Mais la variété des défauts n'est pas moins admirable que la similitude des vertus. La personne le plus parfaite a un certain défaut qui choque ou qui met en rage. L'une est d'une belle intelligence, voit tout d'un point de vue élevé, ne dit jamais de mal de personne, mais oublie dans sa poche les lettres les plus importantes qu'elle vous a demandé elle-même de lui confier, et vous fait manquer ensuite un rendez-vous capital, sans vous faire d'excuses, avec un sourire, parce qu'elle met tout sa fierté à ne jamais savoir l'heure. Un autre a tant de finesse, de douceur, de procédés délicats, qu'il ne vous dit jamais de vous-même que les choses qui peuvent vous rendre heureux, mais vous sentez qu'il tait, qu'il en ensevelit dans son cœur, où elles aigrissent, de toutes différentes, et le plaisir qu'il a vous voir lui est si cher qu'il vous ferait crever de fatigue plutôt que de vous quitter. Un troisième a plus de sincérité, mais la pousse jusqu'à tenir a ce que vous sachiez, quand vous vous étiez excusé sur votre état de santé de ne pas être allé le voir, que vous avez été vu vous rendant au théâtre et qu'on vous a trouvé bonne mine, ou qu'il n'a pu profiter entièrement de la démarche que vous avez fait pour lui, que d'ailleurs déjà trois autres lui ont proposé de faire et dont il ne vous est ainsi que légèrement obligé. Dans les deux circonstances, l'ami précédent aurait fait semblant d'ignorer que vous étiez allé au théâtre et que d'autres personnes eussent pu lui rendre le même service. Quant à ce dernier ami, il éprouve le besoin de répéter ou de révéler à quelqu'un ce qui peut le plus contrarier, est ravi de sa franchise et vous dit avec force: "Je suis comme cela".
Marcel Proust, À l'ombre des jeunes filles en fleurs.
Pero la variedad de los defectos no es menos admirable que el parecido de las virtudes. La persona más perfecta tiene algún defecto que sorprende o provoca la cólera. Uno de ellos es de gran inteligencia, observa todo desde lo alto, no habla mal de nadie, pero olvida en el bolsillo las cartas más importantes, ésas que el mismo os a pedido que le confiéis, y os hace perder una cita capital, sin excusarse, con una sonrisa, porque todo su orgullo está en no saber nunca la hora. Otro tiene tanta finura, tanta dulzura, un trato tan delicado, que sólo os cuenta aquello que puede alegraros, pero se percibe que calla, que entierra en su corazón, donde se agrían, otras cosas muy diferentes, y el placer que tiene en veros es tan grande que os matará de fatiga antes de dejaros. Un tercero es más sincero, pero lo lleva al extremo de hacer que sepáis, cuando os habéis excusado por razones de salud de no haberle visitado, que os han visto yendo al teatro y que teníais buena cara, o que el no ha hecho uso del trámite que habíais preparado, porque otras tres personas ya le habían propuesto hacerlo y que por tanto, no os debe nada. En estas dos circunstancias, el amigo anterior habría fingido saber que habíais ido al teatro y que otras personas podrían hacerle el mismo servicio. Mientras el último amigo, el siente la necesidad de repetir o de revelar a cualquiera aquello que puede contrariarle, se enorgullece de su franqueza y os dice a la cara: "Yo soy así".
En esta relectura del ciclo de À la recheche du temps perdu, estoy haciendo el esfuerzo de conocer las circunstancias que llevaron a la génesis de las novelas de Proust. Ha sido toda una sorpresa, ya que mi falsa idea era que el plan general estaba en pie desde un principio, mientras que el largo proceso de maduración y elaboración, de más de una década (1909-1922) produjo que el resultado final fuera muy distinto al que Proust tenía en mente al principio.
No voy a entrar en la larga metamorfosis del ensayo filosófico Contre Sainte-Beuve en el primer borrador de À la recherche. Lo que sí quiero señalar es que cuando Proust, hacia 1912, tiene ya la primera versión completa, el ciclo iba a contar únicamente de dos novelas, cada una de 700 páginas de extensión. El retraso en encontrar un editor - historia famosa y archisabida - y el requisito impuesto por Grasset de que la primera novela debía tener un tamaño más manejable, provocaron cambios dramáticos en el plan de Proust. Por una parte, el retraso de un año le permitió volver sobre lo aún no escrito, para refinarlo y aumentarlo, mientras que la petición de Grasset, transformó las dos novelas en una trilogía, dando origen a la actual À l'ombre des jeunes filles en fleurs, que recogía y continuaba lo que no había podido figurar en origen en Du Côte de Chez Swann.
Dos nuevos factores vendrían a trastocar este último plan. Por una parte, À l'ombre des jeunes filles en fleurs sería publicada en 1914, justo antes del estallido del conflicto mundial. La guerra impondría un largo paréntesis a la publicación de su novela, lo permitió a Proust seguir trabajando obsesivamente en ella, en un creciemiento casi sin control y que sólo fue interrumpido por su muerte. Por otra parte, en diciembre de 1913, el amante en ese tiempo de Proust y transcriptor del manuscrito de À la recherche, Alfred Agostinelli, abandona al escritor, en una huida que sólo terminará con la muerte de Agostinelli en mayo de 1914. Este episodio será reutilizado por Proust en la creación del personaje de Albertine, inexistente hasta ese entonces,, de manera que muchos de los episodios de ese año de relación/huida, acabarán siendo transmutados en los dos últimos tercios del ciclo novelístico.
La consecuencia, aparte de la inclusión del personaje de Albertine y su relación con el protagonista, que ahora nos parece esencial e inseparable de À la Recherche, fue que el ciclo de tres novelas mutó primeramente en cinco y luego en las siete que conocemos, aunque las últimas tres quedaran en estado de borrador más o menos completo. Volviendo a las novelas primeras, estas metamorfosis provocadas por el azar explican el final un tanto abrupto y desequilibrado de Du Còte de Chez Swan, a mitad del amor del protagonista por Gilberte, pero también vienen a explicar, en parte, la profunda disonancia que existe entre el nombre de la siguiente novela, À l'ombre des jeunes filles en fleurs.
Para un lector no avisado, ese título tan romántico y evocador vendría a expresar la crónica del despertar amoroso del protagonista. Un relato que, en otras plumas menos aguzadas y sobre todo más rutinarias, se habría tornado en un relato retrospectivo en el que se lamentase la perdida del vigor y la ilusión de la juventud. Un periodo de tiempo que sería revestido, adornado, con los ropajes y joyas más hermosas, sin importar que esta mirada melancólica fuera fiel reflejo o no de la realidad pasada. En la manera de Proust, ese recuerdo de la juventudo es especialmente agrio, e irónico, no porque se lamente la pérdida de una supuesta edad de oro, aunque algo hay de eso, sino porque, siguiendo la tradición de un Flauber en L'éducation Sentimentale, se trata ni más ni menos que el registro de un largo e inevitable desengaño.
Para el protagonista de À l'ombre des jeunes filles en fleurs, la juventud, entendida como salida al mundo, descubrimiento de su estructura y funcionamiento, no es sino el encuentro con una frustración tras otra, seguida de los intentos de negociación posteriores, ya que, nos guste o no, hay que seguir viviendo. El amor con Gilberte se transforma pronto en un laberinto de celos y malentendidos, que, intuimos, nosotros y el narrador, sólo existente en la mente del protagonista, de forma que al final, en esa paradoja tan querida de los escritores realistas, es el propio enamorado el asesino de su propia felicidad.
Por otra parte, el mundo del arte, de la creación, se revela doblemente huero. Los encuentros con el ideal soñado, la Berma en el teatro, Bergotte como persona en la literatura, la iglesia de Balbec, se revelan tan lejos de los imaginado que acaban por terminar disociados de ellos mismos, traidores en su materialidad, en su propia existencia, de lo que otros habían visto y transmitido, de las ideas y descripciones que el protagonista había recibido y asumido erróneamente como la verdad, como la manera unica y obligatoria de sentir, no como lo que otros habían experimentado y que no tenía que coincidir con la suya.
Unido a esto, se halla la incapacidad creativa del protagonista, el continuo postponer del inicio de su actividad artística, que cada vez le parece más improbable y a la que no encuentra tiempo para dedicarle. Porque ese tiempo, esa vida que no nos damos cuenta que malgastamos irremediablemente, se consume en ser en la sociedad, en relacionarse con gentes cuya amistad, a pesar del placer y del honor que nos producen, en el fondo es completamente intrascendente, sin beneficio alguno, puesto que al final, próxima la muerte, lo único que quedar es el olvido, independientemente de cuanto hayamos podido amarnos y con qué intensidad.
Marcel Proust, À l'ombre des jeunes filles en fleurs.
Pero la variedad de los defectos no es menos admirable que el parecido de las virtudes. La persona más perfecta tiene algún defecto que sorprende o provoca la cólera. Uno de ellos es de gran inteligencia, observa todo desde lo alto, no habla mal de nadie, pero olvida en el bolsillo las cartas más importantes, ésas que el mismo os a pedido que le confiéis, y os hace perder una cita capital, sin excusarse, con una sonrisa, porque todo su orgullo está en no saber nunca la hora. Otro tiene tanta finura, tanta dulzura, un trato tan delicado, que sólo os cuenta aquello que puede alegraros, pero se percibe que calla, que entierra en su corazón, donde se agrían, otras cosas muy diferentes, y el placer que tiene en veros es tan grande que os matará de fatiga antes de dejaros. Un tercero es más sincero, pero lo lleva al extremo de hacer que sepáis, cuando os habéis excusado por razones de salud de no haberle visitado, que os han visto yendo al teatro y que teníais buena cara, o que el no ha hecho uso del trámite que habíais preparado, porque otras tres personas ya le habían propuesto hacerlo y que por tanto, no os debe nada. En estas dos circunstancias, el amigo anterior habría fingido saber que habíais ido al teatro y que otras personas podrían hacerle el mismo servicio. Mientras el último amigo, el siente la necesidad de repetir o de revelar a cualquiera aquello que puede contrariarle, se enorgullece de su franqueza y os dice a la cara: "Yo soy así".
En esta relectura del ciclo de À la recheche du temps perdu, estoy haciendo el esfuerzo de conocer las circunstancias que llevaron a la génesis de las novelas de Proust. Ha sido toda una sorpresa, ya que mi falsa idea era que el plan general estaba en pie desde un principio, mientras que el largo proceso de maduración y elaboración, de más de una década (1909-1922) produjo que el resultado final fuera muy distinto al que Proust tenía en mente al principio.
No voy a entrar en la larga metamorfosis del ensayo filosófico Contre Sainte-Beuve en el primer borrador de À la recherche. Lo que sí quiero señalar es que cuando Proust, hacia 1912, tiene ya la primera versión completa, el ciclo iba a contar únicamente de dos novelas, cada una de 700 páginas de extensión. El retraso en encontrar un editor - historia famosa y archisabida - y el requisito impuesto por Grasset de que la primera novela debía tener un tamaño más manejable, provocaron cambios dramáticos en el plan de Proust. Por una parte, el retraso de un año le permitió volver sobre lo aún no escrito, para refinarlo y aumentarlo, mientras que la petición de Grasset, transformó las dos novelas en una trilogía, dando origen a la actual À l'ombre des jeunes filles en fleurs, que recogía y continuaba lo que no había podido figurar en origen en Du Côte de Chez Swann.
Dos nuevos factores vendrían a trastocar este último plan. Por una parte, À l'ombre des jeunes filles en fleurs sería publicada en 1914, justo antes del estallido del conflicto mundial. La guerra impondría un largo paréntesis a la publicación de su novela, lo permitió a Proust seguir trabajando obsesivamente en ella, en un creciemiento casi sin control y que sólo fue interrumpido por su muerte. Por otra parte, en diciembre de 1913, el amante en ese tiempo de Proust y transcriptor del manuscrito de À la recherche, Alfred Agostinelli, abandona al escritor, en una huida que sólo terminará con la muerte de Agostinelli en mayo de 1914. Este episodio será reutilizado por Proust en la creación del personaje de Albertine, inexistente hasta ese entonces,, de manera que muchos de los episodios de ese año de relación/huida, acabarán siendo transmutados en los dos últimos tercios del ciclo novelístico.
La consecuencia, aparte de la inclusión del personaje de Albertine y su relación con el protagonista, que ahora nos parece esencial e inseparable de À la Recherche, fue que el ciclo de tres novelas mutó primeramente en cinco y luego en las siete que conocemos, aunque las últimas tres quedaran en estado de borrador más o menos completo. Volviendo a las novelas primeras, estas metamorfosis provocadas por el azar explican el final un tanto abrupto y desequilibrado de Du Còte de Chez Swan, a mitad del amor del protagonista por Gilberte, pero también vienen a explicar, en parte, la profunda disonancia que existe entre el nombre de la siguiente novela, À l'ombre des jeunes filles en fleurs.
Para un lector no avisado, ese título tan romántico y evocador vendría a expresar la crónica del despertar amoroso del protagonista. Un relato que, en otras plumas menos aguzadas y sobre todo más rutinarias, se habría tornado en un relato retrospectivo en el que se lamentase la perdida del vigor y la ilusión de la juventud. Un periodo de tiempo que sería revestido, adornado, con los ropajes y joyas más hermosas, sin importar que esta mirada melancólica fuera fiel reflejo o no de la realidad pasada. En la manera de Proust, ese recuerdo de la juventudo es especialmente agrio, e irónico, no porque se lamente la pérdida de una supuesta edad de oro, aunque algo hay de eso, sino porque, siguiendo la tradición de un Flauber en L'éducation Sentimentale, se trata ni más ni menos que el registro de un largo e inevitable desengaño.
Para el protagonista de À l'ombre des jeunes filles en fleurs, la juventud, entendida como salida al mundo, descubrimiento de su estructura y funcionamiento, no es sino el encuentro con una frustración tras otra, seguida de los intentos de negociación posteriores, ya que, nos guste o no, hay que seguir viviendo. El amor con Gilberte se transforma pronto en un laberinto de celos y malentendidos, que, intuimos, nosotros y el narrador, sólo existente en la mente del protagonista, de forma que al final, en esa paradoja tan querida de los escritores realistas, es el propio enamorado el asesino de su propia felicidad.
Por otra parte, el mundo del arte, de la creación, se revela doblemente huero. Los encuentros con el ideal soñado, la Berma en el teatro, Bergotte como persona en la literatura, la iglesia de Balbec, se revelan tan lejos de los imaginado que acaban por terminar disociados de ellos mismos, traidores en su materialidad, en su propia existencia, de lo que otros habían visto y transmitido, de las ideas y descripciones que el protagonista había recibido y asumido erróneamente como la verdad, como la manera unica y obligatoria de sentir, no como lo que otros habían experimentado y que no tenía que coincidir con la suya.
Unido a esto, se halla la incapacidad creativa del protagonista, el continuo postponer del inicio de su actividad artística, que cada vez le parece más improbable y a la que no encuentra tiempo para dedicarle. Porque ese tiempo, esa vida que no nos damos cuenta que malgastamos irremediablemente, se consume en ser en la sociedad, en relacionarse con gentes cuya amistad, a pesar del placer y del honor que nos producen, en el fondo es completamente intrascendente, sin beneficio alguno, puesto que al final, próxima la muerte, lo único que quedar es el olvido, independientemente de cuanto hayamos podido amarnos y con qué intensidad.
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