Para el nacionalismo imperial japonés, el país debía configurarse a la manera de un pasado ideal inexistente, en el que el individuo se disolviera en el esfuerzo por conseguir la hegemonía sobre el continente asiático, de forma que las mujeres quedasen reducidas a máquinas de producir hijo, mientras que los hombres estuvieran dispuesto a morir sin pestañear a la mayor gloria de un emperador que no era otra cosa que un títere. La obligación de mostrar explícitamente esta ideología en todos los filmes producidos en el Japón, bajo pena de no ser aprobados por la censura militar, tuvo efectos deletereos en la carrera de muchos directores, no sólo por tener que adaptar su estilo y sus ideas a lo que sus nuevos amos les solicitaban, sino porque sobre todos ellos pendía la amenaza de ser represaliados si no contemporizaban, bien con la cárcel, bien con el envío al frente de batalla, como descubrieron a su pesar Ozu y Yamanaka.
Al final todos tuvieron que inclinar la cabeza, en mayor o menor medida, y aunque admiremos muchas obras de ese periodo - algunas auténticas obras maestras como Zangiku monogatari, Historia del último cristantemo, y Genroku chūshingura, Los 47 Ronin, ambas de Mizoguchi - su contenido ideológico, nacionalista y militarista llega a ser intragable. De hecho, el mayor problema que queda abierto sobre el cine de esta época, es hasta que punto directores míticos como Ozu o Mizoguchi llegaron a compartir los ideales que tenían que plasmar en los encargos del gobierno militar. ¿Fue aceptación plena? ¿Cobardía? ¿Resistencia - y supervivencia - silenciosa?Nos faltan testimonios y lo que su obra deja traslucir es demasiado contradictorio para que podamos llegar a una conclusión, sin contar con que quizás no queramos encontrar ciertas respuestas.
Hace unas semanas comenté Todake no Kyodai (Hermanos y hermanas de la familia Toda) obra rodada en 1941 por Yasuhiro Ozu, que en ciertos aspectos es un adelanto de la magistral Tokyo Monogatari. Lo único que afea a ese intento temprano es la conclusión, en la que uno de los hijos - reformado tras su estancia en las tierras conquistadas por la expansión imperial - pone de vuelta y media al resto de la familia, en una escena que no puede ser más impropia de un Ozu caracterizado por sus silencios y su repugnancia por todo subrayado fílmico. Chichi Ariki (Había un padre), rodada un año más tarde, en 1942, es un Ozu bastante menor, ya que en él no se realiza ningún intento por disimular el contenido propagandístico. De hecho, si parece no serlo tanto, es porque la censura americana eliminó las escenas más explícitas de propaganda del régimen derrotado en el conflicto.
De principio a fin, la película es una exaltación de las virtudes que debían regir la vida de los japoneses en tiempo de guerra. Básicamente, sacrificio, sacrificio y más sacrificio, unido a la aceptación del puesto que te había sido asignado en la sociedad, como si todo japonés fuera un soldado más en la lucha por la consecución del imperio y la derrota de los occidentales. Puede sorprender este énfasis, no tan aparente en la película del año anterior, pero hay que recordar que la sociedad japonesa en 1942 estaba borracha de victorias, las de los seis meses entre diciembre de 1941 y junio de 1942, mientras que desconocía aún las derrotas cataclísmicas que sus fuerzas armadas habían sufrido en Midway y Guadalcanal, las cuales prácticamente aseguraban la derrota final del Japón. No es de extrañar por tanto que se hiciera un elogío de las (supuestas) virtudes que habían llevado al Japón a su mayor gloria y que al mismo tiempo, por iniciativa de los pocos en el secreto, se intentase preparar a la población para lo peor, en la esperanza de que el sacrificio extremo fuera capaz de salvar al país.
Ambas tendencias son más que visibles en la obra coétanea de Mizoguchi, Genroku chūshingura, pero en el caso de Ozu se nota una cierto desapego con lo que le obligan a contar. Básicamente, la anécdota de la película de Ozu se basa en mostrar cómo el deber obliga a un padre y a un hijo a vivir separados toda su vida, situación que ambos acaban por aceptar y que termina por convertirse en motivo de orgullo. Puede suponerse lo satisfechos que los censores militares se sentirían con esta historia, pero en el modo en que Ozu la cuenta, si insinñua muy sutilmente algo muy distinto.
Simplemente que esa obsesión con el deber es poco menos que inhumana, una condena a la que nadie debería ser sometido, puesto que ambos protagonistas, padre e hijo, dejaron escapar sus vidas sin haberse conocido, sin haber disfrutado de su compañía.
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