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It might seem easier to adopt the absolute pacifist position - that in no circumstances can force be ever be justified - were it not for the evidence that inaction may lead to even greater evils. Yet any decision for war must confront the historical evidence that it is a fearfully blunt instrument, the repercussions of whose use cannot reliably be predicted and which may make matters even worse. Intrinsic to all military undertaking, however legitimate their motives, it is the risk that they will violate the principle of proportionality between ends and means, and that they will lead too to a bad war and a bad peace. The 1914-1918 conflict and the settlement that followed it remains an archetype for both, and the insights to be gained from studying them have a universal applicability, if only as a distant but forceful warning.
David Stevenson, 1914-1918
Leía estos dos párrafos, extraídos respectivamente del comienzo y el final de la sobria, concisa y un tanto desengañada narración de la Primera Guerra Mundial escrita por el historiador Británico David Stevenson (y uno sigue esperando que continúe la monumental historia de Hew Strachan parada desde el 2000 en el primer tomo) y no podía dejar de pensar en Arnold J. Toynbee.
Sí, ya se que Toynbee no está de moda por razones perfectamente comprensibles, ya que en sus últimos tiempos se convirtió en un creyente a ultranza que afirmaba que la historia no es otra cosa que la rueda del carro de la religión en su camino hacia dios, pero no es menos cierto que cuando yo tenía apenas 20 años la lectura del Estudio de la Historia (o mejor dicho del compendio publicado por Sommerwell ya que la obra original es inencontrable) me marcó profundamente.
¿Por qué? Simplemente porque Toynbee en los años 30, en un periodo en que Europa aún se creía la única civilización superior cuya misión era educar y substituir a las otros, afirmaba la igualdad entre todas las culturas, sin que ninguna pudiera arrogarse la primacía sobre las demás. Para el historiador británico todas las sociedades tenían sus aspectos malos y sus aspectos buenos, constituyendo cada una de ellas una solucion perfectamente válida a los problemas comunes a la humanidad (extraña coincidencia con nuestro ambiente cultural e histórico en donde esa igualdad/desigualdad es prescisamente el espacio del debate). Un punto de partida que le llevaba a denunciar el racismo, ya fuera físico o cultural, como un absurdo filosófico insostenible, destruyendo de un papirotazo las ideologías que derivaban de él, tanto las más extremistas, tipo totaliratismos políticos o fanatismos religiosos, como las más moderadas, tipo nacionalismo o colonialismo, puesto que todas dividían el mundo en un nosotros y un otros , en donde el aquí era, por definición, la parte mejor y digna de ser conservada de la humanidad, y la relación con el allí, variaba desde el aislamiento y el desprecio (como podía ser la actitud de la civilización china y japonesa) o la conquista, sometimiento y conversión del otro para crear un imperio universal (en lo que coinciden, curiosamente, el Islam clásico y los imperialistas europeos del XIX, aquellos a los que debemos el estado desastroso del mundo en el que nos encontramos).
Una relación asimétrica, nosotros mejores que ellos, que lleva necesariamente a la guerra y al militarismo, como únicos medios de mantener ese diferencia, el paraíso en medio de los bárbaros, o de construir el imperio único universal que habrá de durar hasta la eternidad. Dos fenómenos, guerra y militarismo, que para Toynbee constituyen las mayores lacras de la humanidad y el presagio del derrumbamiento para la civilización que se embarca en ellas, puesto que de su ejercicio no se conseguirán aliados, sino sólo enemigos, perdiéndose en el proceso los pocos que se tuvieran, bien por ser absorbidos o bien por ser transformados en nuevos rivales. Unas guerras de las que se conseguirán pocos o ningún beneficio, y los escasos que se obtengan serán gastados en nuevas campañas y nuevos ejércitos, que en en vez de fortalecer a la civilización que se abandona a ellas, la debilitarán sin remedio hasta que se derrumbe sobre si misma repentinamente, como ocurri´p los Asirios o los Romanos, dejando en su lugar unos bárbaros confusos que no sabrán que hacer con los despojos colosales.
Pero sobre todo, guerra y militarismo son unas lacras de la humanidad porque, tarde o temprano, toda guerra exterior se convertirá en una guerra interior, que enfrentará a hermanos contra hermanos y escindirá la sociedad en partes irreconciliables, llevando a cada parte a aplicar el rigor despiado e inhumano que se ejercía sobre los enemigos exteriores, que al fin y al cabo eran inferiores y podían ser tratados como animales o insectos, sobre sus propios compatriotas a los que se les verá contaminados por las ideas extrañas y ajenas de los otros, y que por tanto podrán ser objeto del mismo tratamiento. Una secuencia de guerras civiles que llevará a esa civilización a la postración absoluta, y que la dejará a merced de cualquiera, tipo la Grecia clásica, desgarrada por la lucha entre las poleis, conquistada finalmente por macedonios y romanos, o la Europa del siglo XX, desgarrada por dos guerras mundiales y convertida finalmente en un satélite de los EEUU y la URSS.
Me he ido por las ramas, sin embargo. El caso es que yo había recordado una anécdota que narraba Toynbee en ese estudio de la historia, de como siendo jovén, en una Inglaterra aún victoriana, imperial y convencida de la misión del hombre blanco, la lectura obligada de Tucidides, le resultaba especialmente cargante, porque no tenía nada que ver con el mundo de gloria y poder, de imperio, en el que habían nacido... hasta que estalló la Primera Guerra Mundial, y ese recuerdo de un mundo perdido, en que dos imperios se habían desangrado hasta destruirse mutuamente, se hizo extrañamente familiar y cercano para los supervivientes del conflicto.
Por supuesto, Tucidides tampoco tiene muy buena prensa, se le acusa de ser reaccionario, de tener tendencias oligarquicas y aristocráticas, así como de ocultar datos e información, todo en contra de sus pretensiones de neutralidad, objetividad y desapasionamiento. Cierto y más, pero aún más cierto aún es que Tucídides, ya en el siglo V a.C., denunció aquello mismo que denunciaría Toynbee, como tras la guerra y el militarismo, presentadas como necesidades ineludibles de una sociedad para defenderla de unos enemigos y unas amenazas más o menos probables, se esconden interes y apetencias muy concretos, los de unos pocos que buscan aumentar sus riquezas, su poder o su prestigio. Como también en ese camino de la guerra, emprendido para defender justicia y la libertad, y con unos objetivos morales muy nobles y loables, se van abandonando poco a poco esas condiciones irrenunciables, substituidas por la necesidad absoluta de la guerra, que exije crueldad, destrucción y exterminio, los únicos medios aparentes que llevarán a un final rápido y sin demasiados daños. Pero sobre todo, como esa guerra exterior siempre se convierte en una guerra interior, donde las armas de los ejércitos, ya sean victoriosos o derrotados, se vuelven contra la misma población civil que habían jurado defender, según sea el capricho del condotiero que manda las tropas.
Una catástrofe absoluta, que es muy fácil comenzar, ero muy difícil de terminar, y de la que se puede salir habiendo destruido por completo todo aquello por lo que se empezó.
Y tras esta disgresión ¿Por qué Stevenson me recordo a Toynbee, y éste a Tucidides? Cuando ocurrió el 11S (hacé ya siete años) se invocó a Pearl Harbour y a la segunda Guerra Mundial. Un conflicto que aún hoy sigue fresco en nuestra memoria, simplemente por que fue la última guerra justa, la guerra impuesta por el capricho de un hombre, Hitler, que se hizo con el control de uno de los países más modernos e importantes de Europa, y utilizó esa potencia para sojuzgar el mundo y destruir todo lo que no se conformase a sus sueños alucinados, obligando al resto del mundo a defenderse, fuera cual fuera el coste, fueran cuales fueran los sacrificios, fueran cuales fueran los sufrimientos.
La guerra que había que ganar, por tanto, y también la imagen que se quería proyectar sobre el conflicto con el que se iniciaba el siglo.
Sin embargo, ya en aquel septiembre hubo quien se atrevió a decir, esto no es Pearl Harbour, esto es Sarajevo, y a medida que pasa el tiempo, el parecido entre este conflicto y la primera guerra mundial crece y aumenta. Bajo la excusa de grandes razones, de no menos enormes palabras, se esconden los motivos más mundanos y comerciales. Lo que debía ser una campaña de pocos meses, llena de gloria y medallas, se transforma en una guerra de años enteros, a la que no se ve el final, en la que los sacrificios se hacen cada vez mayores y aparentemente más asumibles, sin importar el coste. Una guerra eterna, de la que no se sabe como salir, ya que cada operación no lleva a la victoria, sino a enfangarse más, y donde los retrocesos no están permitidos, puesto que se verían como concesiones a la otra parte, obligando a una radicalización continúa de las posturas y de los métodos, en que se ve como normal lo que antes hubiera producido repugnancia.
Una guerra, en fin, que mina y carcome las sociedades que la iniciaron, puesto que esas grandes palabras, esos grandes ideales, libertad, democracia, tolerancia, han quedado manchados para siempre con las acciones con las que se las ha pretendido defender.
1 comentario:
La guerra contra el terrorismo, así como la guerra contra el narcotráfico, están concebidas para no ganarse, pues el enemigo no es un país en concreto, sino una noción, un concepto de enemigo. En especial la llamada "guerra contra el terrorismo" lleva en su entraña una concepción nacional de seguridad absoluta y un enemigo que desde el 11S no ha vuelto a dar un golpe en suelo norteamericano. La desaparición de la URSS dejó a los EEUU sin un némesis, y ese vacío será llenado por el Islam y luego con mucha seguridad, China.
Los tomos de Toynbee los vi una vez en mi ciudad (Lima) en un librero de viejo, pero no tenía dinero para comprarlos. Cuando volví, ya no estaban. Oportunidad perdida.
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