Me pregunto que habríamos hecho los españoles con napalm. Porque también corresponde a un español el honor de ser el primero en concebir el concepto de bombardeo en alfombra, o de saturación, para destruir sistemáticamente el potencial enemigo, sea en el frente o en la retaguardia. Pensemos en Guernica. O en Dresde. El alto comisario Silvela solicitó en 1923, sin éxito, bombardear los poblados de cabilas de Tensamán y Beni Urriaguel con bombas de trilita, y las cosechas con bombas incendiarias. Silvela pidió que no quedase «un metro sin batir», pero su solicitud fue denegada por falta de medios, que no de ganas.
Varios Autores. España Salvaje: Los otros episodios nacionales.
Compré este libro casi por casualidad, quizás atraído por su portada: una foto del general Millán Astray, fundador de la legión, posando con actitud gallarda ante la cámara. Un personaje que, para mí, simboliza como ninguno todo lo que aborrezco en la historia de España del siglo XX. Para su desgracia, el nombre de Millán Astray ha quedado asociado de forma indisoluble al famoso altercado que sostuvo con Unamuno en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, en octubre de 1936. Según la versión más conocida, el general fundador de la legión habría expresado, de forma cuartelera, una visión de España en la que el culto a la muerte, junto la eliminación violenta del contrario, adquirían rasgos de mandamiento bíblico. Aspiraciones que, para cualquiera que sueñe con construir una sociedad basada en el respecto y la tolerancia, son, como poco, repelentes. Como la propia figura del general, cuyo único timbre de gloria es haber perdido partes de su anatomía en una guerra sin sentido, como fue la de Marruecos.
No me arrepiento de mi compra. El contenido de España Salvaje es más que interesante, muy ilustrativo de un periodo aún cercano de nuestra historia. Con ayuda de abundante material gráfico y texto de aquella época, España Salvaje traza el origen y desarrollo del culto a la violencia en nuestro país, durante los años que median entre la Guerra de Cuba y el Franquismo más duro, anterior a 1960. Un religión de odio y muerte, cuyos orígenes se encuentran en los relatos de la Guerra de Cuba, donde una generación entera de españoles perdió su juventud, continuados por los noticiarios de sucesos, colmados de noticias truculentas para aumentar su tirada. Sin embargo, el espaldarazo de este modo de pensar, como en otros países europeos, fue una guerra colonial: la de Marruecos.
En ella cristalizó una dicotomía entre razas superiores e inferiores, a los que había que inculcar la civilización aunque fuera a base de balas y bombas. Solución que, como ocurrió en el periodo 1914-1945, bien podía transplantarse a tierra europeas. Con la diferencia, en el caso español, de que esa guerra colonial no fue ningún paseo militar. Los continuos fracasos y reveses -el peor, el de Annual en 1921- llevaron a que esa guerra se enquistase, tornándose constante horripilante en la vida de los españoles de primeros de siglo. En especial para los más pobres y jóvenes, obligados a ir a morir en un conflicto que ni les iba ni les venía, de importancia sólo para unas élites políticas que querían figurar, presumir, entre sus homólogos europeos.
La guerra de África, por otra parte, dio origen a un tipo de militar muy específico: el africanista, cuyos exponentes más típicos fueron Franco y Millán Astray. Oficiales curtidos en las batallas que miraba por encima del hombro, cuando no despreciaban, a sus colegas de la península, quienes le impedían el acceso a los puestos que merecía por méritos de guerra, además de constituir una casta de funcionarios incompetentes que sólo entendían de burocracia y no de las artes de la guerra. Odio que se extendía a los políticos gobernantes, fueran del color que fueran, quienes eran incapaces de dotar al ejército de África de los medios -y de la libertad de acción- que se necesitaba para completar la campaña. No es extraño que surgiese una mística de la violencia entre esos militares -era lo único que habían conocido durante décadas-, así como un culto a la acción sin trabas ni limitaciones. Si a ellos les dejasen solos, los muchos problemas de España pronto tendrían solución.
Ese caldo de cultivo ayuda a explicar las características particulares del fascismo español: el promovido por la Falange de José Antonio o las JONS de Ramiro Ledesma y Onésimo Redondo. Sin embargo, en esa génesis no hay que olvidar el clima internacional del periodo de entreguerras. Poco a poco, la democracia liberal fue perdiendo apoyos y simpatías, debido a los problemas causados por la Primera Guerra Mundial y agravados luego por la crisis de 1929. Las soluciones autoritarias clásicas, derivadas pronto hacia fascismos declarados, parecían cada vez más el único camino hacia la estabilidad económica y el orden social. Frente a las rencillas entre partidos, el líder único, al que no detenían intereses mezquinos ni particulares, ofrecía la posibilidad de una acción rápida y directa, a la que se subordinasen sin rechistar todos los recursos del estado.
Sin embargo, el fascismo español fue siempre muy minoritario. Su desarrollo coincidió con el malogrado intento de establecer una democracia plena en España, en el que las izquierdas se involucraron de manera determinante. Por otro lado, en el espacio que habría podido ocupar el fascismo estaban ya otras fuerzas con larga tradición reaccionaria: monárquicos, carlistas, tradicionalistas varios, todas ellas englobadas en ese experimento de autoritarismo por la vía democrática que fue la CEDA. Fue precisamente el fracaso electoral de esa formación en el 36 el que desencadenó la conspiración que llevaría al golpe del 18 de julio y la Guerra Civil.
Sin embargo, eso no quiere decir que nuestro fascismo fuera menos virulento o radical. Todo lo contrario. Su fascinación por la violencia y el golpe de mano, la toma revolucionaria del poder por parte de una vanguardia de activistas, le condujo a desencadenar la famosa «dialéctica de los puños y las pistolas». La primavera del 36 se caracterizó así por una cadena de atentados y asesinatos por parte de esta formación, que contribuyeron mucho al deterioro del orden público: otra justificación a posteriori de un golpe que ya estaba decidido desde la misma noche de las elecciones.
Ese fascismo de Falange y las JONS pasaría a primer plano tras el golpe y la consolidación política de la zona nacional. Franco, de manera muy interesada, convertiría el falangismo en la ideología del movimiento, de manera que todas su fraseología pasó a ser la del régimen, como bien ilustra España Salvaje. Nuestro país estaba en vías, por tanto, de convertirse en un régimen fascista pleno, destino que sólo fue evitado por un accidente histórico: la derrota de las potencias del Eje. De 1944 hasta 1960, Franco tuvo que hacer ejercicios de funambulista para convencer al bloque occidental de que su apoyo a Hitler y Musolini nunca había tenido lugar, sin que esa abjuración supusiera enajenarse las simpatías del aparato falangistas.
¿Qué queda en nuestro presente de esa cultura de la violencia? Contra todo pronóstico ha vuelto a resucitar, con fuerza incontenible, de mano de un partido como VOX. Esa formación de ultraderecha no tiene reparos en reivindicar el pasado bélico imperial o la necesidad del golpe militar del 36 y la dictadura franquista, además de exhibir un racismo y una xenofobia de libro. Entre los aplausos -o la indulgencia- de amplios sectores de la sociedad, que no ven con malos ojos que se restablezca el orden, aunque sea a hostias.
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