No, Eichmann no corría « peligro de muerte inmediata» y como sea que aseguraba con gran orgullo que siempre «había cumplido con su deber». que siempre había obedecido las órdenes, tal cual su juramento exigía, siempre había hecho, como es lógico, cuanto estuvo en su mano para agravar, en vez de aminorar, «las consecuencias del delito». La única circunstancia atenuante que alegó fue la de haber evitado, «en cuanto pudo, los sufrimientos innecesarios» al llevar a cabo su misión, y, prescindiendo del hecho de si esto era verdad o no, y prescindiendo del hecho de que, caso de ser verdad, difícilmente hubiera podido constituir una circunstancia atenuante en el concreto caso de Eichmann, lo cierto es que la alegación de Eichmann carecía de validez por cuanto «evitar los sufrimientos innecesarios» era una de sus obligaciones, como establecían las órdenes generales recibidas.
Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalem
Este libro es famoso por haber acuñado el axioma de la «banalidad del mal». Según este concepto, los genocidas de los sistemas totalitarios no son psicópatas que se complazcan en el sufrimiento de sus víctimas. En su gran mayoría, fuera del personal destinado a los campos de concentración y exterminio, no pasan de ser meros burócratas, cuya relación con los crímenes que se perpetran no pasa de redactar órdenes y distribuir circulares. En su vida privada, pueden ser incluso personas "normales", incapaces de violencia física contra personas concretas, que sólo puede expresarse en abstracto, con la distancia que confiere el papeleo administrativo, las estadísticas y los balances. Un ejemplo de esta disonancia es el de Heinrich Himmler, el jefe de las SS, quien sufrió una impresión demoledora cuando asistió a una ejecución masiva de judíos en Rusia, perpetrada por los Einsatzgruppen. Por supuesto, ese enfrentamiento con una realidad repulsiva no le llevó a abandonar el programa de exterminio, sino a buscar hacerlo de una manera más limpia, más científica. Había que evitar que los miembros de las SS, la élite racial del sistema nazi, se vieran degradados por esos horrores.
No obstante, aunque coincido en gran parte con esa idea de la «banalidad del mal», la lectura del ensayo de Arendt me ha supuesto un sorpresa inesperada. Ese concepto sólo es citado una vez, en la introducción, sin que luego sea desarrollado en absoluto. ¿Por qué? Porque el libro en realidad trata de otra cosa, no menos importante: acceder a la mentalidad del totalitarismo nazi a través del testimonio de uno de sus principales jerarcas, tal y como fue presentando en el juicio contra él celebrado en Jerusalén en 1961. Dentro de ese sistema, Eichman fue uno de los organizadores del holocausto, mediante la racionalización de los transportes a los campos de exterminio, aunque no fuera uno de los diseñadores e instigadores. Su papel fue siempre un tanto subalterno, como demuestra su actuación en la conferencia de Wansee de enero de 1942. Esa reunión, considerada como hito fundacional en la Solución Final, en realidad fue un foro de coordinación con diferentes negociados del sistema nazi. En ella se explicó a funcionarios subalternos de lo que se esperaba de sus departamentos, mientras que el papel de Eichman se limitó a levantar acta. Las decisiones habían sido tomadas ya, en otras esferas
Dado que el libro de Arendt es, ante todo una biografía de Eichman, basada en el juicio que le llevó a la horca, hay que tener en cuenta dos puntualizaciones sobre ese juicio. En primer lugar, para el estado de Israel es proceso tuvo un claro carácter propagandístico. No sólo por la operación de comando que se llevó a cabo para raptarle en Israel, sino porque Eichmann es el mayor responsable directo del holocausto que se ha podido enjuiciar. Su proceso fue, en gran medida, el de Himmler y Heidrich en ausencia, así que se le intentó involucrar en todos los hechos abominables del holocausto, pertenecieran o no a su ámbito de responsabilidad. Por otra parte, aunque Eichmann no negó su participación en los muchó hechos probados, si intentó atenuarlos, difuminando su capacidad de maniobra. La imagen de funcionario anodino, mero gestor burocrático que no tenía ni voz ni voto en las decisiones de sus superiores, es en gran parte creación suya, como defensa ante los cargos que se presentaban.
Es evidente, por tanto, que ni Eichmann fue el diseñador e impulsor del holocausto, ni un mero contable. ¿Qué fue en realidad? Es aquí donde el libro de Arendt, en su análisis minucioso de su biografía y del sistema nazi, aporta algunas respuestas. En primer lugar, Eichmann era un ambicioso nato, alguien que quería llegar a lo más alto en su carrera. No muy diferente, por tanto, de tanto joven ejecutivo actual, dispuesto a vender su alma si con eso asciende con rapidez. Por tanto, como a tantos otros jóvenes alemanes de ese tiempo, las SS le ofreció una vía rápida hacia la cumbre. Una oportunidad que no existía en los ámbitos esclerotizados del ejército, la administración o la nobleza, mucho menos en las nuevas instituciones en disolución de la república de Weimar. No es de extrañar que muchos jóvenes, defraudados y sin perspectivas, se entregaran en cuerpo y alma a una institución que les prometía recompensas, fama, poder y riqueza. En poco tiempo y mientras aún se fuera joven.
Por otra parte, a pesar de su ambición, Arendt señala que Eichman no era especialmente inteligente, capaz o hábil. A finales de los años 30, parecía haber alcanzado ya su techo profesional, incluso su nivel de incompetencia. lo que le sumió en una profunda depresión, causa de sucesivas huidas hacia adelante. Entre ellas, la de aceptar parcelas mayores de responsabilidad en el holocausto, como única medida de reforzar su autoestima y satisfacer su ego. Esas oportunidades de promoción, por otra parte, fueron fortuitas, producto de encontrarse en el lugar adecuado en el momento preciso, y se acumulan en dos puntos concretos, con un largo periodo de hiato. De ahí, su papel subordinado en el holocausto, donde sólo brilló cuando sus aptitudes -y su experiencia anterior- fueron necesarias.
La primera tuvo lugar en la Viena de 1938, recién anexionada al Reich. La política nazi de ese momento era la de librarse de tantos judíos como fuera posible, obligándolos a emigrar a otros países, previo haberles despojado de todas sus riquezas. En ese contexto, Eichmann diseñó, en sus propias palabras, una «cadena de montaje», donde los judíos aún con alguna propiedad o posesión eran introducidos para salir con un simple papel que les obligaba a abandonar el país en 48 horas. Sin embargo, completada esa misión, Eichmann volvió a la penumbra, puesto que la política nazi contra los judíos siguió otros derroteros. Primero con un aplazamiento debido al estallido de la guerra, luego con el inicio de las matanzas masivas en Rusia durante el otoño de 1941, tras el inicio de la operación Barbarroja.
Conviene notar que en esa primera fase del holocausto, que se llevó por delante a un millón y medio de personas, Eichman no tuvo ningún papel. Tampoco en la operación Reinhardt de 1942, en la que los tres millones de judíos polacos fueron exterminados. Ambas «acciones», como las llamaban los nazis, fueron realizadas de manera local, sin otros recursos que los destinados allí, El papel de Eichmann sólo comenzó a cobrar importancia cuando hubo que extraer los judíos del occidente Europeo para deportarlos a Auschwitz. Fue entonces cuando las jerarquías de las SS se acordaron del oficial que tan bien lo había hecho en Austria, organizando de forma rápida y eficiente la expulsión de los judíos de ese país.
Rescatado del olvido, Eichmann se entregó en cuerpo y alma a su labor, dispuesto a demostrar su valía. Su obra maestra, si es que se puede calificar así algo tan repugnante, fue la deportación de los judíos húngaros, unos 400 mil, durante el verano-otoño de 1944, con los rusos ya en Rumanía y amenazando Budapest. Una labor de la que él se enorgullecía ante quien quisiera oírle, como fue testimoniado en el proceso de Nüremberg por otros miembros de las SS.
¿Conclusión? La de un mediocre ambicioso, con capacidad organizativa, a quién las circunstancias le llevaron a jugar un papel determinante en el holocausto, pero que nunca tuvo la inteligencia suficiente para discernir donde se estaba metiendo, mucho menos la fuerza de voluntad para negarse. El perfecto siervo silencioso y obediente para unos amos tiránicos.
No obstante, aunque coincido en gran parte con esa idea de la «banalidad del mal», la lectura del ensayo de Arendt me ha supuesto un sorpresa inesperada. Ese concepto sólo es citado una vez, en la introducción, sin que luego sea desarrollado en absoluto. ¿Por qué? Porque el libro en realidad trata de otra cosa, no menos importante: acceder a la mentalidad del totalitarismo nazi a través del testimonio de uno de sus principales jerarcas, tal y como fue presentando en el juicio contra él celebrado en Jerusalén en 1961. Dentro de ese sistema, Eichman fue uno de los organizadores del holocausto, mediante la racionalización de los transportes a los campos de exterminio, aunque no fuera uno de los diseñadores e instigadores. Su papel fue siempre un tanto subalterno, como demuestra su actuación en la conferencia de Wansee de enero de 1942. Esa reunión, considerada como hito fundacional en la Solución Final, en realidad fue un foro de coordinación con diferentes negociados del sistema nazi. En ella se explicó a funcionarios subalternos de lo que se esperaba de sus departamentos, mientras que el papel de Eichman se limitó a levantar acta. Las decisiones habían sido tomadas ya, en otras esferas
Dado que el libro de Arendt es, ante todo una biografía de Eichman, basada en el juicio que le llevó a la horca, hay que tener en cuenta dos puntualizaciones sobre ese juicio. En primer lugar, para el estado de Israel es proceso tuvo un claro carácter propagandístico. No sólo por la operación de comando que se llevó a cabo para raptarle en Israel, sino porque Eichmann es el mayor responsable directo del holocausto que se ha podido enjuiciar. Su proceso fue, en gran medida, el de Himmler y Heidrich en ausencia, así que se le intentó involucrar en todos los hechos abominables del holocausto, pertenecieran o no a su ámbito de responsabilidad. Por otra parte, aunque Eichmann no negó su participación en los muchó hechos probados, si intentó atenuarlos, difuminando su capacidad de maniobra. La imagen de funcionario anodino, mero gestor burocrático que no tenía ni voz ni voto en las decisiones de sus superiores, es en gran parte creación suya, como defensa ante los cargos que se presentaban.
Es evidente, por tanto, que ni Eichmann fue el diseñador e impulsor del holocausto, ni un mero contable. ¿Qué fue en realidad? Es aquí donde el libro de Arendt, en su análisis minucioso de su biografía y del sistema nazi, aporta algunas respuestas. En primer lugar, Eichmann era un ambicioso nato, alguien que quería llegar a lo más alto en su carrera. No muy diferente, por tanto, de tanto joven ejecutivo actual, dispuesto a vender su alma si con eso asciende con rapidez. Por tanto, como a tantos otros jóvenes alemanes de ese tiempo, las SS le ofreció una vía rápida hacia la cumbre. Una oportunidad que no existía en los ámbitos esclerotizados del ejército, la administración o la nobleza, mucho menos en las nuevas instituciones en disolución de la república de Weimar. No es de extrañar que muchos jóvenes, defraudados y sin perspectivas, se entregaran en cuerpo y alma a una institución que les prometía recompensas, fama, poder y riqueza. En poco tiempo y mientras aún se fuera joven.
Por otra parte, a pesar de su ambición, Arendt señala que Eichman no era especialmente inteligente, capaz o hábil. A finales de los años 30, parecía haber alcanzado ya su techo profesional, incluso su nivel de incompetencia. lo que le sumió en una profunda depresión, causa de sucesivas huidas hacia adelante. Entre ellas, la de aceptar parcelas mayores de responsabilidad en el holocausto, como única medida de reforzar su autoestima y satisfacer su ego. Esas oportunidades de promoción, por otra parte, fueron fortuitas, producto de encontrarse en el lugar adecuado en el momento preciso, y se acumulan en dos puntos concretos, con un largo periodo de hiato. De ahí, su papel subordinado en el holocausto, donde sólo brilló cuando sus aptitudes -y su experiencia anterior- fueron necesarias.
La primera tuvo lugar en la Viena de 1938, recién anexionada al Reich. La política nazi de ese momento era la de librarse de tantos judíos como fuera posible, obligándolos a emigrar a otros países, previo haberles despojado de todas sus riquezas. En ese contexto, Eichmann diseñó, en sus propias palabras, una «cadena de montaje», donde los judíos aún con alguna propiedad o posesión eran introducidos para salir con un simple papel que les obligaba a abandonar el país en 48 horas. Sin embargo, completada esa misión, Eichmann volvió a la penumbra, puesto que la política nazi contra los judíos siguió otros derroteros. Primero con un aplazamiento debido al estallido de la guerra, luego con el inicio de las matanzas masivas en Rusia durante el otoño de 1941, tras el inicio de la operación Barbarroja.
Conviene notar que en esa primera fase del holocausto, que se llevó por delante a un millón y medio de personas, Eichman no tuvo ningún papel. Tampoco en la operación Reinhardt de 1942, en la que los tres millones de judíos polacos fueron exterminados. Ambas «acciones», como las llamaban los nazis, fueron realizadas de manera local, sin otros recursos que los destinados allí, El papel de Eichmann sólo comenzó a cobrar importancia cuando hubo que extraer los judíos del occidente Europeo para deportarlos a Auschwitz. Fue entonces cuando las jerarquías de las SS se acordaron del oficial que tan bien lo había hecho en Austria, organizando de forma rápida y eficiente la expulsión de los judíos de ese país.
Rescatado del olvido, Eichmann se entregó en cuerpo y alma a su labor, dispuesto a demostrar su valía. Su obra maestra, si es que se puede calificar así algo tan repugnante, fue la deportación de los judíos húngaros, unos 400 mil, durante el verano-otoño de 1944, con los rusos ya en Rumanía y amenazando Budapest. Una labor de la que él se enorgullecía ante quien quisiera oírle, como fue testimoniado en el proceso de Nüremberg por otros miembros de las SS.
¿Conclusión? La de un mediocre ambicioso, con capacidad organizativa, a quién las circunstancias le llevaron a jugar un papel determinante en el holocausto, pero que nunca tuvo la inteligencia suficiente para discernir donde se estaba metiendo, mucho menos la fuerza de voluntad para negarse. El perfecto siervo silencioso y obediente para unos amos tiránicos.
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