viernes, 1 de mayo de 2020

Esperando a que tiren la bomba (y XVIII)




























Al final, en esta enumeración de películas sobre el apocalipsis nuclear voy a poder incluir una película que había descartado al principio. Se trata de Pisma myortvogo cheloveka (Cartas de un hombre muerto), dirigida en 1987 por Konstantin Lopushansky, réplica soviética a la mucho más famosa The Day After (1983, Nicholas Meyer). Den las gracias a que la web de streaming donde la vi por pura causalidad -sólo estuvo disponible durante un tiempo muy limitado-, la ha vuelto a abrir de manera indefinida debido a la crisis de del coronavirus.

¿Por que hablo de reacción  contra The Day After? Si vivieron durante la guerra fría, sabrán que las dos potencias competían en todos los aspectos, desde el número de cabezas nucleares desplegadas hasta el de medallas conseguidas en las olimpiadas. La repercusión de The Day After fue de alcance mundial, superando a la de cualquiera de las otras películas que se estrenaron aquel año. Como ya les indiqué, por desgracia el tiempo ha puesto esta obra en su lugar, reduciéndola a un mero telefilme con ínfulas. Todo lo contrario de la magnifica Threads (Mick Jackson, 1984), que aún hoy tiene el poder para producir pesadillas

Con ese precedente, como puedan imaginar, la URSS no podía quedarse atrás.  Tenía que ser capaz de crear una película que retratase -y denunciase- el holocausto nuclear al igual que lo habían hecho los norteamericanos. Sin embargo, debía mostrar el punto de vista soviético y, ante todo, diferenciarse de manera radical del modelo melodramático, centrado en la familia, inherente al cine norteamericano. El resultado debía ser una película humanista y universal, dirigida a cualquier habitante del mundo con independencia de su origen y sus convicciones políticas. Más meditativa y filosófica, que se asomase sin miedo a las consecuencias de la posible extinción de la humanidad. También más artística, incluso esteticista, campo en el que el cine soviético -y en general el de los países del este-  superaba sin discusión al cine comercial americano.

El resultado, por desgracia, fue muy desigual. Su director, Lopushanky, fue elegido en su categoría de discípulo de Tarkovski, en cuya ausencia -estaba exiliado en Occidente desde principios de la década de los ochenta- parecía la única persona en la que se podría confiar un proyecto de esta categoría. Sin embargo, y pesar de la mayor libertad propiciada por la Perestroika de Gorbachov, enseguida tuvo problemas con la censura, agravados por la coincidencia de su rodaje con el accidente nuclear de Chernóbil. Como cualquier otras película del bloque del Este, la vigilancia ideológica por parte de las autoridades le impedía abordar con claridad cualquier tema polémico, mucho más aquéllos sospechosos de contener una crítica frente al sistema comunista. La solución era refugiarse en un simbolismo críptico, cuya ambigüedad tanto podía querer decir una cosa, como la contraria.

Por esa razón, el apocalipsis nuclear retratado en  Pisma myortvogo cheloveka se describe una vez que ya ha tenido lugar -el porqué y el cómo quedan ocultos en la penumbra-, revistiéndose además con las formas de la ciencia ficción, al modo, por ejemplo, en que los cómics de los años 70 y 80 nos habían acostumbrado. La razón de la catástrofe, por tanto, se torna intercambiable -nunca se nombra a lo largo de todo el metraje, por ejemplo, aunque sí se ve-, de manera que con pequeños cambios podría ser adaptable a cualquier otra: ecológica, pandemia, impacto meteorítico, etc. Adolece también del problema de que sus personajes son meros esbozos, fuera de ese escritor de cartas ya muerto y algún otro más, lo que provoca que cuando se les lleva a primer plano su intervención no tenga ninguna repercusión. Así ocurre en un discurso que se pretende pivote drámatico del desarrollo, pero que en su plasmación parece más bien un pegote, añadido ahí por necesidad.

Es una pena porque otras secciones son fascinantes, dejan entrever las alturas a las que podía haberse elevado esta cinta. Por poner un ejemplo, la cinta propone que tras la guerra mundial -y el consiguiente invierno nuclear- los supervivientes deben vivir aislados en sótanos y búnkeres, de los que sólo salen en casos de extrema necesidad, vestidos con trajes de protección y máscaras antigas. Las andanzas del protagonista por el exterior, en busca de medicinas en el mercado negro o de libros con los que continuar sus trabajos, son secciones centrales en la cinta, turbadoras, casi alucinatorias, al mostrar la paulatina degradación de los supervivientes y de las escasas estructuras sociales que aún los unen. No sólo por el carácter gris, tétrico y mortífero del mundo exterior, sino por la sensación de que esas escapadas son clandestinas, a espaldas de las autoridades.

Tanto porque, en el estado de guerra que se supone siguió a la guerra mundial, las fuerzas de seguridad tienen orden de disparar a matar -y luego quizás preguntar- a cualquiera que encuentren en el exterior, como porque es perceptible que las autoridades han comenzado a decidir quién sobrevivirá y a quién se le abandonará a su suerte. Destino que se expresa en un nebuloso búnker central, paraíso soñado o necrópolis futura, del que han sido excluido ancianos y niños sin progenitores.

Antes quienes sólo queda un futuro. El mismo que a los demás, pero mucho más cercano.

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