Ha llegado el momento de terminar estas anotaciones sobre la exposición Cranach/Durero de la Thyssen madrileña (véase aquí y anteriores), y por supuesto, no se podía dejar fuera de estas notas a la otra estrella de la exposición, es decir, Durero.
No creo que haya una mejor introducción a Durero que el retrato con el que abro esta entrada. En él, el pintor, un trabajador manual en esa época, no lo olvidemos, se retrata de un modo reservado hasta entonces a santos y reyes, vestido con sus mejores ropas, en actitud de dominio y orgullo, mirando directamente al espectador, mientras que tras él se despliega un paisaje bucólico.
Un auténtico manifiesto, en definitiva. Un first en la historia, en el que el artista se representa disociado de su arte, la única referencia a éste es la propia firma, en la que se nos informa de que él mismo ha sido quien se ha pintado, y en el que el creador, se nos presenta como una persona admirable, simplemente por su propia personalidad, por la forma en que ha sido representado.
Un first, sí, pero también un signo de los tiempos, del nuevo arte que venía Italia, donde Leonardo, Miguel Ángel o Rafael (y un poco más tarde, Tiziano) ya no se consideran a sueldo de un señor, ni se ven obligados a seguir sus instrucciones al pie de la letra, sino que pueden elegir clientes y temas, y representar estos de la forma que les apetezca, sin que esta aparente rebeldía suponga ningún desdoro, sino todo lo contrario.
Pero un first, a pesar de todo, puesto que aquello, que en Italia se veía como normal, como el resultado del siglo de experimentación que se abriera con Masaccio y Bruneleschi, en Alemania era algo completamente nuevo, una novedad más de las que venían desde el sur, empaquetadas como renacimiento, y que, como hemos visto, unos veían como traición y seguían manteniendo a toda costa la tradición gótica, otros intentaban contemporizar, dorar la píldora nueva, para no perder la clientela y que esta se fuera poco a poco acostumbrando a las moderneces, mientras que otros se entregaban a ella con fruición, sin compromisos, con ese gusto y ese orgullo que hace calificar un tipo de arte como Arte Nuevo, y otro tipo de arte como Arte Antiguo, convirtiendo a uno de ellos en el único que merece la pena ser cultivado, y al otro en algo despreciable y el peor de los insultos.
Y luego estaba Durero.
O mejor dicho el problema de Durero. Porque este artista es una personalidad tan amplia, tan enciclopédica que es imposible reducir a un conjunto de etiquetas. Es a la vez moderno y antiguo. Es capaz de adoptar las innovaciones más radicales, de dar un paso más allá (como es el caso de sus acuarelas) y al mismo tiempo sigue siendo alemán hasta la médula, antiguo y medieval, con esa desconfianza por la luz y los cielos claros, con ese presentimiento de que el ideal clásico, el ideal de belleza que ha decidido cultivar, será quebrado por fuerzas obscuras e incontrolables, como sería el caso de ese obra maestra del grabado que se llama Melancolía.
Alguien que se sabe a caballo entre dos tiempos, lo antiguo y lo moderno, y que es capaz de cultivar ambas, de utilizar lo viejo y lo nuevo con igual maestría, pero sabiendo que el tiempo juega a favor de las novedades, que lo antiguo tiene fecha de caducidad y que será barrido inevitablemente por el tiempo y la historia, independientemente del genio y el talento de aquello que lo cultiven.
Alguien, y con él resto de su generación, que se convertirá en una excepción, puesto que ocurrirá que la reforma protestante, triunfante en Alemania, no encontrará utilidad para los pintura, cerrado el mercado religioso por la iconoclastia reformista, inexistente una clase de burgueses enriquecidos que necesite decorar sus hogares.
Y así esa generación, tan brillante como las generaciones contemporáneas de Flandes e Italia, que podía haber desencadenado una (otra más) revolución en el arte europeo se desvanecerá sin dejar rastro, por razones completamente prosaicas, que nada tienen que ver con la sucesión de los estilos, la evolución de las formas, o todas esas leyes falsas que tanto se gusta formular en la historia del arte.
Simplemente porque no eran necesarios para esa sociedad y no tuvieron a nadie a quien entregar el testigo.
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