Le tengo un especial cariño a Offret (Sacrificio, 1986) de Andréi Tarkovski. Por un lado es una película que vi en su momento preciso, cuando el tema del que trata, el apocalipsis nuclear, podía hacerse realidad en cualquier instante. Por otro, fue mi primer Tarkovski, el que me abrió los ojos a su cine y me llevó a enamorarme de él. Una modo de concebir el arte de la cinematografía que nunca me ha parecido obscuro, opaco o críptico, sino todo lo contrario. Capaz de hablar con el mínimo de palabras, mediante alusiones apenas formuladas, sin que ello supusiera menoscabo a su emoción. Intensa y demoledora. Ha pasado ya mucho tiempo desde entonces, he visto la filmografía entera de Tarkosvki pero no puedo reprimir un sentimiento especial cada vez que vuelvo a esta película. Es como si retornara al hogar, como si me encontrara con quién fui, allá en mi juventud, para volver a serlo por entero.
Les confieso que he dudado mucho antes de incluir Offret en este recorrido por el cine dedicado a la guerra termonuclear. Aunque ese hecho es el hipocentro de todo el desarrollo temático de esa obra, Tarkovski no describe ni sus orígenes ni su desarrollo, mucho menos sus consecuencias. Cualquier otro suceso apocalíptico le habría servido casi igual. Sin embargo, mis últimas entradas han girado alrededor del modo en que una posible guerra nuclear fue contemplado por el cine de los países del este. Tanto en O-bi, o-ba: Koniec cywilizacji (Obi, Oba, el fin de la civilización, 1985, Piotr Szulkin) o en Pisma myortvogo cheloveka (Cartas de un hombre muerto, 1987, Konstantin Lopushansky), esto se hacía de forma alegórica, mediante alusiones crípticas que tanto podían referirse a ese hecho futuro del fin de la humanidad, como al estado de descomposición terminal de los regímenes comunistas en la década de los ochenta.
No es que ese tono fuera desusado en el cine de los países del bloque comunista, mas bien era uno de sus grandes atractivos, pero ambas películas, a pesar de su interés, acababan por defraudar. En parte por las carencias de sus directores, ambos caídos en un justo olvido, pero también por no conseguir resolver esa ambigüedad fundamental de la que partían, un tercer camino hacia una voz personal. En ese sentido, Offret es todo lo que no consiguieron ser esas películas y podría considerarse como la mejor película que el bloque del este rodó sobre el el apocalipsis nuclear. A pesar de haber sido rodada en Suecia, contar con un par de actores Bergmanianos y estar a cargo su fotografía de un peso pesado como Sven Nyquist, también inseparable del cine del maestro sueco. En muchos aspectos, más de los algunos quisieran, nos hallaríamos ante un Bergman apócrifo.
Por supuesto, esto no quita nada de grandeza a la película. Uno de sus mayores milagros es que es capaz de narrar, con acerada precisión y profunda emoción, la quiebra irreparable y paulatina que un conflicto nuclear causaría en una sociedad humana. En este caso, concentrándolo en un pequeño grupo de personas, alejado del centro de los acontecimientos, pero que no pueden escapar de sus consecuencias. A medida que avanza la narración se apodera de la película una asfixiante impotencia, una paralizante desesperación. Expresada en el derrumbe inexorable de cada uno de los protagonistas, empujados a encerrarse en una angustiosa soledad, que se marca visualmente por el giro, imperceptible hasta ser irremediable, de los planos hacia la monocromía y la penumbra. Sin olvidar la parsiomiosa lentitud de los movimientos de cámara, exasperante hasta la irritación.
Callejón sin salida al que ningún poder, humano o divino, científico o religioso, puede ofrecer solución. Si no es por medio de un milagro, pero de tal categoría, que sólo su concepción es ya tabú, al estar situado de toda ley, norma, religión o sociedad. Obligando, para que surta efecto, al mayor de los sacrificios. Ése al que hace referencia el título de la película.
Quizás el mismo que necesitaríamos para liberarnos de esta pandemia, así como de sus secuelas duraderas.
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