Tras la cumbre que Mujun Rasen (Paradoja en espiral, 2008, Takayuki Hirao) había supuesto en la serie de películas de Kara no Kyōkai (El jardín de los pecadores, 2007-2013), era previsible que la franquicia decayese un tanto. Sin embargo, la séptima entrega, Bōkyaku Rokuon (Grabación del olvido, 2008, Takahiko Miura) fue una profunda decepción. Tanto cuando la vi por primera vez, como en visionados sucesivos. No es ya que no estuviese al nivel de la película anterior, es que tampoco podía compararse a ninguna de las entregas precedentes. Era como encontrar, dentro de una baraja, una carta que pertenecía a otro juego distinto. Algo que no servía para nada y con lo que no se sabía muy bien que hacer.
No era un problema de calidad. Con esta serie de películas, el estudio Ufotable supo crear un estilo propio, brillante y efectivo, que aplicó sin caídas apreciables durante todas sus entregas y que dota a todas de unidad en su acabado. Es ese uso nuevo del hiperrealismo, pero también la mezcla de accción e introspección que de siempre había acompañado a los mejores animes. Sin embargo, Bōkyaku Rokuon muestra a las claras los límites de esa manera: si el contenido al que se aplican no tiene interés de por sí, de nada sirven las florituras visuales. Resultan huecas, forzadas y sobrantes.
El gran problema de esta película es que rompe con la atmósfera que habían creado las entregas precedentes. Es en parte disculpable, ya que, me temo, ese giro estaba en origen, pero no evita que sea menos discordante. La cuestión es que, hasta este momento, las diferentes películas habían sido estudios minuciosos del dolor, la enfermedad, el sufrimiento y la muerte. En apariencia aisladas, pero no en realidad, puesto que no sólo las enhebraba un mismo hilo temático, sino que encajaban la una en la otra hasta formar un todo único y coherente. Bōkyaku Rokuon, por el contrario, es una pieza sobrante. No sólo no continua con la progresión analítica, sino que además lo que cuenta no aclara nada de lo ya visto ni tendrá repercusión alguna en lo que habrá de vivir. Salvo en aspectos secundarios y sin importancia.
Los personajes, por otra parte, se comportan a la contra de su carácter. Sus personalidades, establecidas a lo largo de varias películas, se dejan a un lado, para ser substituidas por clichés de sí mismos. Es el caso de Shiki, quien ya no es la solitaria empecinada en su aislamiento, sin relacionarse con nadie ni permitir intrusos en su mundo privado, al tiempo que vela, con particular zelo, que no se filtre al exterior nada de su personalidad. Convertida en un mero secundario en una historia también secundaria, Shiki se muestra simpática, o al menos menos huraña que de ordinario, como si el haber sido trasladada a un internado de señoritas -otra inverosimilitud- la hubiera transformado por entero.
Lo peor viene, sin embargo, con un personaje secundario que en esta ocasión se erige en protagonista: Azaka Kotuko. Ya en sus primeras apariciones en la serie no tenía otra consistencia que la de adaptar un tópico bastante desagradable del anime: la joven enamorada de su hermano mayor, que considera a cualquier otra mujer que se le acerque como enemiga acérrima, ladrona de sus afectos. Desarrollar un carácter tan endeble y ponerlo en el centro del escenario es una mala jugada, puesto que con ello se da entrada a las peores tendencias del anime. No sólo ese complejo moe/kawai por el cual los personajes femeninos son asimilables a muñecas con las que los hombres juegan, sino también el concepto de la mujer como problema irracional, imposible de ser resuelto con las herramientas de la lógica. De nuevo, la masculina.
Abierta la puerta, no es imposible cerrarla de nuevo. La película queda contaminada por entero, ensuciada sin remedio. Y no sólo ella, sino la propia serie.
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