I see something of God each hour of the twenty-four, and each moment of then,
In the faces of men and women I see God, and in my own face in the glass,
I find letters from God dropped in the street, and every one is signed by God's name
And I leave them where they are, for I know than others will punctually come forever and ever.
Palabras, palabras, palabras.
¿Cuánto duran?
Las lee uno a una edad, las disfruta, las saborea, las lleva consigo cierto tiempo, parte de la propia vida, creyéndolas eternas.
Pero finalmente se olvidan, ceden y desaparecen. Queda sólo el recuerdo, cuanto me gustá aquel poeta, con que entrega leía yo en aquel entonces, que altos ideales eran los míos en aquél tiempo, que profundos eran mis sentimientos.
Llega el instante en que ves el libro en la biblioteca, en que sientes el deseo de volverlo a leer.
En ese instante, cualquier buen lector conoce la misma sensación, idéntica duda. Todo aquel lector, claro está que no haya anestesiado su sensibilidad con los sistemas, que se haya entregado a las páginas, sumergido en las frase, permitido que la corriente de los pensamientos de otro le arrastren.
Siempre la misma duda. ¿Me gustará aún? ¿Cómo lo encontraré? ¿Habrá envejecido? Preguntas que son mentiras, porque los libros no envejecen, las obras no mutan, somos nosotros los envejecemos, somos nosotros los que decaen, somos nosotros los que perdemos la fe, los que olvidamos como hay que mirar de verdad.
Los que entronizamos la ironía, los que nos burlamos de aquello que antaño considerábamos sagrado, simplemente para desviar la atención de los demás, para que su burla, su desprecio caigan sobre otros que no seamos nosotros.
Para no tener que admitir que hemos perdido las fuerzas, que nuestra mente no es tan aguda, que ya no somos los que éramos, que nunca podremos volver a serlo.
Y sin embargo, de repente, encuentras un poeta, un escritor, unas frases, que nos sacuden, nos conmueven, derrumban nuestro edificio de mentiras, nos devuelven a aquel que fuimos, a aquel que miraba el mundo como si fuese su hogar, a aquel ante quien todas las posibilidades estaban abiertas, a aquel que iba a apurarlas por entero.
El dolor, entonces es mayor. Desearías no haberlas leído. Desearías no haberlo sentido.
Porque el camino de vuelta está cerrado. No existe ya.
Y aunque existiera. No te permitirías el regreso.
Do I contradict myself?
Very well Then... I contradict myself.
I am large... I contain multitudes.
Pero todo esto, mis palabras por supuesto, no las de Whitman, no son más que tópicos, fáciles ideas que mi mente recoge y escribe para no tener que trabajar. Pensamientos que huelen a rancio, que excitan la risa de mis contemporáneos, que ya eran rancios el día que se crearon.
¿Y que tiene que ver esto con Whitman?
Lo de siempre, que me siento más cerca de él, de su palabras, aunque mi percepción sea equivocada, aunque mis conlusiones sean distintas de las suyas, me siento más cerca de él, de sus afanes y deseos, que de los afanes y deseos de mis contemporáneos.
Avanzando un poco más en el camino de la soledad y la catástrofe, pensando siempre que sería mejor dar media vuelta y unirme al resto, continuando el camino, sin embargo, gozando del punzante remordimiento que es mi eterno compañero.
martes, 30 de agosto de 2005
miércoles, 17 de agosto de 2005
YKK ( y 4)

I believed that a leaf of grass is no less than the journeywork of the stars
And the pismire is equally perfect, and a grain of sand and the egg of the wren,
And the tree toad is a chef d'ouvre for the highest
And the running blackberry would adorn the parlors of heaven
And the narrowest hinge in my hand puts to scorn all machinery
And the cow crunching with depressed head surpasses any statue
And a mouse is miracle enoug to stagger sextillions of infidels
And I could come every afternoon of my life to look at the farmer's girl boiling her iron tea-kettle and baking short cake
Walt Withman -- song of myself
jueves, 28 de julio de 2005
YKK ( y 3)

Tristeza. Melancolía. Perdida
Lo he señalado ya antes. Ésas parecen ser las constantes de este cómic, pero sería más exacto hablar del concepto japonés del mono no aware, cuya traducción literal sería la tristeza de las cosas.
Sin embargo, esta traducción no refleja el sentido exacto del término. Las cosas de este mundo no son triste porque sean feas o desagradables. Muy al contrario. Este mundo es bello, inmensamente hermoso, conmovedor hasta el extremo... y ahí precisamente radica su tristeza, porque al mismo tiempo es transitorio y fugaz, todo aquello que se posee en un instante, de lo que se goza en un tiempo dado, habrá desaparecido en el momento siguiente, se nos arrebatará, sin que nada podamos hacer por impedirlo.
No son ideas extrañas a nuestra cultura, aunque las hayamos olvidado. El mismo impulso anidada en estoicos y hedonistas de tiempos antiguos, de la Roma y Grecia clásica. El darse cuenta de que todo placer es transitorio, de que todo goze tiene un final, de que toda alegría se transforma en dolor.
Pero el mono no aware no es una llamada a la desesperación y el abandono. Muy al contrario, es una llamada de aviso para que no perdamos el tiempo, para que aprovechemos el corto intervalo que nos ha sido concedido, para que miremos lo que hay delante de nosotros y lo disfrutemos.
Pero no es tampoco una caída al torbellino. Aquellos que corren en pos de sus sueños, en el fondo están huyendo de ellos, pierden la vida al igual que los que se enclaustran y encierran. La urgencia por disfrutar la vida y el mundo que supone el mono no aware, lleva implícita, como es de esperar en un ambiebte budista, la paz y la tranquilidad, el acallar las voces y los ruidos que nos distraen de la observación del mundo, el detener el tiempo y ponerlo luego en marcha, a ritmo lento, el ritmo que nos permita seguir sus ciclos, adaptarnos a ellos, sumirnos en su seno.
Así, página tras página, asistiremos a atardeceres y amaneceres, al comienzo de la lluvia y a su final, a la caída de la nieve. Veremos el paso de las nubes, albortadas por el viento o fijas en lo alto de cielo, contemplaremos el cielo estrellado y la tierra cubierta por la escarcha, el ir y venir incesante de las olas, la llegada de la marea, el ascenso de la luna.
Todas las cosas que hemos olvidado en la ciudad. Todo lo que los altos edificios, el estruendo del tráfico, la luz cruda de las faroles, nos oculta y difumina, nos hurta y escamotea.
Todo ello en el más absoluto silencio.
Con un sentimiento de completidud y al mismo tiempo de vacío.
miércoles, 27 de julio de 2005
YKK (y 2)

Aparentemente, la historia de este cómic no es más que un lugar común, tantas veces repetido con mayor o menor fortuna. Ni más ni menos que la descripción de un mundo post-apocalipsis, un tiempo donde el nivel de los mares ha ascendido y continúa haciéndolo, sumergiendo las ciudades costeras. Una época donde las estaciones comienza a confundirse entre sí y donde, lentamente, pueblos y ciudades desaparecen, a medida que la humanidad envejece y se extingue. Un lugar donde los robots viven entre las personas y son indistinguibles de ellas, excepto porque no envejecen y porque sobrevivirán a la humanidad en decadencia.
Un marco donde se podría pensar en el desarrollo de una historia á la Mad Max, Terminator o Matrix , una excusa para el espectáculo de acción desenfrenada y la descripción de la violencia naturalista, con la complicidad del espectador, en lo que se conoce, en el mundo anglosajón, como explotation, el uso de crueldad y salvajismo para provocar placer entre el público.
Nada más lejos de las intenciones de este cómic.
En los once años que lleva este cómic publicándose, ese tiempo ha transcurrido también en la ficción. En esos once años hemos visto crecer, madurar y envejecer a los personajes. En esos once años hemos conocido ese mundo, descubierto las consecuencias de la catástrofe, pero no se ha revelado nada acerca de ella.
A la humanidad, a la humanidad que habita el mundo de YKK no le importa lo que pudiera ocurrir o quien lo causara. Fuera lo que fuera es irremediable, fuera quien fuera el culpable, catigarlo o perseguirlo no serviría de nada, no arreglaría nada. Enfrentada a la extinción segura, abocada a la muerte, sin futuro ni esperanza posible, al igual que cada uno de nosotros aunque queramos negarlo, a la humanidad sólo le queda una única salida.
Vivir en este mundo, disfrutarlo hasta sus últimas consecuencias, sabiendo que cada momento es irremplazable, consciente de que cada instante puede ser el último. Como se señala en uno de los momentos cumbres, abrir los ojos y mirar lo que hay ante ti. Darse cuenta de todo, de toda la belleza que nos estábamos perdiendo por correr sin sentido en pos de fantasmas y mentiras. Aquietarse y tranquilizarse, dejarse llevar, vivir con sencillez, vivir en paz, hasta que llegue la hora.
Y es en este mundo, donde viven los robots de los que hablábamos antes, insdistiguibles de las personas, tratados por la humanidad marchita como seres humanos iguales a cualquier otro, programados a propósito para sentir las mismas inclinaciones que los seres humanos, para experimentar los mismos sentimientos, para gozar con la misma intensidad, con igual profundidad, del mundo y de los que viven en él.
Los hijos de la humanidad, como se dicen en el cómic. Los que la sobrevirirán por un tiempo indeterminado. Los que servirán de recuerdo de que alguna vez existimos.
martes, 19 de julio de 2005
YKK (y1)

En nuestra era de aparente absoluta libertad, no hacemos otra cosa que construirnos, nosotros mismos, nuevas cárceles para encerrarnos voluntariamente en ellas... y ufanarnos, tras los barrotes, de que somos libres, de que nadie más ha sido ni será, tan libre como nosotros.
Esta paradoja libertad/limitación pervade todas las artes, incluso aquellas que como el cine y el cómic, apenas acaban de ser inventadas. En concreto, si miramos a nuestro alrededor, a los estrenos y las conversaciones de la gente, parecería que el cómic sólo ha sido y será un espacio para las hazañas de los superhéroes, para los leotardos, la violencia exagerada o los sentimientos y declaraciones simplones.
Esto por supuesto no deja de ser un reduccionismo. Resulta extraño, y triste, que en un momento que el cómic parece haber sido reconocido como el arte que es, las adaptaciones se reduzca a los susodichos comics de la Marvel y la DC. Resulta extraño también, me corrijo, es perfectamente normal, dado los parámetros culturales en los que vivimos que nadie se preocupe en adaptar a Lil'Abner, o Terry and the Pirates, o las obras finales, auténticas novelas en imágenes, del autor de The Spirit, Will Eisner.
Evidentemente estas adaptaciones resultarían demasiado profundas y conmovedores para una sociedad que sólo piensa en vivir a la carrera, escindida entre un trabajo embrutecedor y un ocio no menos destructor. Resultaría también demasiado trabajo de pensamiento para los propagandistas de la nueva era, los nuevos creyentes, aquellos que como los justos de antaño sólo saben repetir slogan tras slogan sin llegar a captar el auténtico significado de lo que predican.
Por eso, resulta reconfortante, esperanzador, encontrarse un cómic como Yokohama Kaidashi Kikoo (Diario de un viaje de compras a Yokohama), procedente de otro ambiente cultural, pero extrañamente similar al nuestro, ya que basta substituir samuráis y robots por superhéroes para encontrar y reconocer los mismos vicios de Occidente.
Y resultante reconfortante y esperanzador porque en medio del ruido y de la agitación cotidiana, el dibujante y guionista de esta obra lleva más de once años dibujando la nada, todas las pequeñas cosas que aparentemente no tienen ninguna importancia, pero que componen y conforman nuestra vida, los infimos detalles que no valen nada, que dejamos a un lado por conseguir más dinero, más fama, más poder, más gloria, más sexo, más de todo, pero que, llegada la vejez, extinguidos todos los deseos, descubrimos que eran los únicos que importaban.
Hablaremos más sobre este comic.
martes, 21 de junio de 2005
El observatorio de Samarcanda.
A las afueras de Samarcanda, tras el inmenso montículo donde están enterradas las ruinas de la ciudad que conquistara Alejandro, hay una pequeña colina rodeada de árboles.
Desde fuera, excepto por la estatua de un gobernante, Ulugh Beg, nieto de Tamerlán y un torre de construcción moderan que se eleva sobre las copas del bosquecillo, nada hace sospechar que allí hubiera algo especial. Tampoco lo parece cuando se alcanza la cima de la colina. Una explanada, la entrada de la torre en cuyo interior hay algunas pinturas, nada de importancia, nada que lo distinga de un parque más en una ciudad más.
Excepto una especie de cobertizo en medio de la plaza.
Cuando se entra cegado por la luz de sol, apenas puede verse más que una zanja. Cuando los ojos se aconstumbran la cosa no mejora, apenas unos cuantos escalones que llevan hasta el fondo, enmbarcados por dos barandillas, sucias y gastadas.
Podría irse uno desilusionado, enfadado por haber caminado hasta allí para encontrarse con cuatro piedras viejas, pero si uno se toma el tiempo para ver y comprender, se llevará una sorpresa.
Los escalones no descienden en línea recta, lo hacen siguiendo un círculo, como si se tratase de un arco de una inmensa rueda, tan alta como una casa de seis pisos. A intervalos regulares, se han tallado hendiduras en las barandillas, y sobre ellas símbolos.
Esta escalera no es tal escalera, se trata de la parte baja un inmenso astrolabio, orientado al sur, un lugar donde un observador, subiendo y bajando por los tramos, podía medir la posición de una estrella que se encontrase en su visual.
Tan preciso era este instrumento, que las tablas astrales elaboradas con él, a mediados del siglo XV, se convirtieron en las más precisas nunca elaboradas, tanto que en occidente sólo serían superadas un siglo y medio más tarde, casi en el XVII, por la información compilada por Tycho Brahe y utilizada por Kepler.
Nunca se supo de esta proeza en occidente, hasta que ya se habían quedado anticuada, tampoc tuvieron la repercusión que debían en el mundo musulman. Babur llegó a ver el observatorio, aún intacto y se maravilló con la obra de su antepasado, no sobreviría mucho tiempo, sería derribado por fanáicos, puesto que no servía al dios único y verdadero.
Su creador había sucumbido mucho antes. Había tenido la audacia, en pleno siglo XV, de afirmar que la ciencia era más importante que la religión, que en caso conflicto era la ciencia quien debía tener la primacía.
Su destino fue el mismo que el de muchos reformadores y progresistas, aún en el siglo XX, juzgado y condenado por las autoridades religiosas, fue depuesto y asesinado.
Una víctima más de la superstición y el fanatismo. Un héroe al que debería ponerse de ejemplo del mundo musulmán, convertirse en su modelo y en su orgullo... pero ahora está más de moda proteger y aplaudir a los imanes, los mismos que le derribaron.
Los mismos que derribarán a cualquiera que se atreva a retar su poder.
Desde fuera, excepto por la estatua de un gobernante, Ulugh Beg, nieto de Tamerlán y un torre de construcción moderan que se eleva sobre las copas del bosquecillo, nada hace sospechar que allí hubiera algo especial. Tampoco lo parece cuando se alcanza la cima de la colina. Una explanada, la entrada de la torre en cuyo interior hay algunas pinturas, nada de importancia, nada que lo distinga de un parque más en una ciudad más.
Excepto una especie de cobertizo en medio de la plaza.
Cuando se entra cegado por la luz de sol, apenas puede verse más que una zanja. Cuando los ojos se aconstumbran la cosa no mejora, apenas unos cuantos escalones que llevan hasta el fondo, enmbarcados por dos barandillas, sucias y gastadas.
Podría irse uno desilusionado, enfadado por haber caminado hasta allí para encontrarse con cuatro piedras viejas, pero si uno se toma el tiempo para ver y comprender, se llevará una sorpresa.
Los escalones no descienden en línea recta, lo hacen siguiendo un círculo, como si se tratase de un arco de una inmensa rueda, tan alta como una casa de seis pisos. A intervalos regulares, se han tallado hendiduras en las barandillas, y sobre ellas símbolos.
Esta escalera no es tal escalera, se trata de la parte baja un inmenso astrolabio, orientado al sur, un lugar donde un observador, subiendo y bajando por los tramos, podía medir la posición de una estrella que se encontrase en su visual.
Tan preciso era este instrumento, que las tablas astrales elaboradas con él, a mediados del siglo XV, se convirtieron en las más precisas nunca elaboradas, tanto que en occidente sólo serían superadas un siglo y medio más tarde, casi en el XVII, por la información compilada por Tycho Brahe y utilizada por Kepler.
Nunca se supo de esta proeza en occidente, hasta que ya se habían quedado anticuada, tampoc tuvieron la repercusión que debían en el mundo musulman. Babur llegó a ver el observatorio, aún intacto y se maravilló con la obra de su antepasado, no sobreviría mucho tiempo, sería derribado por fanáicos, puesto que no servía al dios único y verdadero.
Su creador había sucumbido mucho antes. Había tenido la audacia, en pleno siglo XV, de afirmar que la ciencia era más importante que la religión, que en caso conflicto era la ciencia quien debía tener la primacía.
Su destino fue el mismo que el de muchos reformadores y progresistas, aún en el siglo XX, juzgado y condenado por las autoridades religiosas, fue depuesto y asesinado.
Una víctima más de la superstición y el fanatismo. Un héroe al que debería ponerse de ejemplo del mundo musulmán, convertirse en su modelo y en su orgullo... pero ahora está más de moda proteger y aplaudir a los imanes, los mismos que le derribaron.
Los mismos que derribarán a cualquiera que se atreva a retar su poder.
lunes, 20 de junio de 2005
Babur
A principios del siglo XVI, vivió en el Asia central BAbur, un descendiente lejano de Tamerlán.
Su carrera es propia de una novela de aventuras, príncipe del valle de la Fergana, en el actual Uzbekistán, y se embarcó en la conquista de Samarcanda, la antigua capital de sus antepasados. Consiguió conquistarla, pero perdió su reíno de origen y cuando volvía a recuperarla, perdió también Samarcanda.
Durante años vivió como un fugitivo, casi un bandido, apoyando a unos señores contra otros, conquistando esta o aquella fortaleza, tentando nuevamente la toma de Samarcanda, perdiendo de nuevo todo... hasta que harto de dar vueltas y revueltas, se dirigió a Kabul y se hizo con la mayor parte de Afganistan.
Contra todo pronóstico consiguió afianzarse allí, a pesar de sus muchos enemigos. No volvería a hacerse con territorios en Asia Central y sus reitarados intentos acabaron casi en catástrofe para él y los suyos. Otro, asqueado, hubiera dejado las campañas y dedicado a disfrutar de lo que había conseguido al fin, pero él había sido guerrero desde que tuvo uso de razón y no podía dejar de guerrear.
Así que se dirigió hacia la India, conquisto lo que es ahora Pakistán, se lanzó contra Dheli y venció a los príncipes hindúes que se le oponían en Panipat. No se detuvo ahí. Enfrentado a una coalición de reyes, tanto musulmanes como hindúes, les derroto en la batalla de Kanauj y se hizo con todo el valle del Ganges, hasta Calcuta y Bangladesh
Suyo era todo el norte de la India, de Afganistán a Birmania. Su imperio, el Imperio Mogol de la India, duraría dos siglos hasta 1730, cuando la locura de Aurengzeb lo hizo caer, pero aún así sus descendiente continuarían gobernando Dehli hasta que los ingleses los depusieran en 1854, tras la Revuelta de los Cipayos. No pasaron inadvertidos a Europa en esos dos siglos de gloria, embajadores de todas las potencias pasarían por su corte para pedir favores y se harían lenguas de las riquezas, el poder y la magnificencia de esa corte.
Pero si Babur fuera sólo un conquistador, uno más de los que han aparecido y desaparecido en la historia, dejando tras de sí una estela de muerte y destrucción, no merecería que se le recordase. Él escribió una de las autobografías más asombrosas que existen, algo que en nuestro entorno cultural sólo es comparable a las obras de César.
Una lectura apresurada no lo muestra. Larguísimas enumeraciones, complejas líneas sucesorias, fanatismo religioso e intolerancia, puntúan aquí y allá el texto. El que se atreva a perderse en la selva de su narración se llevará reconfortantes sorpresas, puesto que Babur, a pesar de la gloria que alcanzó, no se proponé enzalzarse y elevarse. Sus errores, sus equivocaciones, su debilidades están ahí, y el, con una sinceridad increíble para un guerrero o un estadísta, las va desgranando, señalando, criticando, llorando incluso.
Babur no es un guerrero como los que nos imaginamos ahora, dedicado al exterminio y la matanza. Extrañamente, es un presencia cercana a su contemporáneo Garcilaso, uno de aquellos caballeros, imbuídos de un concepto del honor periclitado, que sabían manejar por igual, tanto la pluma como la espada.
De este modo el mismo espacio que se dedica a las batallas, se dedica a la poesía, a la música, a las bellas artes, a recordar todas aquellas personas que dedicaron su vida a la belleza, ese concepto del que tanto se ríe ahora occidente, pero que para Garcilaso, para Babur, para mi mismo era el más noble de todos, por encima incluso del oficio de las armas, el único merecedor de que se grabasen y conservasen los nombres de sus practicantes.
Pero no extingue en eso. Si algo emociona en Babur es su inocencia, impropia de un guerrero, la sensibilidad y sinceridad con que narra los más mínimos accidentes que ocurren en su alma.
Como el día en que, tras muchos años de separación, se encontró con su hermana y ambos fueron incapaces de reconocerse.
O como el día en que probó por primera vez el alcohol.
O como el día en que sintió la llamada del primer amor.
Su carrera es propia de una novela de aventuras, príncipe del valle de la Fergana, en el actual Uzbekistán, y se embarcó en la conquista de Samarcanda, la antigua capital de sus antepasados. Consiguió conquistarla, pero perdió su reíno de origen y cuando volvía a recuperarla, perdió también Samarcanda.
Durante años vivió como un fugitivo, casi un bandido, apoyando a unos señores contra otros, conquistando esta o aquella fortaleza, tentando nuevamente la toma de Samarcanda, perdiendo de nuevo todo... hasta que harto de dar vueltas y revueltas, se dirigió a Kabul y se hizo con la mayor parte de Afganistan.
Contra todo pronóstico consiguió afianzarse allí, a pesar de sus muchos enemigos. No volvería a hacerse con territorios en Asia Central y sus reitarados intentos acabaron casi en catástrofe para él y los suyos. Otro, asqueado, hubiera dejado las campañas y dedicado a disfrutar de lo que había conseguido al fin, pero él había sido guerrero desde que tuvo uso de razón y no podía dejar de guerrear.
Así que se dirigió hacia la India, conquisto lo que es ahora Pakistán, se lanzó contra Dheli y venció a los príncipes hindúes que se le oponían en Panipat. No se detuvo ahí. Enfrentado a una coalición de reyes, tanto musulmanes como hindúes, les derroto en la batalla de Kanauj y se hizo con todo el valle del Ganges, hasta Calcuta y Bangladesh
Suyo era todo el norte de la India, de Afganistán a Birmania. Su imperio, el Imperio Mogol de la India, duraría dos siglos hasta 1730, cuando la locura de Aurengzeb lo hizo caer, pero aún así sus descendiente continuarían gobernando Dehli hasta que los ingleses los depusieran en 1854, tras la Revuelta de los Cipayos. No pasaron inadvertidos a Europa en esos dos siglos de gloria, embajadores de todas las potencias pasarían por su corte para pedir favores y se harían lenguas de las riquezas, el poder y la magnificencia de esa corte.
Pero si Babur fuera sólo un conquistador, uno más de los que han aparecido y desaparecido en la historia, dejando tras de sí una estela de muerte y destrucción, no merecería que se le recordase. Él escribió una de las autobografías más asombrosas que existen, algo que en nuestro entorno cultural sólo es comparable a las obras de César.
Una lectura apresurada no lo muestra. Larguísimas enumeraciones, complejas líneas sucesorias, fanatismo religioso e intolerancia, puntúan aquí y allá el texto. El que se atreva a perderse en la selva de su narración se llevará reconfortantes sorpresas, puesto que Babur, a pesar de la gloria que alcanzó, no se proponé enzalzarse y elevarse. Sus errores, sus equivocaciones, su debilidades están ahí, y el, con una sinceridad increíble para un guerrero o un estadísta, las va desgranando, señalando, criticando, llorando incluso.
Babur no es un guerrero como los que nos imaginamos ahora, dedicado al exterminio y la matanza. Extrañamente, es un presencia cercana a su contemporáneo Garcilaso, uno de aquellos caballeros, imbuídos de un concepto del honor periclitado, que sabían manejar por igual, tanto la pluma como la espada.
De este modo el mismo espacio que se dedica a las batallas, se dedica a la poesía, a la música, a las bellas artes, a recordar todas aquellas personas que dedicaron su vida a la belleza, ese concepto del que tanto se ríe ahora occidente, pero que para Garcilaso, para Babur, para mi mismo era el más noble de todos, por encima incluso del oficio de las armas, el único merecedor de que se grabasen y conservasen los nombres de sus practicantes.
Pero no extingue en eso. Si algo emociona en Babur es su inocencia, impropia de un guerrero, la sensibilidad y sinceridad con que narra los más mínimos accidentes que ocurren en su alma.
Como el día en que, tras muchos años de separación, se encontró con su hermana y ambos fueron incapaces de reconocerse.
O como el día en que probó por primera vez el alcohol.
O como el día en que sintió la llamada del primer amor.
viernes, 17 de junio de 2005
La ciudad de las mujeres
A finales del siglo XIV, en plena guerra de los cien años, vivió Cristina de Pisano.
Como todas las mujeres de su época, se casó muy joven y, como todas, tuvo hijos, tres concretamente, pero cuando su marido murió, no eligió el camino que la sociedad de su tiempo le reservaba, el convento, sino que prefirió convertirse en la señora de su casa, críar por sí sola a sus hijos, y lo que era mayor escandalo y asombro, convertirse en escritora.
No una escritora cualquiera. No una que cantase a la virtud y a la obediencia, sino una que cantase al amor y a la libertad en él, para granjearse, entre sus contemporáneosm la reputación de mujer masculina y, al mismo tiempo, el respeto y la admiración por sus dotes poéticas.
Así entr muchas obrasLa cité des Dames. Al igual que la Grecia de Aristófanes, la Francia de Cristina sufría en medio de una guerra, un conflicto al que nadie veía fin y que parecía enconarse año tras año, reclamando más y más víctimas, hasta consumir el mundo entero.
No queda otra solución tanto para Aristófanes y Cristina que construirse su propio paraíso, libre de los defectos y conflictos de la humanidad. Los protagonistas de ambas obras, Las aves y La Cité des Dames huyen su tiempo y realidad, del que no pueden esperar sino dolor y sufrimiento, para encerrarse en un espacio que les es propio y del que excluyen a todos aquellos que traen injusticia y desperación al mundo.
La ciudad de los justos, construida por los justos, reservada para los justos.
Así, en los bellos códices ilustrados de la época, Cristina aparece representada, escribiendo en su estudio, lugar donde razón, honestidad y justicia se le aparecen. Vienen a ayudarla a construir su ciudad y, en la siguiente ilustración, sin apenas ruptura, vemos a las cuatro mujeres trabajando, acarreando ladrillos, extendiendo el mortero con la llana, alineando las piedras de los muros, las murallas que habrán de proteger su ciudad, que la harán poderosa e inexpugnable, a salvo de las iniquidades y argucias de los hombres.
Porque esta ciudad que Cristina construye, la edifica para las mujeres. Los hombres han traído esta guerra, los hombres se llevan a los hijos de las mujeres para que mueran en las batallas, los hombres buscan la fama y la gloria, para traer en cambio la muerte y la destrucción, la violencia contra todos los que son más débiles en ese instante, empezando y terminando por las mujeres.
La ciudad de las damas, construida por las mujeres, gobernada por las mujeres. El lugar donde los hombres tienen vedado el paso. El ámbito que no podrán ensuciar con su violencia y su estupidez, su deseo inextinguible de vivir para la guerra y por la guerra, hasta que no quede ninguno vivo. El único espacio donde las virtudes, Razón, Honestidad y Jusitica podrán vivir, rodeadas de aquellas que creen y confían en ellas.
Sin embargo, la elaboración del códice fue encargada y por un hombre, el duque de Berry, ilustrada asímismo, con delicadeza y sensibilidad por otro hombre, conservada generación tras generación por otros hombres. Extraña paradoja. El libro de las mujeres, destinado a consolarlas, a fomentar su orgullo frente a los hombres, escrito con el mismo impulso que movió a Lisístrata a rebelarse contra la guerra que asolaba Grecia, conservado por sus enemigos, los hombres, aquellos que tenían prohibido el acceso a la ciudad perfecta, la nueva Jerusalem
¿Qué sentimiento podría animarles?
Quizás es algo que sólo conocen aquellos que se han exiliado de la ciudad de los hombres, y vagan por los eriales que les separan de la ciudad de las mujeres, contemplando sus torres y almenas desde la lejanía, los pináculos, las cúpulas, las relucientes techumbres, sabiendo que su sitio tampoco está allí dentro, que nunca serán admitidos tras esas puertas.
Como todas las mujeres de su época, se casó muy joven y, como todas, tuvo hijos, tres concretamente, pero cuando su marido murió, no eligió el camino que la sociedad de su tiempo le reservaba, el convento, sino que prefirió convertirse en la señora de su casa, críar por sí sola a sus hijos, y lo que era mayor escandalo y asombro, convertirse en escritora.
No una escritora cualquiera. No una que cantase a la virtud y a la obediencia, sino una que cantase al amor y a la libertad en él, para granjearse, entre sus contemporáneosm la reputación de mujer masculina y, al mismo tiempo, el respeto y la admiración por sus dotes poéticas.
Así entr muchas obrasLa cité des Dames. Al igual que la Grecia de Aristófanes, la Francia de Cristina sufría en medio de una guerra, un conflicto al que nadie veía fin y que parecía enconarse año tras año, reclamando más y más víctimas, hasta consumir el mundo entero.
No queda otra solución tanto para Aristófanes y Cristina que construirse su propio paraíso, libre de los defectos y conflictos de la humanidad. Los protagonistas de ambas obras, Las aves y La Cité des Dames huyen su tiempo y realidad, del que no pueden esperar sino dolor y sufrimiento, para encerrarse en un espacio que les es propio y del que excluyen a todos aquellos que traen injusticia y desperación al mundo.
La ciudad de los justos, construida por los justos, reservada para los justos.
Así, en los bellos códices ilustrados de la época, Cristina aparece representada, escribiendo en su estudio, lugar donde razón, honestidad y justicia se le aparecen. Vienen a ayudarla a construir su ciudad y, en la siguiente ilustración, sin apenas ruptura, vemos a las cuatro mujeres trabajando, acarreando ladrillos, extendiendo el mortero con la llana, alineando las piedras de los muros, las murallas que habrán de proteger su ciudad, que la harán poderosa e inexpugnable, a salvo de las iniquidades y argucias de los hombres.
Porque esta ciudad que Cristina construye, la edifica para las mujeres. Los hombres han traído esta guerra, los hombres se llevan a los hijos de las mujeres para que mueran en las batallas, los hombres buscan la fama y la gloria, para traer en cambio la muerte y la destrucción, la violencia contra todos los que son más débiles en ese instante, empezando y terminando por las mujeres.
La ciudad de las damas, construida por las mujeres, gobernada por las mujeres. El lugar donde los hombres tienen vedado el paso. El ámbito que no podrán ensuciar con su violencia y su estupidez, su deseo inextinguible de vivir para la guerra y por la guerra, hasta que no quede ninguno vivo. El único espacio donde las virtudes, Razón, Honestidad y Jusitica podrán vivir, rodeadas de aquellas que creen y confían en ellas.
Sin embargo, la elaboración del códice fue encargada y por un hombre, el duque de Berry, ilustrada asímismo, con delicadeza y sensibilidad por otro hombre, conservada generación tras generación por otros hombres. Extraña paradoja. El libro de las mujeres, destinado a consolarlas, a fomentar su orgullo frente a los hombres, escrito con el mismo impulso que movió a Lisístrata a rebelarse contra la guerra que asolaba Grecia, conservado por sus enemigos, los hombres, aquellos que tenían prohibido el acceso a la ciudad perfecta, la nueva Jerusalem
¿Qué sentimiento podría animarles?
Quizás es algo que sólo conocen aquellos que se han exiliado de la ciudad de los hombres, y vagan por los eriales que les separan de la ciudad de las mujeres, contemplando sus torres y almenas desde la lejanía, los pináculos, las cúpulas, las relucientes techumbres, sabiendo que su sitio tampoco está allí dentro, que nunca serán admitidos tras esas puertas.
jueves, 16 de junio de 2005
Sonata 32
Es difícil hablar de esta obra tardía de Beethoven, su última sonata, sin plagiar involuntariamente a Thomas Mann en Dr Faustus.
Sin embargo, leer la apasionada descripción que hace Mann del segundo y último movimiento de esta obra, en boca de un tanto ridículo conferenciante, es un arma de doble filo. Uno se imagina una música, compone la partitura en su cabeza, basándose en las palabras que la describen, para, cuando se enfrenta uno a la música real, sufrir una aguda decepción.
No existe mejor prueba de la subjetividad de eso que llamamos sensibilidad artística. Escuchando aquella música no podía encontrar rastro alguno de lo que Mann describía. Como en otras ocasiones, sentía que Mann y yo estábamos escuchando distintas obras. Como en otras ocasiones echaba la culpa a la interpretación, a la grabación, a cualquier cosa, menos a mi mismo.
No era la primera vez que sentía esa desilusión, la había experimentado igual cuando vi por primera vez la catedral de León.
Otro no hubiera vuelto, ni a la catedral ni a la obra, yo sabía, sin embargo, lo que había que hacer. Había que volver, una y otra vez, hasta que la impresión se borrase, hasta que los rasgos de la arquitectura, en piedra y en música, se grabasen en uno, hasta que la apreciase por lo que eran ellas, no por lo que me había erróneamente imaginado.
Así que, durante aquel verano del 94 (extraño que las obras musicales se asocien en mi vida a veranos) escuche una y otra vez esa sonata, la última, de beethoven.
Hay algo en la obra de cámara de Beethoven que no se encuentra en sus obras sinfónicas. En sus sinfonías se dirige al mundo, clama y brama, se muestra fuerte y poderosos, seguro de sí en sus ideas. El Beethoven de cuartetos y sonatas es completamente distinto. En esta sonata, en este segundo movimiento, en particular, sentía que estaba en presencia de alguien que quería decirme algo muy penoso, no sobre mí, si no sobre él mismo. Alguien que da vueltas y más vueltas sobre las mismas palabras, entreteniéndose a propósito, intentando retrasar algo que sabemos inevitable, pero que pensamos poder engañar.
No, no es la muerte. Es más bien, como decía Mann una despedida, pero una despedida definitiva, una despedida en la que no se encuentran las palabras apropiadas, y que por tanto se tiñe de una doble tristeza, la de la separación y la de la incapacidad de ser sinceros por una vez, siquiera en ese instante.
Hasta que la música y el silencio se quiebram, repentinos, inesperados, en un torrente de notas, alegres, pero desesperados, consoladores pero al mismo terrible, la conciencia cercana del final, de la aniquilación, y al mismo tiempo el clamor, la súplica, el orgullo, la proclamación del goce de haber vivido, de haber caminado sobre esta tierra, aunque todo, absolutamente todo, nos vaya a ser arrebatado, aunque, en el último momento nos vayan a coger del cabello y obligarnos a mirar, a constatar que todo ha sido inútil y en vano.
Todo es mentira. La vida es una trampa en la que nos han arrojado y no hay nadie a quien echarle la culpa. Y sin embargo, por un momento, la música de Beetoven, aunque por dentro sintamos las lágrimas, la desesperación, el grito interminable de nuestra propia agonía, nos hace creer que sí hay un sentido, que hay un término a nuestra búsqueda, que el amor merece la pena, que alguien nos habrá de recoger al final de nuestro camino, acunarnos y decirnos suavemente: todo mereció la pena, todo tuvo un sentido.
Y aquel verano yo lloraba al escuchar esa música, porque aquella mentira aún era capaz de conmoverme.
Sin embargo, leer la apasionada descripción que hace Mann del segundo y último movimiento de esta obra, en boca de un tanto ridículo conferenciante, es un arma de doble filo. Uno se imagina una música, compone la partitura en su cabeza, basándose en las palabras que la describen, para, cuando se enfrenta uno a la música real, sufrir una aguda decepción.
No existe mejor prueba de la subjetividad de eso que llamamos sensibilidad artística. Escuchando aquella música no podía encontrar rastro alguno de lo que Mann describía. Como en otras ocasiones, sentía que Mann y yo estábamos escuchando distintas obras. Como en otras ocasiones echaba la culpa a la interpretación, a la grabación, a cualquier cosa, menos a mi mismo.
No era la primera vez que sentía esa desilusión, la había experimentado igual cuando vi por primera vez la catedral de León.
Otro no hubiera vuelto, ni a la catedral ni a la obra, yo sabía, sin embargo, lo que había que hacer. Había que volver, una y otra vez, hasta que la impresión se borrase, hasta que los rasgos de la arquitectura, en piedra y en música, se grabasen en uno, hasta que la apreciase por lo que eran ellas, no por lo que me había erróneamente imaginado.
Así que, durante aquel verano del 94 (extraño que las obras musicales se asocien en mi vida a veranos) escuche una y otra vez esa sonata, la última, de beethoven.
Hay algo en la obra de cámara de Beethoven que no se encuentra en sus obras sinfónicas. En sus sinfonías se dirige al mundo, clama y brama, se muestra fuerte y poderosos, seguro de sí en sus ideas. El Beethoven de cuartetos y sonatas es completamente distinto. En esta sonata, en este segundo movimiento, en particular, sentía que estaba en presencia de alguien que quería decirme algo muy penoso, no sobre mí, si no sobre él mismo. Alguien que da vueltas y más vueltas sobre las mismas palabras, entreteniéndose a propósito, intentando retrasar algo que sabemos inevitable, pero que pensamos poder engañar.
No, no es la muerte. Es más bien, como decía Mann una despedida, pero una despedida definitiva, una despedida en la que no se encuentran las palabras apropiadas, y que por tanto se tiñe de una doble tristeza, la de la separación y la de la incapacidad de ser sinceros por una vez, siquiera en ese instante.
Hasta que la música y el silencio se quiebram, repentinos, inesperados, en un torrente de notas, alegres, pero desesperados, consoladores pero al mismo terrible, la conciencia cercana del final, de la aniquilación, y al mismo tiempo el clamor, la súplica, el orgullo, la proclamación del goce de haber vivido, de haber caminado sobre esta tierra, aunque todo, absolutamente todo, nos vaya a ser arrebatado, aunque, en el último momento nos vayan a coger del cabello y obligarnos a mirar, a constatar que todo ha sido inútil y en vano.
Todo es mentira. La vida es una trampa en la que nos han arrojado y no hay nadie a quien echarle la culpa. Y sin embargo, por un momento, la música de Beetoven, aunque por dentro sintamos las lágrimas, la desesperación, el grito interminable de nuestra propia agonía, nos hace creer que sí hay un sentido, que hay un término a nuestra búsqueda, que el amor merece la pena, que alguien nos habrá de recoger al final de nuestro camino, acunarnos y decirnos suavemente: todo mereció la pena, todo tuvo un sentido.
Y aquel verano yo lloraba al escuchar esa música, porque aquella mentira aún era capaz de conmoverme.
lunes, 13 de junio de 2005
Le Jeu de Robin et Marion
De vuelta del torneo, el caballero se topa con la bella pastora Marion, y, como no podía ser de otra manera, la requiere de amores.
Ella se niega, sin embargo. Tiene a Robin y ha decidido serle fiel... o quizás es que no le place el caballero. Este monta en cólera, pone en fuga a Robín, que huye como un cobarde, y rapta a la pastora... para no conseguir nada, puesto que ante su resistencia y su negativa a otorgarle sus favores, debe ponerla en libertad.
Extraño tema para una obra de finales del siglo XII. Un caballero que ve puesto en duda su poder sobre sus vasallos, una mujer que reclama su derecho a elegir y lo mantiene, un amante que se revela como un cobarde. Un ejemplo temprano de opera in musica, donde todos los temas son profanos, ninguno sacro, donde se acumulan temas y danzas populares, donde la sexualidad y la violencia que la acompaña están presentes en cada instante.
No estamos ante ningún manifiesto.
Adam de la Halle compuso esta obra para la corte Angevina, en Napoles. Debía ser representada antes los reyes, acompañados por toda la corte. Los mismos nobles que eran ridiculizados, eran aquellos que lo habían encargado, los que disfrutaban con los giros y revueltas de la historia.
Su ideología es clara. Nada debía turbar el orden social. El mundo de Marion, el mundo representado por Adam de la Halle, era un mundo inexistente, la república de pastores, la Arcadia Felix, el paraíso con el que la crema de la sociedad podía soñar, un mundo de poesía e felicidad, muy distinto del mundo real en que vivían los pastores reales... unos pastores a los que ni se dignarían en mirar.
Para ellos, el caballero recibía su justo castigo, simplemente por atreverse a romper el orden social y pretender a una campesina. Cada cual en su sitio, no sea que alguien piense en moverse. Mariom hacía bien en defenderse y quedarse con Robín, aunque éste fuera un cobarde. Era alquien de su clase.
Además, Marion era un ejemplo de virtud. De la fidelidad que debía ornar a cada esposa cristiana, de lo resolución con que debía defender su tesoro.
¿Pero es así?
Ocho siglos más tarde, la obra sigue siendo sorprendente. ünica. Incomparable. Así debieron pensarlos sus copistas, a los que debemos tres manuscritos, profusamente ilustrados, casi describiéndonos una representación de la historia.
Ocho siglos más tarde, Marion sigue diciéndole que no al caballero. Eligiendo voluntariamente a quien desea amar, cantándalo en la música de su gente y de su clase... mientras que el caballero continúa marchándose, derrotado, avergonzado, destruido por su propio orgullo y violencia.
Ella se niega, sin embargo. Tiene a Robin y ha decidido serle fiel... o quizás es que no le place el caballero. Este monta en cólera, pone en fuga a Robín, que huye como un cobarde, y rapta a la pastora... para no conseguir nada, puesto que ante su resistencia y su negativa a otorgarle sus favores, debe ponerla en libertad.
Extraño tema para una obra de finales del siglo XII. Un caballero que ve puesto en duda su poder sobre sus vasallos, una mujer que reclama su derecho a elegir y lo mantiene, un amante que se revela como un cobarde. Un ejemplo temprano de opera in musica, donde todos los temas son profanos, ninguno sacro, donde se acumulan temas y danzas populares, donde la sexualidad y la violencia que la acompaña están presentes en cada instante.
No estamos ante ningún manifiesto.
Adam de la Halle compuso esta obra para la corte Angevina, en Napoles. Debía ser representada antes los reyes, acompañados por toda la corte. Los mismos nobles que eran ridiculizados, eran aquellos que lo habían encargado, los que disfrutaban con los giros y revueltas de la historia.
Su ideología es clara. Nada debía turbar el orden social. El mundo de Marion, el mundo representado por Adam de la Halle, era un mundo inexistente, la república de pastores, la Arcadia Felix, el paraíso con el que la crema de la sociedad podía soñar, un mundo de poesía e felicidad, muy distinto del mundo real en que vivían los pastores reales... unos pastores a los que ni se dignarían en mirar.
Para ellos, el caballero recibía su justo castigo, simplemente por atreverse a romper el orden social y pretender a una campesina. Cada cual en su sitio, no sea que alguien piense en moverse. Mariom hacía bien en defenderse y quedarse con Robín, aunque éste fuera un cobarde. Era alquien de su clase.
Además, Marion era un ejemplo de virtud. De la fidelidad que debía ornar a cada esposa cristiana, de lo resolución con que debía defender su tesoro.
¿Pero es así?
Ocho siglos más tarde, la obra sigue siendo sorprendente. ünica. Incomparable. Así debieron pensarlos sus copistas, a los que debemos tres manuscritos, profusamente ilustrados, casi describiéndonos una representación de la historia.
Ocho siglos más tarde, Marion sigue diciéndole que no al caballero. Eligiendo voluntariamente a quien desea amar, cantándalo en la música de su gente y de su clase... mientras que el caballero continúa marchándose, derrotado, avergonzado, destruido por su propio orgullo y violencia.
domingo, 12 de junio de 2005
Cuarteto número quince
Hacía 1974, un año antes de su muerte, Sostakovich escribió su último cuarteto. Estaba ya muy enfermo, sometido a medicación, y ese estado se trasluce en sus tres últimos cuartetos, una música a contrapelo, alucinatoria, sin que le importanse ya el público a quien fuese dirigido. Una partitura con anotaciones como las siguientes "tocadla tan lenta que las moscas caigan muertas por aburrimiento".
¿En quién pensaba Sostakovich cuando componía esta música? ¿A qué público dedican los compositores sus composiciones? ¿quién imaginan que escuchará su garabatos?
Seguramente, no pensaría que alguien como yo lo escuchara, al igual que dudo que se diera cuenta de que con él, en esos años, moría la gran tradicíón musical de Occidente, aquella que nació con el canto Gregoriano y los trovadores, aquella que generación tras generación consideraron la música y que ahora es sólo una más entre muchas, cada vez más despreciada y olvidada.
No. No pensaba en mí.
En 1974 yo tenía siete años. El dictador, ése que lo dejo todo atado y bien atado, aún vivía. Yo no comprendía nada de lo que ocurría a mi alrededor, pero sentía la inquietud de mis mayores, sus miedos, sus silencios elocuentes. No sabía que un hombre llamado Sostakovich agonizaba casi al otro lado del mundo, no supe que existía hasta muchos después, en el 81, en la asignatura de historia de la música.
No escuché este cuarteto hasta el año 2002, en verano. Fue como un enamoramiento, como si hubiera encontrado lo que me faltaba en el momento que me faltaba. Día tras día, lo ponía, únicamente el primer movimiento, haciendo que se repitiera una y otra vez, hasta que llegaba la hora de marcharme.
Era agosto, no había nadie en el despacho que compartía con otros, estaban de vaciones, así que no te tenía miedo en dejarme llevar por mis sentimientos, en permitir que las lágrimas aflorasen a mis ojos y llorar largo tiempo.
Aquello había sido escrito por un hombre agonizante. No había desesperación. No había rebelión. No había violencia. Las notas fluían dulcemente, lentas, como intentando alargar el tiempo que les había sido concedidas, como intentando atrasar el final inevitable, como intentando permanecer un instante más en este mundo, creyendo que lo que no había podido ser, podría ocurrir aún, sintiendo melancolía por lo que nunca había existido, por lo que nunca habría de existir.
Ese dolor, sordo, inextingible, paralizador, era el mío. Exactamente el mismo que sentía yo aquel año. Como si hubieran disecado mi alma y me la presentasen en una vitrina.
Tiempo. Distancias. Lenguas. Culturas. Ideologías. Vidas. Todo había sido abolido. El anciano agonizante y el niño que no entendía el mundo en el que había nacido nunca llegaron a conocerse, nunca llegaron a sospechar de su exitencia.
Aquel año, sin embargo, aquel hombre, a través de su obra, me parecía más cercano, más vivo, más real, que todo el resto de mis semejantes.
¿En quién pensaba Sostakovich cuando componía esta música? ¿A qué público dedican los compositores sus composiciones? ¿quién imaginan que escuchará su garabatos?
Seguramente, no pensaría que alguien como yo lo escuchara, al igual que dudo que se diera cuenta de que con él, en esos años, moría la gran tradicíón musical de Occidente, aquella que nació con el canto Gregoriano y los trovadores, aquella que generación tras generación consideraron la música y que ahora es sólo una más entre muchas, cada vez más despreciada y olvidada.
No. No pensaba en mí.
En 1974 yo tenía siete años. El dictador, ése que lo dejo todo atado y bien atado, aún vivía. Yo no comprendía nada de lo que ocurría a mi alrededor, pero sentía la inquietud de mis mayores, sus miedos, sus silencios elocuentes. No sabía que un hombre llamado Sostakovich agonizaba casi al otro lado del mundo, no supe que existía hasta muchos después, en el 81, en la asignatura de historia de la música.
No escuché este cuarteto hasta el año 2002, en verano. Fue como un enamoramiento, como si hubiera encontrado lo que me faltaba en el momento que me faltaba. Día tras día, lo ponía, únicamente el primer movimiento, haciendo que se repitiera una y otra vez, hasta que llegaba la hora de marcharme.
Era agosto, no había nadie en el despacho que compartía con otros, estaban de vaciones, así que no te tenía miedo en dejarme llevar por mis sentimientos, en permitir que las lágrimas aflorasen a mis ojos y llorar largo tiempo.
Aquello había sido escrito por un hombre agonizante. No había desesperación. No había rebelión. No había violencia. Las notas fluían dulcemente, lentas, como intentando alargar el tiempo que les había sido concedidas, como intentando atrasar el final inevitable, como intentando permanecer un instante más en este mundo, creyendo que lo que no había podido ser, podría ocurrir aún, sintiendo melancolía por lo que nunca había existido, por lo que nunca habría de existir.
Ese dolor, sordo, inextingible, paralizador, era el mío. Exactamente el mismo que sentía yo aquel año. Como si hubieran disecado mi alma y me la presentasen en una vitrina.
Tiempo. Distancias. Lenguas. Culturas. Ideologías. Vidas. Todo había sido abolido. El anciano agonizante y el niño que no entendía el mundo en el que había nacido nunca llegaron a conocerse, nunca llegaron a sospechar de su exitencia.
Aquel año, sin embargo, aquel hombre, a través de su obra, me parecía más cercano, más vivo, más real, que todo el resto de mis semejantes.
jueves, 9 de junio de 2005
En el valle del Nilo (y 4)
¿Por qué no hacéis nada?
Ocurría en el museo copto de El Cairo. El hombre, uno de los vigilantes, extendía su mano hacía mí, la palma hacia arriba. En su muñeca, junto al pulgar había tatuada una cruz.
Vosotros sois también cristianos. ¿Por qué no hacéis nada para ayudarnos?
Frecuentemente, en nuestra ceguera de occidentales, para los cuales todo oriente, de Marrakech a Tokio es una única cosa, olvidamos que cada páis, que dentro de cada país, es un compuesto de personas, a veces tan separadas entre sí por sus ideas y convicciones, como nosotros de ellos.
En el caso de Egipto, como en el caso de Siria, olvidamos que una apreciable parte de la población no es musulmana, sino cristiana copta. Olvidamos también que son uno de los bandos en la guerra de religión, entremezclada con otros temas a tres bandas que asola el Oriente medio. Y olvidamos también que, en el caso de Egipto y como bien señala Gilles Keppel, el extremismo islámico es especialmente fuerte en las zonas con un porcentaje alto de población copta... y que lo coptos son uno de sus objetivos.
¿Qué podía decirle yo a esa persona? Desde su cultura, embebida en la religión, sin poder pensar que existiera algo que no fuera religión, con la misma ceguera que los integristas islámicos, él pensaba, como sus enemigos. que todos los europeos somos cristianos, que nuestro bando en la querra de religión estaba decidido.
¿Cómo podría yo decirle que soy ateo? Para mí todas las religiones son odiosas. Mentiras que deben ser extirpadas de la faz de la tierra, porque no traen consuelo y salvación, sino odio y desesperación. Para mí, él y los islamistas, son la misma cosa, el enemigo a batir, hasta que sus ideas acaben en el basurero de la historia.
¿Pero acaso es así? ¿No me estaré yo equivocando?
Desde mi perspectiva de occidental, creo ser libre, dueño de mi destino. Si quiero algo lo compro. Mi dinero me da derecho a exigir. Puedo comprarme una ideogía propia si me apetece. Jugar a ser rebelde, sabiendo que hay una red que me recogerá.
Pero quizás esto son sólo sueños de pueblos decadentes, de gentes que van a ser arrojadas al olvido de la historia y que se divierten, ciegas, al borde del abismo.
Quizás hayan decidido ya por nosotros, asignado un bando sin que lo supiéramos. Quizás el destino del mundo se está decidiendo ahora mismo lejos de nuestras fronteras, en los lugares en que no queremos mirar porque no hay nada exótico o turístico o quizás al pie mismo de nuestras ventanas se hayan cavado las trincheras y en ellas se libren querras silenciosas.
Quizás es que no somos más que parásitos, gordos, incapaces de moverse, válidos únicamente para ser aplastados.
martes, 31 de mayo de 2005
En el valle del Nilo (y 3)
¿Pero cuál es la visión de los habitantes?
Cuando viajaba por Egipto me preguntaba que pensarían sus habitantes de aquellos monumentos. La respuesta era sencilla, bastaba con mirar el estado en que estaban muchas de la mezquitas suyas, excepto las más señaladas. Era triste encontrarse con placas que señalaban mezquitas, recintos antiquísimos y comprobar que se estaban cayendo a pedazo sin que nadie hiciera nada. Si tal era el respeto que tenían por su pasado y por su cultura, ¿cómo podían pensarse que protegieran lo que no era suyo?
La arqueología, la museística, es un invento occidental. Relacionado directamente con el surgimiento del nacialismos. Si los pueblos, ese sueño del romanticismo alemán y de la revolución francesa, tenían un caracter, expresado en sus tradiciones, su lengua, su religión, éste podría demostrarse rebuscando en el pasado, donde seguro que se encontrarían sus huellas. Más aún debía ser conservado para enseñanza de las generaciones futuras, de forma que nunca se perdiese ese carácter distintivo. Sólo nuestra sensación de ser herederos de griegos y romanos, esa paradoja que permite a un occidental ser pagano y cristiano al mismo tiempo, unida a nuestra natural curiosidad por otras culturas, consiguió que la arqueología y la historia salieran de su callejón sin salida.
Pero esta evolución no se ha producido nunca en el mundo árabe. El nacionalismo siempre ha sido una injerto externo. Su civilización nunca se ha sentido heredera de griegos y romanos, la curiosidas por otras culturas es inexistente. ¿Por qué iban a querer conservar algo, como los restos del antiguo Egipto, que no es suyo?
Sería injusto acusarles por esta desidia. Muy injusto. Los problemas de Egipto son inmensos. La probreza es rampante. La mayor parte del país vive sólo del turismo, y todo el país ha sido construido alrededor de esa industria, de esa locura incomprensible de los occidentales por freírse los sesos al sol, visitando piedras polvorientas.
¿Qué pensaría un joven egipicio? Día tras día, escuadras de cruceros surcan el Nilo. Dentro hay abundancia de comida, protección contra el sol ardiente, libertad de constumbres inimaginadas. Para servir a esas gentes se han construido carreteras, levantado hoteles fortaleza, donde los naturales tienen prohibida la entrada, en cuyo interior disfrutan de todas las comodidades, toda la opulencia que los naturales no pueden ni soñar.
Ellos lo tienen todo, deben pensar los habitantes, nosotros nada. Así lo demuestran día a día, con el orgullo que se pavonean, con su dinero, con el pueden comprar todo, con el desprecio que muestran por lo que es razonable y digno de respeto. por lo que es sagrado en definitiva. No son más que una raza decadente, viejos que sólo piensan en el placer, mientras el resto del mundo sufre, parásitos que ni siquieran piensan en tener hijos.
Así caeran. Así caeran.
¿Debemos extrañarnos de que el odio haya arraigado con tanta fuerza en esas tierras?
Cuando viajaba por Egipto me preguntaba que pensarían sus habitantes de aquellos monumentos. La respuesta era sencilla, bastaba con mirar el estado en que estaban muchas de la mezquitas suyas, excepto las más señaladas. Era triste encontrarse con placas que señalaban mezquitas, recintos antiquísimos y comprobar que se estaban cayendo a pedazo sin que nadie hiciera nada. Si tal era el respeto que tenían por su pasado y por su cultura, ¿cómo podían pensarse que protegieran lo que no era suyo?
La arqueología, la museística, es un invento occidental. Relacionado directamente con el surgimiento del nacialismos. Si los pueblos, ese sueño del romanticismo alemán y de la revolución francesa, tenían un caracter, expresado en sus tradiciones, su lengua, su religión, éste podría demostrarse rebuscando en el pasado, donde seguro que se encontrarían sus huellas. Más aún debía ser conservado para enseñanza de las generaciones futuras, de forma que nunca se perdiese ese carácter distintivo. Sólo nuestra sensación de ser herederos de griegos y romanos, esa paradoja que permite a un occidental ser pagano y cristiano al mismo tiempo, unida a nuestra natural curiosidad por otras culturas, consiguió que la arqueología y la historia salieran de su callejón sin salida.
Pero esta evolución no se ha producido nunca en el mundo árabe. El nacionalismo siempre ha sido una injerto externo. Su civilización nunca se ha sentido heredera de griegos y romanos, la curiosidas por otras culturas es inexistente. ¿Por qué iban a querer conservar algo, como los restos del antiguo Egipto, que no es suyo?
Sería injusto acusarles por esta desidia. Muy injusto. Los problemas de Egipto son inmensos. La probreza es rampante. La mayor parte del país vive sólo del turismo, y todo el país ha sido construido alrededor de esa industria, de esa locura incomprensible de los occidentales por freírse los sesos al sol, visitando piedras polvorientas.
¿Qué pensaría un joven egipicio? Día tras día, escuadras de cruceros surcan el Nilo. Dentro hay abundancia de comida, protección contra el sol ardiente, libertad de constumbres inimaginadas. Para servir a esas gentes se han construido carreteras, levantado hoteles fortaleza, donde los naturales tienen prohibida la entrada, en cuyo interior disfrutan de todas las comodidades, toda la opulencia que los naturales no pueden ni soñar.
Ellos lo tienen todo, deben pensar los habitantes, nosotros nada. Así lo demuestran día a día, con el orgullo que se pavonean, con su dinero, con el pueden comprar todo, con el desprecio que muestran por lo que es razonable y digno de respeto. por lo que es sagrado en definitiva. No son más que una raza decadente, viejos que sólo piensan en el placer, mientras el resto del mundo sufre, parásitos que ni siquieran piensan en tener hijos.
Así caeran. Así caeran.
¿Debemos extrañarnos de que el odio haya arraigado con tanta fuerza en esas tierras?
viernes, 27 de mayo de 2005
En el valle del Nilo (y 2)
Cada año, hordas de turistas invaden Egipto, pero ¿Qué país es el que ven?
Se les encierra en los cruceros, los cuales marchan en fila, uno tras otros, una armada del placer, a lo largo del cauce, parándose todos buques a la misma hora y en el mismo sitio, para ocupar uno de los templos que jalona la ruta, y atronar su espacio con el estruendo de las voces, apestarlo con el hedor de los cuerpos.
Ése es todo el Egipto que ven, el de las visitas programadas y apresuradas, el casi tampoco ven, abrumados por el calor, aplastado por el sol, confundidos por la ignorancia de los guías. Excepto esos momentos, siguien viviendo en el país del que partieron, no en Egipto.
El crucero es una cárcel, de la cual está prohibido salir, incluso cuando se atraca, porque fuera espera el peligro, porque fuera no hay nada excepto calles polvorientas, casas a punto de derrumbarse, gentes incultas y miserables. Los hoteles también son prisiones, separadas por altos muros, dotadas de todas las comodidades, piscina, amplias habitaciones, abundante comida, aire acondicionado que son normales en los países de origen, pero desconocidas para los naturales.
Encerrados allí dentro, viendo, sin ver, sólo un país que hace mucho que desapareción, fascinados por el paísajes, pero olvidando a los que habitan en él, similares a sus ojos a los insectos, invisibles a menos que molesten, el turista nunca llega a emprender su viajes, la música que escucha es la misma que en su país, las lenguas familiares, la comida conocida y sabrosa, las diversiones las esperadas, el exotismo, el de la fiesta de disfraces, su información, la filtrada oficialmente.
Volverá a su patria, con una sonrisa en la boca. Optimista, seguro del futuro. El mundo es un remanso de paz, no hay tensiones entre las diferentes culturas, todas son iguales, la misma.
Idénticas a la mía, a mi terruño, la única que conozco, la única que me preocupo en conocer.
Se les encierra en los cruceros, los cuales marchan en fila, uno tras otros, una armada del placer, a lo largo del cauce, parándose todos buques a la misma hora y en el mismo sitio, para ocupar uno de los templos que jalona la ruta, y atronar su espacio con el estruendo de las voces, apestarlo con el hedor de los cuerpos.
Ése es todo el Egipto que ven, el de las visitas programadas y apresuradas, el casi tampoco ven, abrumados por el calor, aplastado por el sol, confundidos por la ignorancia de los guías. Excepto esos momentos, siguien viviendo en el país del que partieron, no en Egipto.
El crucero es una cárcel, de la cual está prohibido salir, incluso cuando se atraca, porque fuera espera el peligro, porque fuera no hay nada excepto calles polvorientas, casas a punto de derrumbarse, gentes incultas y miserables. Los hoteles también son prisiones, separadas por altos muros, dotadas de todas las comodidades, piscina, amplias habitaciones, abundante comida, aire acondicionado que son normales en los países de origen, pero desconocidas para los naturales.
Encerrados allí dentro, viendo, sin ver, sólo un país que hace mucho que desapareción, fascinados por el paísajes, pero olvidando a los que habitan en él, similares a sus ojos a los insectos, invisibles a menos que molesten, el turista nunca llega a emprender su viajes, la música que escucha es la misma que en su país, las lenguas familiares, la comida conocida y sabrosa, las diversiones las esperadas, el exotismo, el de la fiesta de disfraces, su información, la filtrada oficialmente.
Volverá a su patria, con una sonrisa en la boca. Optimista, seguro del futuro. El mundo es un remanso de paz, no hay tensiones entre las diferentes culturas, todas son iguales, la misma.
Idénticas a la mía, a mi terruño, la única que conozco, la única que me preocupo en conocer.
miércoles, 25 de mayo de 2005
En el valle del Nilo (y 1)
Cerca de Asuán, el valle del Nilo es muy estrecho y las arenas del desierto casi llegan a la orilla. Frente a uno, si se navega por el río, Egipto se convierte en una pintura abstracta. El negro profundo de las aguas, el turquesa de las zonas cultivadas, el oro del desierto, el azul inmutable de los cielos. Cuatro estrechas franjas en las que desarrollarse la comedia humana.
¿Cómo eran, qué pensaban aquellas gentes? En aquel tiempo no había dioses celosos y universales, que reclamasen el dominio del mundo y urgiesen a los suyos a conquistarlo para sí. Cada ciudad tenía sus propios dioses, suyos y de ninguna otra, cuya misión era proteger y defender a sus hijos frente a los de los otros dioses. Adorados y representados en cientos de formas y encarnacionas, distintas en cada población, pero que a los habitantes de aquel pasado no les provocaban extrañeza, puesto que reconocían en ellos a las mismas ideas en las que creían, y ante las que no les importaba arrodillarse.
Cientos de dioses y cientos de génesis para explicar el mundo. Todos contradictorios, todos excluyentes, todos paradójicos, pero que la gente de aquellos tiempos no intentaba rechazar para quedarse con uno, sino que tomaba de aquí y de allá lo que más le interesaba, buscaba integrarlo para conseguir algo nuevo, algo más completo, algo más cercano a esa esencia de la divinidad
Entra ellas, la teogonía de Heliopolis, la de su dios/padre Toth, que imagino primero todas las cosas del mundo antes de que existieran y que las que fue creando con sólo pronunciar su nombre. El poder tremendo de la palabra escrita, del jeroglifico (hieros-glifos, dibujo sagrado) capaz de tomar vida propia por si solo, y que llevo a los egipcios a desmembrar en las inscripciones de las tumbas todos los signos que representaban animales peligrosos, para que no cobrasen vida y dañasen al difunto.
El mismo afán que les llevo a cubrir cada centímetro de los templos con imágenes que recogían cada detalle del mundo, de forma que al leerlos se recrease el mundo y se mantuviese un día más, sin que hiciese falta necesario leerlos, que solamente el estar en el templo sirviera de garantía para el universo, que duraría mientras los templos se mantuvieran en pie.
Pero este es el arte oficial, el arte destinado para los dioses, para su vicario el faráon, para sus servidores los sacerdotes. El arte de la propaganda, ante el cual los turistas se amontonan, son amontonados, sin entender una palabra.
Hay otro arte, basta apartarse un poco de los itinerarios normales, basta acercarse a la colonia de artistas en el valle de los reyes, o las tumbas de los nobles, para encontrar allí, enterrada, petrificada, hecha eterna, la vida cotidiana de esas gentes, la vida que esperaban seguir disfrutando tras la muerte.
Los frescos jardines, los tranquilos estanques, las danzarinas, los músicos y sus intrumentos, la comida al fresco de la tarde, las actividades cotidianas, la cosecha, la siembra, el pastoreo del ganado, la fabricación del pan y la cerveza, la pesca en el río y la caza en los cañaverales, los aves acuáticas en los juncales, los peces nadando en el río.
Casi más real que el mundo de afuera.
¿Cómo eran, qué pensaban aquellas gentes? En aquel tiempo no había dioses celosos y universales, que reclamasen el dominio del mundo y urgiesen a los suyos a conquistarlo para sí. Cada ciudad tenía sus propios dioses, suyos y de ninguna otra, cuya misión era proteger y defender a sus hijos frente a los de los otros dioses. Adorados y representados en cientos de formas y encarnacionas, distintas en cada población, pero que a los habitantes de aquel pasado no les provocaban extrañeza, puesto que reconocían en ellos a las mismas ideas en las que creían, y ante las que no les importaba arrodillarse.
Cientos de dioses y cientos de génesis para explicar el mundo. Todos contradictorios, todos excluyentes, todos paradójicos, pero que la gente de aquellos tiempos no intentaba rechazar para quedarse con uno, sino que tomaba de aquí y de allá lo que más le interesaba, buscaba integrarlo para conseguir algo nuevo, algo más completo, algo más cercano a esa esencia de la divinidad
Entra ellas, la teogonía de Heliopolis, la de su dios/padre Toth, que imagino primero todas las cosas del mundo antes de que existieran y que las que fue creando con sólo pronunciar su nombre. El poder tremendo de la palabra escrita, del jeroglifico (hieros-glifos, dibujo sagrado) capaz de tomar vida propia por si solo, y que llevo a los egipcios a desmembrar en las inscripciones de las tumbas todos los signos que representaban animales peligrosos, para que no cobrasen vida y dañasen al difunto.
El mismo afán que les llevo a cubrir cada centímetro de los templos con imágenes que recogían cada detalle del mundo, de forma que al leerlos se recrease el mundo y se mantuviese un día más, sin que hiciese falta necesario leerlos, que solamente el estar en el templo sirviera de garantía para el universo, que duraría mientras los templos se mantuvieran en pie.
Pero este es el arte oficial, el arte destinado para los dioses, para su vicario el faráon, para sus servidores los sacerdotes. El arte de la propaganda, ante el cual los turistas se amontonan, son amontonados, sin entender una palabra.
Hay otro arte, basta apartarse un poco de los itinerarios normales, basta acercarse a la colonia de artistas en el valle de los reyes, o las tumbas de los nobles, para encontrar allí, enterrada, petrificada, hecha eterna, la vida cotidiana de esas gentes, la vida que esperaban seguir disfrutando tras la muerte.
Los frescos jardines, los tranquilos estanques, las danzarinas, los músicos y sus intrumentos, la comida al fresco de la tarde, las actividades cotidianas, la cosecha, la siembra, el pastoreo del ganado, la fabricación del pan y la cerveza, la pesca en el río y la caza en los cañaverales, los aves acuáticas en los juncales, los peces nadando en el río.
Casi más real que el mundo de afuera.
lunes, 23 de mayo de 2005
Los ojos de los muertos (y 2)
En la misma exposición de la que hablaba antes, había otro objeto curioso. Una muñena hecha de cuerda enrollada, apenas un monigote con piernas y brazos cilíndricos, con un cuerpo también cilíndrico,con un engrosamiento por cabeza y unas cuantas cuentas azules simulando el cabello.
Tan humilde, tan falto de intencionalidad, tan prescindible, si no fuera por su antigüedad.
¿Para quién se hizo? ¿Por que se hizo?
¿Era un amuleto? ¿Alqo que se llevase siempre sobre sí, confiando que te protegiera? ¿Algo que no podía perderse, casi más valioso que la vida, porque traería la desgracia?
¿Era un hechizo? ¿La representación de otra persona? ¿Un medio de obligarla a que accediera a tus deseos? ¿La única forma de conseguir que lo imposible se transformara en posible?
¿Era lo que parece ser? ¿Una muñeca? ¿Un objeto creado con cariño y regalado también con ese mismo cariño? ¿Algo que ya de mayor, se contemplase con emoción, al encontrarlo de repente?
Fuera lo que fuera, sabemos donde ha sido encontrado. En una tumba, como casi todo lo que nos ha legado el antiguo Egipto.
Enterrado junto a su dueño, para que éste pudiera seguir disfrutando de ellos en el más allá, o para que le abriese las puertas cerradas en esta vida.
O bien depositado junto a la tumba de alguien cercano, como ofrenda, como medio de comunicación, como vía de mantenerse en contacto con los que ya habían desaparecido, para mostrar que se seguía pensando en ellos, para reclamar su ayuda en este mundo.
Tan humilde, tan falto de intencionalidad, tan prescindible, si no fuera por su antigüedad.
¿Para quién se hizo? ¿Por que se hizo?
¿Era un amuleto? ¿Alqo que se llevase siempre sobre sí, confiando que te protegiera? ¿Algo que no podía perderse, casi más valioso que la vida, porque traería la desgracia?
¿Era un hechizo? ¿La representación de otra persona? ¿Un medio de obligarla a que accediera a tus deseos? ¿La única forma de conseguir que lo imposible se transformara en posible?
¿Era lo que parece ser? ¿Una muñeca? ¿Un objeto creado con cariño y regalado también con ese mismo cariño? ¿Algo que ya de mayor, se contemplase con emoción, al encontrarlo de repente?
Fuera lo que fuera, sabemos donde ha sido encontrado. En una tumba, como casi todo lo que nos ha legado el antiguo Egipto.
Enterrado junto a su dueño, para que éste pudiera seguir disfrutando de ellos en el más allá, o para que le abriese las puertas cerradas en esta vida.
O bien depositado junto a la tumba de alguien cercano, como ofrenda, como medio de comunicación, como vía de mantenerse en contacto con los que ya habían desaparecido, para mostrar que se seguía pensando en ellos, para reclamar su ayuda en este mundo.
domingo, 22 de mayo de 2005
Los ojos de los muertos (y 1)
Hasta esta mañana, en el madrileño cuartel del conde duque, podía verse una exposición titulada, muy evocadoramente, Azules egipcios, dedicada en su mayor parte a objetos del antiguo Egipto, fabricados en cerámica vidriada de ese color.
Sin embargo, entre las piezas, ha venido un ejemplo de uno de los grandes enigmas de la historía y la arqueología, los retratos del Fayyum, realizados en Egipto durante la época romana. Enigma no en el sentido de misterio o leyenda, sino por el impacto emocional que presentan sobre nosotros, los espectadores de dos mil años después.
Los aficionados al arte, estamos aconstumbrados a la estatuaria oficial, a la pintura propándistica, aquella que idealiza y transfigura para transmitir una ideología, la del poder establecido. Erróneamente, que estas pizas sean las únicas que hayan permanecido tras milenios, nos hace creer que todo el arte es así, envarado, normativo, significante.
Hasta que nos encontramos con esto.
Los rostros de desconocidos, de personas olvidadas con el tiempo, que ha sido retratadas en toda su humanidad, en la fealdad que compartimos todos los humanos, en lo anodino de nuestros rostros. Tratados con un estilo sumario, casi impresionista, que provoca, por su inmediatez, la sensación de estar frente a esa persona, como si los milenios no hubiesen transcurrido. Impresión acrecentada por que nos miran directamente a los ojos, con los suyos muy abiertos, a punto de hablarnos, como pidiéndonos una respuesta que ellos no han encontrado, que nosotros no tenemos.
Los muertos nos miran. Estas pinturas no fueron pensadas para ser vistas por los vivos. Es cierto que muchas fueron realizadas en vida de los hombres que las encargaron, e incluso fueron expuestas en sus casas, pero sólo como recuerdo permanente de la muerte cercana. El día en que sus propietarios fallecierán, estas imágenes se depositarían sobre sus momias y enterradas con ellas. en un lugar donde sólo los seres del mundo podrían contemplarlas.
Y ahora nosotros los miramos, desde detrás del cristal protector de la vitrina.
¿Quiénes están realmente muertos? ¿Nosotros o ellos?
Sin embargo, entre las piezas, ha venido un ejemplo de uno de los grandes enigmas de la historía y la arqueología, los retratos del Fayyum, realizados en Egipto durante la época romana. Enigma no en el sentido de misterio o leyenda, sino por el impacto emocional que presentan sobre nosotros, los espectadores de dos mil años después.
Los aficionados al arte, estamos aconstumbrados a la estatuaria oficial, a la pintura propándistica, aquella que idealiza y transfigura para transmitir una ideología, la del poder establecido. Erróneamente, que estas pizas sean las únicas que hayan permanecido tras milenios, nos hace creer que todo el arte es así, envarado, normativo, significante.
Hasta que nos encontramos con esto.
Los rostros de desconocidos, de personas olvidadas con el tiempo, que ha sido retratadas en toda su humanidad, en la fealdad que compartimos todos los humanos, en lo anodino de nuestros rostros. Tratados con un estilo sumario, casi impresionista, que provoca, por su inmediatez, la sensación de estar frente a esa persona, como si los milenios no hubiesen transcurrido. Impresión acrecentada por que nos miran directamente a los ojos, con los suyos muy abiertos, a punto de hablarnos, como pidiéndonos una respuesta que ellos no han encontrado, que nosotros no tenemos.
Los muertos nos miran. Estas pinturas no fueron pensadas para ser vistas por los vivos. Es cierto que muchas fueron realizadas en vida de los hombres que las encargaron, e incluso fueron expuestas en sus casas, pero sólo como recuerdo permanente de la muerte cercana. El día en que sus propietarios fallecierán, estas imágenes se depositarían sobre sus momias y enterradas con ellas. en un lugar donde sólo los seres del mundo podrían contemplarlas.
Y ahora nosotros los miramos, desde detrás del cristal protector de la vitrina.
¿Quiénes están realmente muertos? ¿Nosotros o ellos?
viernes, 20 de mayo de 2005
Der Führer kommt!
Unos años más tarde de Leute am Sonntag, otra película quasi-documental ´se proyectaba en las patallas alemanas, se trataba de Der Triumph des Willens (El triunfo de la voluntad)de Leni Riefenstahl.
Llamarlo documental sería otorgarle una categoría que no tiene. En Leute am Montag siempre conocíamos cuando la cámara espiaba furtivamente la sociedad dec su tiempo y cuando se estaba procediendo a representar la realidad, en Der Triumph der Wille, todo estaba orquestado desde un principio, preparado para conseguir un efecto operístico, hasta las manifestaciones de júbilo popular, de forma que la película se transformaba en la representación de una representación, en un manifiesto político que pretendía substituir la realidad engañando al público con la supuesta objetividad de las imágenes, con la sinceridad de la cámara.
Nada hay más falso que una imagen, puesto que tras ellas siempre hay un ojo que mira, una inteligencia que escoge y desdeña, una intencionalidad que manipula.
No existe mejor ejemplo, que las imágenes del principio. La tesis de los nazis era que su movimiento era Alemania, que nada había más alemán que ellos y que todo lo alemán estaba comprendido en su ideología. Su ascenso al poder era inevitable, así lo había decidido el destino. Por ello toda la historia alemana, la cultura alemana por entero, llevaban forzadamente al nazismo, guardaban en sí su germen, prevaraban su advenimiento... y cualquier ejemplo, por pequeño que fuera, que pudiera contradecirlo, debía ser eliminado, arrancado de raíz, puesto que no podía ser alemán.
De este modo, a Leni y al movimiento, no les bastaba con mostrar a las multitudes alborazadas aclamando al Führer, ese epítome de todo lo alemán. Las piedras debían mostrar su entusiasmo, las estatuas debían volverse a su paso, los animales presentir la presencia del ser superior que todo lo gobernaba.
Tantas veces se repitió, que todos acabarón por creerlo, incluso aquellos alemanes que odiaban a Hitler y a pesar de eso amaban a su patria.
El nazismo sólo podía haber nacido en Alemania, sólamente Alemania podía haber creado el nazismo. Así ha quedado establecido.
De algún modo, él ha ganado la guerra.
jueves, 19 de mayo de 2005
Leute am Sonntag (y3)
Dos estremecimientos.
Lo que hay en la pantalla, aunque aparentemente tan cercano y real, tan cotidiano y confundible, son sólo sombras, espectros de personas largo tiempo muertas, tan olvidadas como los difuntos de hace milenios.
Tan muertos como los espectros andantes que, desde mi ventana, caminan por esta mi ciudad. Tan muertos como el reflejo que me devuelve el espejo.
Aún así parecen felices. Caminan, las sombras del pasado, las sombras del presenta, ajenas a su destino, cuidándose sólo de sus afanes coitidanos, preocupándose únicamente del círculo en el que han sido inscritos, satisfechos de esas nimiedas, como si quisieran ser una lección al mundo.
Pero no soy un turista en mi propia ciudad. Sé que detras del orden, de la armonía de las multitudes, se ocultan las tragedias y las miserias, y que por mucho que quiera engañarme, en todos los lugares será igual, en todos habrá disfraces de paraísos que ocultan destierros.
Tampoco soy un ignorante en historia, aquellas multitudes satisfechas que recorren el Berlín, preocupadas simplemente de pasear el domingo, de ir de Picnic, de bailar y reír, no durarán. El verano de Weimar está punto de terminar, el invierno de la crisis y el nazismo está cerca. Pronto, los grupos de paseantes, en busca del amor, serán substituidos por las columnas de soldados, cuya marcha hará retemblar las calles de toda Europa, portarán el odio y la destrucción por todo el continente, hasta que el reflujo la devuelva a Alemania, para convertirla en un inmenso campo de ruinas.
¿Qué diferencia hay entre ellos y nosotros? ¿Qué diferencia hay entre lo que veo desde mi ventana y lo que veo en la pantalla?
¿Qué puede surgir de esta mi tierra?
Lo que hay en la pantalla, aunque aparentemente tan cercano y real, tan cotidiano y confundible, son sólo sombras, espectros de personas largo tiempo muertas, tan olvidadas como los difuntos de hace milenios.
Tan muertos como los espectros andantes que, desde mi ventana, caminan por esta mi ciudad. Tan muertos como el reflejo que me devuelve el espejo.
Aún así parecen felices. Caminan, las sombras del pasado, las sombras del presenta, ajenas a su destino, cuidándose sólo de sus afanes coitidanos, preocupándose únicamente del círculo en el que han sido inscritos, satisfechos de esas nimiedas, como si quisieran ser una lección al mundo.
Pero no soy un turista en mi propia ciudad. Sé que detras del orden, de la armonía de las multitudes, se ocultan las tragedias y las miserias, y que por mucho que quiera engañarme, en todos los lugares será igual, en todos habrá disfraces de paraísos que ocultan destierros.
Tampoco soy un ignorante en historia, aquellas multitudes satisfechas que recorren el Berlín, preocupadas simplemente de pasear el domingo, de ir de Picnic, de bailar y reír, no durarán. El verano de Weimar está punto de terminar, el invierno de la crisis y el nazismo está cerca. Pronto, los grupos de paseantes, en busca del amor, serán substituidos por las columnas de soldados, cuya marcha hará retemblar las calles de toda Europa, portarán el odio y la destrucción por todo el continente, hasta que el reflujo la devuelva a Alemania, para convertirla en un inmenso campo de ruinas.
¿Qué diferencia hay entre ellos y nosotros? ¿Qué diferencia hay entre lo que veo desde mi ventana y lo que veo en la pantalla?
¿Qué puede surgir de esta mi tierra?
miércoles, 18 de mayo de 2005
Leute am Sonntag (y 2)
Hablaba anteriormente de la aparente falta de intencionalidad política de esta cinta, lo cual entra en contradicción con el hecho que la mayoría de sus creadores terminarían sus carreras en EEUU huyendo de la dictadura nazi. Evidentemente, no estamos tratando con un grupo de formalistas apolíticos que sólo se preocupan de reflejar la realidad, tal y cual es, o como la imaginan, sin intentar ver que hay más allá de las imágenes que capturan. Algo no casa en todo esto. No es el tipo de cine que esperaríamos de gente comprometida.
Esta paradoja tiene fácil solución. Al contrario de muchas cintas que se anuncián hoy en día como comprometidas, en las que un mensaje avanzado se ilustra con formas manidas, el ideario político de esta película se encuentra en su forma y estructura. Se trata de construir un cine para el pueblo y por el pueblo, creado por esa misma masa anónima y apreciado por esa misma masa, un cine que refleje la realidad y los problemas cotidianos, las vivencias y decepciones del hombre corriente.
Un cine que no busque el aplauso de autroproclamados círculos selectos o encerrarse en altas torres de márfil. Un cine que contenga el orgullo de la gente corriente, pero que no sea forzadamente proletario, gozoso en la bajeza y la vulgaridad, como muchas cintas de hoy en día. Sólo los ricos, los hijos de papá, los hastiados del lujo y la facilidad, encuentran placer en revolcarse en el barro y presumir luego de ello, una vez que vuelven a sus mansiones, mientras que aquellos que viven en la misería el día entero, sólo piensan en huir de ella.
Sueños. Sueños. Sueños. El trabajador, tras una dura jornada, no desea encontrarse de nuevo con su vida, no quiere que vuelvan a hurgar en la herida de su vida sin sentido, sin salidas, sin esperanzas, de la que existencia que malgasata día a día.
Así que al final, sólo vieron la película aquellos círculos selectos de los que se quería huir, y los mismos autores se construyeron su propia cárcel de oro. El público al que querían hablar les dio las espalda.
Su experimento se reveló un huevo huero.
Esta paradoja tiene fácil solución. Al contrario de muchas cintas que se anuncián hoy en día como comprometidas, en las que un mensaje avanzado se ilustra con formas manidas, el ideario político de esta película se encuentra en su forma y estructura. Se trata de construir un cine para el pueblo y por el pueblo, creado por esa misma masa anónima y apreciado por esa misma masa, un cine que refleje la realidad y los problemas cotidianos, las vivencias y decepciones del hombre corriente.
Un cine que no busque el aplauso de autroproclamados círculos selectos o encerrarse en altas torres de márfil. Un cine que contenga el orgullo de la gente corriente, pero que no sea forzadamente proletario, gozoso en la bajeza y la vulgaridad, como muchas cintas de hoy en día. Sólo los ricos, los hijos de papá, los hastiados del lujo y la facilidad, encuentran placer en revolcarse en el barro y presumir luego de ello, una vez que vuelven a sus mansiones, mientras que aquellos que viven en la misería el día entero, sólo piensan en huir de ella.
Sueños. Sueños. Sueños. El trabajador, tras una dura jornada, no desea encontrarse de nuevo con su vida, no quiere que vuelvan a hurgar en la herida de su vida sin sentido, sin salidas, sin esperanzas, de la que existencia que malgasata día a día.
Así que al final, sólo vieron la película aquellos círculos selectos de los que se quería huir, y los mismos autores se construyeron su propia cárcel de oro. El público al que querían hablar les dio las espalda.
Su experimento se reveló un huevo huero.
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