miércoles, 15 de marzo de 2006

Mirando al pasado... (y 4)


En aquellos tiempos, a principios de los ochenta, yo aún creía en Dios.

Mi educación había sido algo extraña, típica de los tiempos revueltos de la España de los 70. Mis padres eran de izquierdas, la izquierda dura de aquella época, imbuida de Marxismo, hundiendo sus raíces en la tradición socialista, anarquista y comunista, en el largo santoral revolucionario, la fe que habría de traer el paraíso a la tierra.

Pero mis padres me mandaron a un colegio religioso. "Porque era el único lugar donde podían darte una buena educación" que decía mi padre. Una educación en el sentido de antaño, en el sentido del saber, del conocimiento del pasado, del habito de la ciencia, del goce del arte, de la contrucción del caracter y de la persona.

Pero los niños son extraños, son capaces asimilar todo, acumular todo, creen en todo... aunque se trate de contrarios y su conjunción lleve a paradojas.

En aquel tiempo, Dios y su existencia me parecían evidentes... no en el sentido que pudieran expresar o contarme los curas de mi colegio, sino en el sentido que había alguien más allá, alguien que me esperaba, alguien que me oía y me escuchaba, alguien que habría de revelárseme un día, tras lo cual ya nunca más habría de tener miedo...

....alguien acogedor, como el cálido regazo de mi madre...

...alquien de quien no podía dudarse de su existencia, porque no podía ser de otra manera, porque tenía que ser, si este mundo había de tener algún sentido.

En aquel tiempo, yo íba andando al colegio, vivíamos relativamente cerca, pero quince, veinte minutos de paseo no me los quitaba nadie. A mitad de camino, había un descampado, la vaguada, por donde, antes de la urbanización de mi barrio, discurría un arroyo.

Allí, las casas estaban lo bastante separadas como se pudiese contemplar el cielo a placer... y eso es lo que yo hacía todas las mañanas, todas las tardes, de camino y de vuelta del colegio.

Allí aprendí a conocer, a amar, las distintas luces del día, sus cambios con la hora y las estaciones, sus diferencias apenas perceptibles, el ambiente de viejo y antiguo de ciertos momentos, la frescura y novedad de algunos, la ambigüedad de otros... las miles de formas en que un mismo paísaje, calles, árboles, casas, tierra, podían transformarse.

Allí aprendí también a mirar a las nubes, sus formas, sus combinaciones, sus variaciones... las nubes aisladas, perdidas en la inmensidad del cielo, inmóviles, perennes, las formas delicadas en lo alto cubriéndolo casi por entero con infinitos nervios y radiaciones, indiferentes a la tierra que protegían, los cielos encapotados, negros y bajos, donde aquí y allá se abría un claro, para cerrarse al instante, las torres poderosas de las nubes tormentas, tocadas por la noche en su base, pero reluciendo enfurecidas en su cumbre, los flecos en que el viento desgarraba las nubes de lluvía, dejando ver la blancura de las capas superiores...

...los lugares a los que me gustaría ascender, volar, perderme...

...y me imaginaba que Dios no era otra cosa que un pintor, que, acabado el trabajo diario, limpiaba sus pinceles en el cielo, y pensaba que si había de revelarse, ló haría allí ante mis ojos...

...y un día casi me parecío que lo hacía...

...porque una primavera, la primavera de un año de sequía, en medio de una nube negra que cubría todo el cielo, se había abierto un claro completamente circular, justo encima de mi cabeza...

...y por alguna razón el interior de aquella nube refulgía blanquísimo, puro, prístino, intocado, al igual que lo hacía el azul profundo del cielo que se veía al final...

...y durante algunos breves instantes, no pensé en nada, ni sentí nada, que no fuera aquella visión que se me ofrecía...

...

Ya no creo en dios. Hace mucho tiempo que perdí la fe, tanto que no puedo recordar la fecha.

Pero aún sigo alzando la cabeza y mirando a las nubes.

Aún me estremezco al ver el azul/blanco/gris en las frescas tardes de primavera.

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