jueves, 13 de febrero de 2020

Esperando a que tiren la bomba (y XII)























































































En una entrada anterior, les contaba mi gran decepción con The Day After (El día después, 1983, Nicholas Meyer), obra de inmensa fama y quizás mayor repercusión en el desenlace de la Guerra Fria. Caso curioso, un años más tarde, en 1984, la BBC emitía una película con el mismo planteamiento e igual desarrollo: narrar con todo lujo de detalles una guerra termonuclear entre los Estados Unidos y la URSS, siempre desde el punto de vista de la población civil, en este caso la de la ciudad británica de Sheffield. Sin embargo, Threads (Hilos, Mick Jackson) se me había pasado completamente desapercibida, a pesar de pertenecer a un tiempo en el que no me perdía nada interesante que echasen por la tele y en el que estaba obsesionado con una posible Tercera Guerra Mundial. Ha sido sólo hace unos pocos años que supe de su existencia, por medio de algunos bloggers a los que admiró y que la ponían por las nubes.

Les confieso que, a pesar de esas buenas recomendaciones, me acerqué a ella con ciertos reparos. Tenía miedo de llevarme otra decepción o de encontrarme con una copia barata de The Day After,. No ha sido así, por suerte. Threads -y ésta es la única comparación que voy a hacerles- supera en todos los aspectos a su antecesora americana, llegando a ser, a pesar de la escasez de sus medios de producción, la gran película que aquélla no fue. En gran parte porque su claro modelo, al contrario de lo que sería de esperar, no es la producción de la ABC del año anterior, sino otra  de la BBC de la que ya les había hablado antes y que había sido archivada en 1966 dado lo descarnado de su contenido. Les hablo, por supuesto, de The War Game (El juego de la guerra) de Peter Watkins.

Al igual que The War Game, Threads adopta un carácter cuasidocumental. Una frialdad expositiva y un cierto desaliño, producto de un supuesto estar ahí, que ayuda, por contraste, a resaltar el horror inconcebible de lo que está siendo presentado en pantalla: el suicidio de la civilización, cuya narración se interrumpe unos quince años más tarde tras lanzadas las bombas. Un final abierto, pero desprovisto de cualquier esperanza. Se realiza así una disección del hundimiento completo de una  sociedad contemporánea, industrial y tecnificada, a la que las bombas nucleares hacen retroceder al menos tres siglos, a los comienzos de la revolución industrial en el siglo XVIII. Sólo que está vez sin los medios para volver a relanzarla, puesto que las materias primas se han agotado y el comercio exterior se ha interrumpido por completo, mientras que el saber científico y técnico se han ido evaporando a medida que morían los pocos que lo recordaban, sin poder transmitirlo. Las nuevas generaciones parecen haber sido dañadas sin remedio, intelectual y reproductivamente, por las inmensas cantidades de radiación -las correspondientes a 3000 megatones-, liberadas a la atmósfera.

Hay, por tanto, un claro afán didáctico, que se revela en periódicos insertos a modo de teletipo, aclarado aspectos -de política exterior, de decisiones militares, de condiciones medioambientales- que quedarían ocultos para la visión de los protagonistas del filme. Es, quizás, un pequeño defecto que puede distraer un tanto, pero que no detrae de la mayor fortaleza de la serie: contar con un guion ejemplar. Su solidez se basa en elementos muy simples, pero al mismo tiempo, bastante difíciles de alcanzar. Primero, una muy  ecesaria concentración dramática. Los personajes se reducen a dos familias normales, una de clase baja, la otra de media-baja, unidas por el futuro matrimonio de dos de sus hijos. A lo largo de la primera hora veremos como sus preocupaciones cotidianas, la preparación de esa boda, los conflictos internos de cada familia por separado, van perdiendo importancia, protagonismo, ante la escalada de la tensión bélica, para luego ser aplastadas en el instante que las bombas comiencen a caer.

Hay por tanto toda una gradación, una lógica interna que va guiando el desarrollo  de la historia y que cobrará una importancia capital luego, una vez desencadenado el apocalipsis, cuando esos personajes comiencen a morir uno tras otro. Unos de manera instantánea, en medio de la confusión y los estallidos, otros con gran lentitud y sufrimiento, a medida que las resultas, como el invierno nuclear, la radiactividad, la mala alimentación producto de las malas cosechas, las enfermedades sin tratamiento posible, se revelen deletéreas. Cada muerte importa, duele, se torna insoportable,  inaceptable, incluso las de quienes apenas hemos visto. Apariciones fugaces que se insertan en esa propia lógica interna de la historia, cuyo rigor obliga, por ejemplo, a introducir otro hilo narrativo. Uno que nos saque de la mera cotidianeidad, de la prisión en que cada uno nos encerramos con nuestros asuntos privados, y nos muestre un poco cómo las autoridades intentan reaccionar ante la catástrofe. Se trata de la historia del alcalde de Sheffield que debe improvisar un gabinete de crisis, preparado para tomar el control local tras el desastre nuclear. 

Una precaución que se revela como mal concebida e inútil. El ámbito del desastre es de tal categoría, tan inimaginable y tan devastador que todas las medidas son inefectivas e incompletas, cuando no contraproducentes. Los refugios antiatómicos, las precauciones contra la lluvia radiactiva, aconsejadas por la propaganda oficial el único efecto que tienen es el de prolongar la agonía de aquéllos a quienes debían proteger. Las autoridades, diezmadas y dispersas. desaparecen sin dejar rastro. No pueden ejercer su autoridad sin medios de transporte o de comunicación, con los hospitales transformados a casas de agonía, en donde ya no quedan medicinas, con las ciudades reducidas a escombros, contaminadas de manera irrecuperable por la lluvia radiactiva., El poder es ocupado por quienes tienen las armas y acceso a los pocos almacenes de provisiones: el ejército y la policía. Autoridades que, de manera paulatina y muy sutil, se desvanecen también, dejando a los protagonistas en medio de la nada, a expensas de cualquier arbitrariedad.

En un mundo que nada recuerda al anterior a la catástrofe, al que ya será imposible volver. Un nuevo estadio que, además es transitorio, puesto que deriva de manera ineluctable, hacia la extinción definitiva de la humanidad.
 

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