En el panorama expositivo nadrileño han coincidido dos exposiciones dedicadas a Rodin, una en la Mapfre, que aún no he visto, y otra en la Fundación Canal, que es la que les voy a comentar. Ambas difieren bastante en sus tesis y sus enfoques. La de la Mapfre busca comparar a Rodin, escultor máximo del siglo XIX, con Giacometti, figura señera del siglo XX. Sea cual sea la razón por la que se ha buscado este paragón, al menos sirve, creo, para apreciar la metamorfosis irreversible que se había producido en ese arte entre ambos escultores. En menos de medio siglo, se había pasado de mantener la vista en el pasado, en Miguel Ángel y, más allá de él, en la escultura grecorromana, a dar un giro de 180 grados, dejar a un lado cualquier canon, maestro y modelo pasados, para confiar sólo en el futuro. En avanzar sin límite por su senda.
Sabemos ahora que aquéllas convicciones no eran más que ensueños, de los que vendría a despertarnos el postmodernismo, de manera brusca y violenta. Sin embargo, nunca esta de más constatar, quizás con cierta envidia, la pasión inextinguible con la que esos artistas se entregaban a su obra. Seguros de estar en el camino correcto, dispuestos a sacrificar cualquier cosa, incluso la salud, en busca de una perfección que se les escurría a cada intento de asirla. Camino tortuoso en el que era fácil perderse, como muestran las inacabables series de ensayos, bocetos y borradores que quedaron en sus estudios. La mayoría sin plasmarse en una obra final, pero todos anunciando ese momento en que se produciría la revelación. En que la obra surgiría de sí misma, pura y perfecta, como si no fuese creación humana.
De esto último, precisamente, trata la exposición de la Fundación Canal: de como Rodín exploraba, a ciegas y a tientas, los vastos espacios de su capacidad artística. Teniendo siempre como modelo y guía a Miguel Ángel, cierto, pero retomando su labor allí donde el florentino la había dejado hacía 300 años. Abriendo, de esa manera, las puertas a la escultura contemporánea.
¿Qué es lo que contiene, entonces, la exposición? Pues los múltiples bocetos, algunos apenas garabatos apresurados, que precedían a sus obras mayores. Unos dibujos preparatorios que, en clara diferencia a toda la tradición escultórica que le precedía, no partían de un tema o de un encargo que había que plasmar de acuerdo con parámetros preestablecidos, fueran o no fueran asumidos de modo consciente por el artista. Rodin, por el contrario, buscaba su inspiración en el azar, en la casualidad, en relámpagos repentinos que iluminasen regiones inexploradas de su arte.
Por esa razón, sus modelos no posaban. En vez de fijarse inmóviles en posturas estereotipadas, para que Rodín captase sus cuerpos con precisión, el escultor les pedía que se mantuviesen en continuo movimiento. Con ello, evitaba que cayesen en manierismos, que adoptasen ante él los vicios con los que contentaban a otros clientes. Buscaba esa naturalidad tan ausente en el arte académico, además de conjurar ese instante en que apareciese ante sus ojos lo nunca antes representado, lo inconcebible para quienes obedecían a rajatabla las reglas inquebrantables con las que habían sido educados.
No es de extrañar que la escultura rodininana rebose de energía, de dinamismo, de fuerza y naturalidad. Ni siquiera cuando busca, de manera consciente, representar lo imposible o lo improbable, se quiebra esa fuerte impresión de verosimilitud que torna su escultura tan próxima, incluso tan calida. Evocando esa misma humanidad compartida de la escultura grecorromana que ningún revival, hasta su llegada, fue capaz de emular.. Sin embargo, Rodín no se conformaba co pulir esos bocetos, una vez determinado el gesto único y característico, hasta plasmarlos en piedra o bronce. En su mente los iba relacionando, los reunía en grupos, descubría que a pesar de pertenecer a personas y situaciones distintas, de su mezcla y yuxtaposición podrían surgir relaciones nuevas.
Así, bastantes de las obras expuestas no son sino recortes. De esos bocetos iniciales, esculpiendo con la tijera, como muchos años más tarde haría Matisse, Rodin extraía ese gesto, esa postura, ese instante que le había fascinado. Y luego lo colocaba junto con otros recortes, los giraba y superponía hasta que se producía un segundo chispazo. Ése que daba nacimiento a una realidad inexistente, presente sólo sobre el papel, pero que pronto se haría eterna en piedra o bronce.
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