Durante esta revisión de la filmografía de Ozu he comentado en varias ocasiones que una de las principales dotes de este director es su instinto para la comedia. En su caso, este concepto debe entenderse al sentido antiguo, no como una acumulación de gags inconexos con los que entretener al público y empalmar carcajada tras carcajada, sino como un medio de construir una situación y unos personajes íntimamente entrelazados por equívocos y confusiones. El modo cómico constituye así una vía perfecta para romper la barrera entre público y representación, puesto que su manera fácil y amable, inocente y sin pretensiones, se convierte el cebo perfecto para atrapar a la audiencia y conseguir que se crea a unos actores que se comunican a gritos sin reparar en decenas de mirones agazapados entre las sombras.
Esa habilidad para construir mundos verosímiles, próximos al espectador que es tan natural en Ozu - se quiera lo que se quiera, Ozu no es un autor críptico, sus tramas y sus personajes eran más que transparentes para los espectadores de los cuarenta y cincuenta - llega a una perfección casi absoluta en la película que he visto este fin de semana, Ukigusa (hierbas flotantes) de 1959. La primera hora de esta cinta, que gira alrededor de una compañía de teatro itinerante, embarrancada en uno de los pueblos que visita, es un ejemplo perfecto de como hacer comedia y, sobre todo, de la fuerza y eficacia que ese modo, tan despreciado por críticos y conaisseurs, tiene en manos de un maestro.
Durante esa hora mágica, la película no tiene una historia visible, ni parece moverse hacia ningún objetivo. Esta indecisión, que en otras obras sería un defecto de primera categoría, se convierte en su principal delicia. Ozu se esfuerza en presentar e individualizar a los diferentes componentes de la compañía de teatro y, sobre todo, en como esa barrera entre actores y público, se rompe una vez terminada la representación, cuando inevitablemente acaban mezclándose con la gente entre la que habrán de vivir toda una temporada. Central en esa descripción, es el acento puesto en un trío de actores, auténtico trío calaveras, que se esfuerzan encontrar un nuevo amor en ese puerto, con consecuencias más que hilarantes, en parte por su pasmosa falta de habilidad en esas lides - el único que consigue algo es precisamente con las prostitutas oficiales de la comunidad - y las múltiples zancadillas que se ponen entre sí, ejemplo perfecto del modo antiguo de la comedia en el que la risa - y la sonrísa - surgía de las relaciones entre personajes y no se forzaba sobre ellos.
Por un momento, parece que la película se va a quedar únicamente ahí, en esa descripción humorística y cómplice de las andanzas de los cómicos ambulantes, entrelazando diversas peripecias argumentales, pero sin conceder la primacía a ninguna, como en eso que últimamente se ha empezado a llamar película coral. Sin embargo, poco a poco, una de ellas toma protagonismo y se adueña de la película, precisamente la historia, que como es habitual en Ozu, trata de padres e hijos, en esta ocasión de hijos naturales a quienes no se les ha contado quienes son sus padres. De forma gradual asímismo, esta situación va tomando un carácter cada vez más dramático, a medida que los personajes empiezan a descubrir la red de mentiras en las que están envueltos y toman represalias los unos con los otros, hasta que los rasgos de comedia dominantes en el principio acaban por desaparecer por completo.
Dicho así, podría pensarse que hay una cierta disonancia, una discrepancia insalvable entre ambas secciones de la película, que podrían parecer independientes, pegadas la una a la otra sin razón alguna. El genio de Ozu estriba en que ese fenómeno no ocurre sino que la transición del drama a la comedia, de la película coral al film casi de cámara se obra con esa elegancia, con esa suavidad y fluidez que sólo se hallan al alcance de un auténtico maestro. Por supuesto, ese milagro no es un tal milagro, ni obedece a una casualidad afortunada, sino que se debe a que Ozu ha ido sembrando las semillas, haciendo creíbles y posibles a personajes y ambientes, así como sus reacciones al menor desequilibrio que les desvíe de sus órbitas habituales, en este caso el derrumbe del castillo de naipes formado por esas mentiras que sus propagadores y sostenedores pensaban sólido y permanente.
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