Es normal asignar a los artistas a sus escuelas nacionales. Al fin y al cabo, de ese substrato patrio provienen sus principales influencias, sin las cuales su obra sería incomprensible. Como mucho, se llega a hablar de escuelas internacionales, caso de aquéllas ciudades, como la Roma del XVII o el París del siglo XX, que acogieron a artistas de múltiples proveniencias, de cuyos intercambios cruzados, de sus múltiples fertilizaciones, habrían de surgir estilos nuevos, perspectivas imposibles de contemplar, mucho menos imaginar, desde el terruño.
Sin embargo, creo que en el siglo XX habría que añadir una categoría más: el del exilio. De rango similar al de un país, puesto que quienes se convirtieron en artistas exiliados acabaron por adquirir rasgos idénticos, incluso sin conocerse entre ellos ni recalar en los mismos países. ¿La razón? Que esos exilios fueron de naturaleza política. Siempre han existido artistas nómadas, que no encajaban en sus sociedades de origen, pero en el siglo XX -y además de forma multitudinaria- muchos artistas fueron extirpados de sus tradiciones culturales, obligados a aclimatarse en culturas que no habían elegido y en donde sólo la suerte -o la casualidad- les había ofrecido abrigo frente a la persecución. No es de extrañar que en todos ellos se refleje la amargura ante la arbitrariedad, el rencor frente a la injusticia, junto con el más profundo desánimo, imbricado e inseparable de una inquebrantable voluntad de lucha y denuncia.
Uno de estos ciudadanos del país del exilio fue Clement Moreau, cuyo nombre verdadero fue Carl Meffert. Nacido en 1903, su trayectoria biográfica parece un reflejo de la de la Alemania de entreguerras. Con una infancia muy difícil, rebotando de centro de acogida en centro de acogida dada su anómala situación familiar, pronto se involucró en política, adoptando posiciones de ultraizquierda. Justo en el momento en que el régimen del Kaiser Guillermo, debido a la derrota en la primera guerra mundial, se derrumbaba y dejaba paso a la república de Weimar. El vacío de poder que siguió propició varias intentonas revolucionarias, tanto por parte de la izquierda como por parte de la derecha, de las que los radicales de ésta última tendencia solían salir bastante bien librados. No fue el caso de Moreau quien, tras el fracaso de la intentona espartaquista, dio con sus huesos en la cárcel.
Tras salir de ella, comenzó una carrera artística, como dibujante y grabador, que tuvo mucho de vagabundeo, hasta verla truncada por la llegada de los nazis al poder. Dada su cercanía al partido comunista tuvo que poner tierra - mar, en su caso- de por medio, acabando por recalar en Argentina. Allí, con la colaboración de otros miembros de la diáspora alemana, participó como ilustrador en varias revistas dirigidas a los exiliados del nazismo, utilizando esas publicaciones como medio de denuncia contra el régimen que les había obligado a emigrar. Sería en ellas donde se publicarían, por entregas, los grabados que componen sus dos obras mayores: La comedia humana y el Mein Kampf ilustrado.
Para la primera, una de cuyas ilustraciones abre esta entrada, Moreau anuó dos técnicas que habían florecido con el advenimiento de las vanguardias europeas. Por un lado la xilografía, olvidada casi desde tiempos de Durero, pero cuya capacidad de oponer blancos y negros absolutos e irreconciliables, conjugados con una angularidad en la línea, propia de la talla sobre madera, permitieron a los expresionistas alemanes plasmar ese desasosiego existencial que para ellos imbuía el mundo. Por otro lado, la nueva forma narrativa creada por Franz Masereel: La novela sin palabras. Un tipo de narración que nosotros ahora identificamos como cómic, pero que entonces daba la vuelta por completo a la novela tradicional. Las ilustraciones expulsaban al texto del seno de la narración, substituyéndolo a él y a cualquiera palabras. Se obligaba así al lector a reconstruir la historia utilizando únicamente las imágenes, sin otra referencia que ellas mismas. Se lograba así una mayor libertad interpretativa, una mayor involucramiento del lector, siempre en busca de una hilazón que no era evidente, unida a un mayor impacto una vez que las piezas caían en su sitio.
Con esas dos herramientas, Moreau traza en La comedia humana una doble biografía. La suya propia, marcada por el adoctrinamiento, la arbitrariedad y la injusticia que sufríó, durante su infancia, en las múltiples casas de acogida donde iba siendo arrojado. Sin cariño ni perspectivas. La de su propio país, paulatinamente haciendo propias las mentiras, prejuicios y violencias del partido Nazi. Una doble caída en el abismo, contemplada como ascenso y exaltación por quienes se beneficiaron de ella. Tanto más tétrica e inquietante al ser plasmada en blancos y negros sin matices, tan intransigentes como las ideas nazis, sin el apoyo de ninguna palabra articulada o expresión racional, ante las que los nazis sentían temor, prevención y repugnancia.
Un ataque virulento contra el suicidio de una país que alcanza cotas aún mayores en el Mein Kampf ilustrado. En él, el blanco de las invectivas no es ya una colectividad, sino un individuo en concreto. Alguien, como Hitler, portador de ideas irracionales, que deberían haber sido rechazadas de plano, por su cualidad de absurdos, pero que fueron creídas a pies juntillas por todo un país, ya fuera de manera sincera o interesada. En su lucha contra esa mentira, intentando despojarla de cualquier encanto o atractivo, Moreau entresaca frase famosas del panfleto hitleriano para enfrentarlas con la incómoda realidad que se oculta tras de ellas. La de un energúmeno que sólo sabía vociferar. Alguien cuyo pensamiento no tenía otro horizonte que el del racismo asesino, el nacionalismo agresivo, el militarismo aniquilador. Alguien que destruyó a toda Europa, sembrándola de muertos, para proceder a hacer lo mismo con Alemania, una vez que ésta le hubo fallado.
Alguien, por último, cuyos hijuelos ideológicos han vuelto a caminar con orgullo por la Europa de este siglo XXI, embaucando a los mismos incautos que cayeron en su trampa hace casi un siglo ya.
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