Tomas Struth |
De siempre, se ha venido diciendo como la pintura del siglo XIX tuvo reinventarse frente a la amenaza/reto que le había puesto el arte recién creado. No sé suele decir que en realidad, durante todo el siglo XIX, la fotografía fue una auténtica ancilla pinturae, sometida a la servidumbre de su hermana mayor. Los ojos con que nuestros antepasados decimónicos observaban y juzgaban cualquier imagen eran los de la pintura y el dibujo, de forma que una fotografía, para ser valorada y considerada, necesitaba ser ante todo pictórica, imitar lo que ya se había hecho en la pintura de paisajes o en el retrato, ser pintoresca, de género, en el sentido de la pequeña obra no devocional, destinada a decorar los ambientes burgueses.
La historia de la fotografía en el siglo XX, por el contrario, es una historia de emancipación, en la que el papel principal lo protagonizo ese concepto ambiguo que llamamos fotoperiodismo. La auténtica fotografía, la realmente valiosa, tenía que ser una captura del mundo, tal y como se manifestaba ante el fotógrafo, sin que éste la manipulase ni la compusiese, más allá de elegir el encuadre y apretar el disparador. Este afán por la verdad y la honestidad, por la espontaneidad y sinceridad, resumido en la casualidad feliz que conseguía atrapar un instante único antes de que ser perdiera en el tiempo, llego a un extremo de depuración, de pureza, en la que cualquier manipulación a posteriori de esa imagen - recortarla o modificar su colorido - quedaba automáticamente prohibida, como intento burdo de prestar a la realidad lo que no estaba en su esencia, convirtiéndola en una mentira, peor que eso, en una traición.
Tan entrelazado y asumido estuvo ese modo con la esencia de la fotografía, que incluso llegó a saltar a otras artes hermanas como el cine, en las que reiteradamente, desde los años sesenta, se ha venido proponiendo una vuelta a unos orígenes soñados, en los la cámara no era otra cosa que una ayuda del ojo, mejor dicho, un modo nuevo de reaprender a ver, y por eso mismo, desprovisto de todo artificio y pretensiones.
Ohri Gersht |
Mucho ha llovido desde entonces. En este tiempo, la pintura dejo de ser figurativa o al menos de intentar inspirarse en una realidad. El progreso constante del modernismo, de ismo a ismo, en una ascensión constante hacia la liberación completa y absoluta del arte, acabo perdido en el erial que él mismo había contribuido a crear. En su lugar, florecieron las obscuras y malsanas plantas del postmodernismo, en cuyo jardín la belleza no tine lugar, puesto que no es más que una ilusión que nosotros mismos nos fabricamos, y todo es igual de válido y de necesario, de las malas hierbas a los árboles milenarios.
De repente, esa pintura que había sido la fatal enemiga de la fotografía en sus inicios se había convertido en un objeto de museo, cadáver embalsamado expuesto en un lujos mausoleo. Inofensivo e inócuo, al que se podía imitiar y copiar sin que de ello redundase daño alguno, puesto que ahora, pasados tantos años, volvía a ser lícito pintar retratos, bodegones, paisajes, con la cámara, en vez de con el pincel. Utilizar encuadres que remitían a la artificialidad de esa otra arte, manipular los resultados con la ayuda de la nuevas tecnologías, romper, hacer añicos esa esencia, la de la realidad capturada, que hasta hacía nada había sido el santo y seña de la expresión fotográfica.
Pero por supuesto, no se trataba de una vuelta al pasado. En historia, en el arte, todos los caminos que llevan atrás están vedados, cerrados y clausurados. Aunque queramos ser conservadores y restaurar las glorias desaparecidas, siempre estaremos haciendo arte contemporáneo, nos guste o no. Por ello, todos estos fotógrafos no fotográficos, cuando volvían a ser pictóricos, no podían/no pueden olvidar las consecuencias, las enseñanzas del postmodernismo, y su mirada es irónica, cuando no derogatoria, en la que se muestra la falsedad, la mentira, de esas obras maestras que cuelgan en las paredes de nuestros museos.
Mirada que se convierte así mismo en contradictoria, puesto que en ese proceso se convierten también en objeto precioso, en modelo de artistas. En cadáver y luego en fósil, en definitiva.
Beate Gutschow |
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