que toda se explicaba en función del estilo victorioso en aquel instante, el modernismo-formalismo, tras largos años de lucha, rechazo, desprecio y resistencia. Una evolución en la manera de hacer arte que se suponía necesaria y obligada, resumida en dos polos, impresionismo y abstracción, donde convergían todos los hilos de la pintura para luego abrirse en abanico. Una definición que suponía un canon, esa regla de medir infalible por la que la valía de un pintor antiguo se resumía en haber sido precursor de lo que habría de venir, mientras que la de un moderno estribaba en no haber traicionado esa norma exterior suprema, en no haber vacilado y elegido otro camino que no fuera el del formalismo y la abstracción.

Una separación entre arte valido y arte inválido que forzaba a desterrar del recuerdo a todos aquellos pintores que no se adaptasen a ese supuesto objetivo común o que simplemente fueran inclasificables, en el sentido de ser a la vez, modernos y antiguos. Una norma de la que debería haber desconfiado ya entonces, puesto que el solo hecho de llamarse a sí mismo contemporáneo denotaba su falta de juicio... demostrada ahora sin lugar a dudas, cuando ese arte contemporáneo se ha vuelto arte antiguo, arrastrado por el tiempo, y comienza a tornarse indistinguible, a adquirir un aire común de familia, independientemente de que autores y obras formasen parte de ismos y movimientos irreconciliables.

Así, siguiendo esa definición, unos pintores como los "realistas" holandeses del periodo de entreguerras, de los cuales pueden verse varias obras como la de Carel Wilink que abre esta entrada, no merecían mención alguna. No porque fueran malos pintores, sino porque eran inclasificables. Desde un punto de vista técnico no estaban interesados en la abstracción, en esa búsqueda de una perfección platónica alejada de la experiencia cotidiana que Mondrian y Det Stijl pretendieran. Su forma era exquisitamente renacentista, del cuatrocento, hasta tal extremo que colores, cielos e incluso composiciones podían confundirse con las de esa época, efecto éste buscado conscientemente.

¿Un movimiento con la mirada vuelta hacia el pasado? ¿Similar al callejón sin salida en que se metieron los Nazarenos alemanes del XIX? No, porque mientras que la pintura de los Nazarenos nos parece ahora una curiosidad histórica, una mala copia de los logros del renacimiento, sin llegar nunca a emularlos, la obra de estos pintores holandeses es especialmente atractiva, como ya me lo pareciera hace algunos años, en otra muestra de la Fundación Carlos de Amberes, y como ahora me lo ha confirmado esta muestra de la Thyssen/Cajamadrid.

Simplemente porque estos pintores están contaminados por el surrealismo, y en esa aparente serenidad renacentista se infiltra una algo desasosegante y malsano, el presentimiento de las catástrofes que destruirán el ideal, como son las ciudades en llamas del cuadro que abre esta entrada, o los países urbanos vacíos, tanto de gente como de casas, y cubiertos por un cielo amenazante y opresor.


O como son estos paisajes no menos clásicos, de palacios construidos según un orden ideal, pero alzados en parajes inaccesibles y sometidos a una ruina que contradice su propia perfección.


O como son las perspectivas imposibles de Dick Ket, aparentemente naturales, pero en las que un ojo atento descubre que cada objeto ha sido observado desde un punto de vista diferente, de manera que, a pesar de su realismo obsesivo, es imposible que estén ahí reunidos, en ese ángulo de la mesa.


Autores que si siguiéramos rigiéndonos por el marco del Impresionismo/Abstracción, deberíamos rechazar, consignar al olvido, pero que ahora, cuando la marea ha bajado, cuando los ideales del pasado se han convertido en pasado, es posible volver a disfrutar y apreciar.

O como digo yo transformando la rígida y rápida autopista que une dos ciudades, en una tupida red de carreteras secundarias, que nos permite volver a gozar del paisaje y descubrir lugares insospechados.

Volver a viajar con libertad, en definitiva.

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