Whoever lived through those last months with receptive senses must have felt that never before had the light been so intense, the sky so lofty, the distances so vast.
Graf Hans von Lehndorff, citado por Max Hastings en Armageddon.
He querido comenzar esta entrada con esta cita del Conde Hans von Lehndorff que vivió en primera persona la toma, en 1945, de Prusia Oriental por los soviéticos y la relató en sus diarios. Una época terrible, a la que sobrevivió por su calidad de médico, que le convirtió en algo valioso para los soviéticos, de manera que paso en cuestión de horas, de servir en un hospital militar alemán a hacerlo en uno ruso, siguiendo el ejemplo heroico de tantos médicos que decidían no abandonar a sus enfermos y se quedaban a esperar al enemigo que avanzaba y no tardaría en llegar, esperando así poder proteger a los heridos a su cuidado.
Un tiempo de horror y destrucción, del que sólo poco a poco, a medida que el régimen soviético se desmoronaba, y junto a él, se desvanecían toda la propaganda y todos los sueños que en ese sistema habíamos depositado, hasta quedar convertidos en polvo, y dejarnos sin camino, brújula o puntos cardinales, obligados a reconstruir de nuevo, desde la nada, el pensamiento de la izquierda, puesto que todo aquello en que habíamos creído y aprendido, había sido envenenado por aquellos que se proclamaban sus custodios.
Pero esto no es lo que quería señalar, lo que quería señalar es la absoluta serenidad con que este hombre afronta esa situación, el tiempo en que su tierra natal iba a ser invadida, sus ciudades y pueblos destruidos, sus gentes muertas, sus mujeres violadas y los supervivientes deportados, para no volver nunca a los lugares que amaban.
Un tiempo en que la naturaleza, indiferente a los asuntos humanos, inmutable por estos, capaz de sobrevivir al olvido que los mostrará inútiles; se mostró más bella que nunca, mejor dicho, adquirió una belleza desconocida y desusada como sí la catástrofe que iba a acontecer no fuera a ocurrir y todo se redujera a un mal sueño de los que despertamos sobresaltados y sudorosos.
Pero no fue así, puesto que todo el odio, la destrucción, el horror y las atrocidades con que la Alemanía Nazi había inundado Europa refluiría sobre ella, haciendo realidad la peor de sus propagandas, esa propaganda del miedo con que buscaban galvanizar la voluntad de sus habitantes, convertirlos en fanáticos para los que no existiese otra opción que la victoria o la muerte.
Una marea, el de aquellos que habían visto su país atacado por sorpresas, los que habían soportado el rigor con que los nazis hacían la guerra y lo oprimían a los pueblos sometidos, el de aquellos que habían tenido que reconquistar palmo a palmo el terreno perdido, descubriendo a cada paso las pruebas de ese rigor y sintiendo crecer su ira, por los muertos y por los vivos. Los mismos que vivían bajo una dictadura tan feroz como la nazi, y cuyas vidas estaban siempre pendientes de un hilo, acostumbrados a la cotidianidad de la violencia y la muerte, al uso arbitrario de esta, sin requerir justificación o excusa.
Los que ahora tomarían venganza sobre los alemanes, sobre cualquier alemán que encontrasen, fuera nazi o no, inocente o culpable, hombre o mujer, joven o viejo, convirtiendo a Prusia Oriental en un auténtico infierno sobre la tierra.
Otro más de tantos de aquella guerra.
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