viernes, 30 de agosto de 2013

A Proust Odissey: À l'ombre des jeunes filles en fleurs (y III)

Ce n'était peut-être pas, dans la vie, le hasard seul qui, pour réunir ces amies, les avait choisi tous si belles, peut-être ces filles (dont l'attitude suffisait à révéler la nature hardie, frivole et dure) extrêmement sensibles à tout ridicule et à toute laideur, incapables de subir un attrait d'ordre intellectuel ou moral, s'étaient-elles naturellement trouvées, parmi les camarades de leur âge, éprouver de la répulsion pour toutes celles chez qui des disposition pensives ou sensibles se trahissaient par de la timidité, de la gêne, de la gaucherie, par ce qu'elles devaient appeler "un genre antipathique", et les avaient-elles tenues à l'écart; tandis qu'elles s'étaient liées au contraire avec d'autres vers qui les attirait un certain mélange de grâce, de souplesse et d'élégance physique, seule forme sous laquelle elles pussent se représenter la franchise d'un caractère séduisant et la promesse de bonnes heures a passer ensemble. Peut-être aussi la classe à laquelle elles appartenaient et que je n'aurais pu préciser, était-elle à ce point de son évolution où, soit grâce à l'enrichissement et au loisir, soit grâce aux habitudes nouvelles de sport, répandues même dans certains milieux populaires, et d'une culture physique à laquelle ne s'est pas encore ajoutée celle de l'intelligence, un milieu social pareil aux écoles de sculpture harmonieuses et fécondes qui ne recherchent pas encore l'expression tourmentée produit naturellement, et en abondance, des beaux corps aux belles jambes, aux belles hanches, aux visages sains et reposés, avec un air d'agilité et de ruse. Et n'était-ce pas de nobles et calmes modèles de beauté humaine que je voyais là, devant la mer, comme des statues exposées au soleil sur un rivage de la Grèce?

Marcel Proust, À l'ombre des jeunes filles en fleurs 

Quizás no sólo era el zar de la vida quien, para reunir a estas amigas, las había escogido todas tan bellas, quizás estas jóvenes (cuya actitud bastaba para revelar su naturaleza orgullosa, frívola y dura), extremadamente sensibles a todo ridículo y a toda fealdad, incapaces de sentir una atracción de orden intelectual o moral, se habían encontrado entre ellas de forma natura, entre las camaradas de su edad, al sentir repulsión por todas aquellas cuyas inclinaciones meditativas o racionales se traicionaban por la timidez, el embarazo, la torpeza, por eso que ellas debían llamar "un carácter antipático" y las habían mantenido a distancia; mientras que ellas por el contrario se habían unido con otras a las que les atraía una cierta mezcla de gracia, de flexibilidad y de elegancia física, forma única en la que podían representarse con franqueza un carácter seductor y la promesa de buenas horas juntas. Quizás también, la clase a la que pertenecían y que yo no podía precisar, estaba en un punto de su evolución en el que, sea gracias a la riqueza y al ocio, sea por los nuevos hábitos deportivos, extendidos incluso en ciertos ambientes populares, y una cultura física a la que no se ha unido aún la de la inteligencia, un medio social semejante a esas escuelas de escultura fecundas y harmoniosas  que no buscan la expresión atormentada produce naturalmente y en abundancia, de cuerpos hermosos de bellas piernas, de bellas caderas, de rostros sanos y tranquilos, con un aire de agilidad y de treta. ¿Y no eran modelos nobles y serenos de la belleza humana lo que veía yo allí, ante el mar, como estatuas expuestas al sol en una orilla de Grecia?

Hablaba, en la entrega anterior, de como el protagonista de À la recherche..., en el viaje a Balbec que constituye la mayor parte de la narración de À l'ombre des jeunes filles en fleurs, recuperaba su fe en el arte, desmentida una y otra vez en las páginas anteriores, durante una visita al estudio del pintor Elstir.

Sin embargo, antes de esa visita había tenido lugar un suceso no menos importante, que anticipa y prepara ese fortalecimiento de las convicciones más profundas de Proust. Ocurre simplemente que para este escritor, para el protagonista de su ciclo novelístico, el arte, mejor dicho, la belleza no es algo que se encuentre encerrado en los libros, custodiado en los museos, sino que puede experimentarse, sentir su torbellino y arrebato en cualquier momento de nuestra vida. Basta con saber mirar. Basta con saber dotar de contenido, de significado a todos aquellos pequeños incidentes y visiones que de ordinario pasan inadvertidas. En cierta manera, ese mero acto de mirar con sentido  constituye ya un acto de creación artística, el requisito indispensable, aparte por supuesto, del trabajo, la dedicación y el esfuerzo, si se quiere realmente producir algo que realmente valga a la pena, que sepa conmover y transformar a nuestros semejantes.


La primera revelación de ese arte del mundo, de ese mundo obra maestra, tiene lugar en los primeros días de su estancia a Balbec, ante el espectáculo de una mar, de un cielo, eternamente renovados, invasores y omnipresentes, dotando de su color, de su aroma, de su ruido a todas y cada una de las construcciones y acciones humanas que comparten con ellos esa orilla de Normandía. Su poder, su influencia y fascinación, ocupan y se apoderan incluso de los espacios más privados, de la umbría habitación del hotel en la que Proust se aloja, lugar que acaba convertida en una extensión más de esos espacios infinitos e intemporales, un adorno más con que ellos se embellecen, una fracción más de su totalidad, sumergida y obediente a sus mismos ritmos, como el termina por suceder con el propio protagonista.

Sin embargo, esa belleza del mundo, no es simplemente mineral y acuática, insensible y estática. Existe una belleza viva, móvil, dotada de inteligencia y de palabra. Belleza con la que se puede convivir, a la que se puede poseer. Belleza humana, sometida al tiempo, efímera, destinada a marchitarse, pero no por ello  menos intemporal y perenne que la de la propia naturaleza.

El anuncio de ese tipo de belleza, anterior y explicación de su recreación mental en el estudio de Elstir, queda expresado en la larga procesión de la que el protagonista/Proust es testigo en uno de sus paseos por la playa. Se trata de las jeunes filles en fleurs, que el título de la novela nos había anunciado cientos de páginas atrás, pero que habían permanecido extrañamente ausentes de la historia en la que son protagonistas, o al menos centro indispensable, razón última, clave que permite explicar lo leído antes, lo que se leerá después. Su importancia es tal que durante páginas y paginas, decenas de ellas, Proust nos narra su aparición, su paso, su marcha final - del escenario marino, no de la mente del protagonista - como si ante nuestros ojos estuviera teniendo lugar un milagro un auténtica epifania, tan propia de tiempos medievales, como fuera de lugar en nuestro mundo moderno.

Por un instante, sólo por un breve instante, pero de esos que valen por toda una vida. Esas jóvenes dejan de ser ellas mismas, hijas de burgueses enriquecidos, vástagas de nuevos linajes que habrán de continuar, seres sujetos al envejecimiento y a la muerte, para convertirse en ideales vivientes - alcanzables - de la belleza absoluta, de la eterna juventud, plenitud de los cuerpos sanos y satisfechos desprovista de toda rebaba romántica y que sólo puede cobrar vida a pleno sol, cuando las sombras, la obscuridad y la enfermedad han sido desterradas para no volver jamás.

Así, como seres perfectos, como encarnación ideal de todo lo ansiado y soñado, sus exigencias son igual de imperiosas, irrenunciables y egoístas. Frente al avance de la playa de la belleza perfecta, de la juventud eterna, todo debe ceder y apartarse, especialmente, aquello recuerde a la vejez, a la fealdad, que debe ser desterradas inmediatamente de su presencia, pues esos defectos, aunque sean mínimos, bastan para ofender a la plenitud de su perfección. No caben excusas, no caben componendas, no caben excepciones ni dispensas, puesto que el poder y la justicia les pertenecen por derecho propio, su egoísmo tan racional y justo como el de la propia naturaleza, de la que han heredado la indiferencia hacia todos los inferiores, única forma y manera en que pueden dirigirse a ellos, manifestar su providencia y beneficencia.

Y así, el protagonista, Proust, nosotros los lectores, no podemos hacer otra cosa que mirar fascinados, cautivados ese espectáculo. Porque en verdad, Dios se ha encarnado y caminado entre nosotros, milagro del que somos testigos.


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