jueves, 28 de mayo de 2020

Codas (I)






















































Tras haber visto Offret (Sacrificio, 1986) de Andrei Tarkovski, descubrí que en la edición que tenía venía también Regi Andrej Tarkovskij (Dirigido por Andrei Tarkovsi, 1998), el documental que dirigió Michal Leszczylowski sobre el rodaje de Offret. No les ocultaré que estos documentales sobre el proceso creativo tienen un atractivo especial sobre mí. Durante mi juventud pensé que gracias a ellos conseguiría descubrir los secretos por los que un gran artista llega a serlo. Así, en posesión de esa información, yo también lograría llegar a ser el artista único, irrepetible, con el que soñaba. Conversión efectuada de manera repentina, casi cataclísmica. Por desgracia, ignoraba que, en primer lugar, hay que tener constancia y tenacidad a la hora de forzar la musa, virtudes de las que estoy desprovisto, al igual que lo estoy de esa chispa, llamada inspiración, que te permite ver lo que para otros permanecerá para siempre en la obscuridad. A menos que alguien superior te ilumine esas regiones de sombra.

Sin embargo, pasados tantos años, sigo fascinado por esas indagaciones sobre el misterio de la creación artística. En especial, por aquéllas que tienen como objeto películas que han marcado mi vida y a las que que vuelvo una y otra vez, indefectiblemente, como si retornase a un hogar que sólo existe en mi imaginación, pero que tiene la misma solidez y consistencia que el real. No les aburriré con un análisis exhaustivo,  para eso es mejor ver la película, sólo destacaré algunos puntos, los más llamativos. Los que me han sorprendido, cambiado mi forma de contemplar, valorar, la película original, Offret, ahora que he podido contemplar lo que ocurría entre bambalinas.

El primero es el perfeccionismo obsesivo de su director, Andrei Tarkovski. Offret, como todas sus películas, es de una originalidad inconfundible. Es de Tarkovski y no puede ser de otro, de manera que cualquier copia, o cualquier intento por continuar su estilo, no puede sino descender y disminuir, degradar cualquiera de sus logros. Ya no hay nuevas alturas a las que ascender, porque el propio Tarkovski ya alcanzó la perfección en lo que pretendía. De muchas maneras, todas distintas, todas iguales. Esa cumbre, es obvio, no se alcanzó porque sí. Tarkovsi tenía muy claro, antes de empezar a rodar, qué debería verse y cómo. Si otros directores delegan la dirección artística, la fotografía, la actuación de los actores, en los profesionales de su equipo, Tarkovski sólo admitía un modo de construir los decorados, una manera de fotografíarlos, un tipo de actuación preciso. Pero sin llegar nunca a ser un tirano. Además de una visión clara, era capaz de convencer a quienes trabajaban con él de la justicia y necesidad de lo que pretendía.

Un segundo factor es la artificialidad inherente a todo trabajo cinematográfico. Siempre que he visto Offret he tenido la impresión de que todo lo que ocurría lo hacía en un único y mismo lugar. No era así. Los exteriores estaban filmados en un lugar real, mientras que los interiores lo habían sido en estudio. Todo en ellos era artificial, hasta la luz diurna, nocturna, el alba y el ocaso, recreaciones destiladas dentro una cápsula dentro de otra cápsula, en la que cada movimiento, cada posición, cada ademán, cada sentimiento, estaba calculado y planificado con la mayor de las precisiones. Sin embargo, a pesar de haberse rasgado el velo del templo, la ilusión permanece. Esa casa, a pesar de su falsedad, me sigue pareciendo un lugar real. El interior y el exterior están unidos indisolublemente. Existen en otra esfera, la ideal, sin que nada pueda ya destruirlos.

Queda, por último, el abismo que separa lo que se ve en la película, tras todo el proceso de rodaje, montaje y producción, de lo que se quedó en el camino. De lo mucho que acabó en el suelo de la sala de montaje, descartado, arrumbado, relegado a la basura, destinado a ser incinerado, no porque fuera peor, mucho menos innecesario, sino simplemente porque rompía el fluir de la película, resultaba un escollo, un estrecho, un embudo y un atolladero. Secciones que en sí podía ser magistrales, aisladas en su perfección, pero por siempre ocultas a nuestra vista. Hasta que una conjunción favorable nos revelaba su existencia, ya desgajada del todo, pero no por ello menos subyugante.

Como la secuencia que les ilustro al comienzo. El sueño de uno de los protagonistas, del que apenas quedaron unos pocos fotogramas, los que la cierran.

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