En una entrada anterior les hablaba de la cisura que el uso del
ordenador ha supuesto para el anime, así como para la animación en
general. Este salto cualitativo se produjo en la primera década de este
siglo, trayendo consigo un cambio estilístico de igual profundidad: las constantes de estilo con las que se educó una generación de aficionados -yo entre ellos- en la década de 1990 han desaparecido casi por completo en este 2020. Cierto que muchas de ellas eran efectos directos de la falta de presupuesto y la dificultad -casi imposibilidad- de la animación por conseguir ciertos efectos, pero no es menos verdad que su uso sistemático, junto con la exploración de las virtudes de esas limitaciones, daban al anime una personalidad única: la de una forma expresiva plena, capaz de narrar cualquier tema. Sin los tics que aquejaban la animación comercial occidental.
Sería difícil señalar un punto de inflexión. La magnífica FLCL (Kazuya Tsurumaki), estrenada en el año 2000, fue una de las primeras series producida íntegramente con ordenador. Sin embargo, nada en ella, fuera de la energía absurdista de sus animación, denotaba ese origen. El hiperrealismo apabullante de Byōsoku Go Senchimētoru (5 centímetros por segundo, 2007) de Makoto Shinkai, jamás pudiera haber sido construido sin esa herramienta nueva, así que quizás se podría considerar esa película como el espaldarazo de esa nueva época. Un hito confirmado a posteriori, en mi opinión, porque ese mismo año comenzaba una serie de películas que adoptaban ese mismo acabado visual: la serie Kara no Kyoukai (El jardín de los pecadores, 2007-2013, varios directores)
Es llamativo que esas obras -y otras como Seirei No Moribito (El guardián del espíritu, Kenji Kamiyama), también del mismo año- habiten una extraña tierra de nadie. Si bien su acabado visual hiperrealista sigue asombrando aún hoy, así como el uso de una animación cada vez menos limitada, muchas de las antiguas estrategias siguen bien presentes. Entre ellas, el uso de una música no intrusiva, que sabe cuando callarse y cuando hacer acto de presencia. Se facilitaba así que el espectador se aclimatase al ambiente de los personajes, incluso que escuchase el mismo tejido de ruidos de fondo que ellos experimentaban, para anunciar con la entrada de la música un giro decisivo en la narración. Sin olvidar tampoco el impacto de secuencias enteras donde la animación se reducía al mínimo, apenas esbozada por una secuencia de planos fijos, casi presentación de diapositivas, lo que dotaba a esas secuencias de un tono meditativo, que a mí, al menos, me resultaba muy atractivo.
Pueden imaginarse la emoción, sorpresa y asombro con que se recibió, hace casi ya tres lustros, Kara no Kyōkai Dai-Isshō: Fukan Fūkei (El jardín de los pecadores: vista dominante, 2007, Ei Aoki), primera película de la serie. Esa oposición, ya citada, entre animación hiperrealista y secciones reducidas a un expresividad casi inexistente, se extendía también a su trama argumental. Las escenas de acción, de un realismo rayano en el naturalismo brutal, se compensaban con momentos introspectivo, en los que incluso se renunciaba a la palabra, permitiendo que fuera el espectador quien uniese los hilos y llegase a sus propias conclusiones. Momentos de meditación donde, como en esos animes de los años 90, incluso se intentaba avanzar toda una filosofía vital. Quizás rechazable en muchos aspectos, pero subyugante en el modo en que se había expuesto.
Pensamiento que no quedaba reducido a mera abstracción, sino que era objeto de especial cuidado en su presentación -véanse la imágenes que abren esta entrada-, que además abundaba en referencias a otras grandes obras del anime: ésas que desde los años 80 habían ido creando ese estilo distintivo que muchos llegamos a considerar inherente a esta escuela de animación. Por ejemplo, y por nombrar sólo dos aspectos, la consideración del mundo como mero entramado de ilusiones, idea muy budista, pero que entrevera todos los grandes animes hasta ayer mismo. Como ocurría con el problema de la relación entre cuerpo y mente, expresado en la concepción de aquel como entidad física siempre a punto de la disolución/metaformosis, en peligro de perder su solidez y consistencia al menor descuido de la mente consciente.
O considerado como mero recipiente, muñeco inanimado que necesitaba de un alma, fuera lo que ésta fuese, para tener consciencia y libre albedrío. Como los maniquíes que atiborran el laboratorio de uno de los protagonistas y entre los que otro de los personajes encuentra su reflejo especular. Idéntica a ella en todos los aspectos, excepto en su llama interior.
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