martes, 19 de mayo de 2020

Juegos de espejos (V)





























































La quinta entrega de Kara no Kyoukai (El jardín de los pecadores, 2007-2013, varios directores) es, en mi opinión, la más ambiciosa y la mejor lograda de todas ellas. En primer lugar, porque la duración de Mujun Rasen (Paradoja en espiral, 2008, Takayuki Hirao) es la de un largometraje convencional, casi dos horas, mientras que las anteriores eran mediometrajes de apenas una hora, a lo que hay que añadir que se construye sobre un reto: reflejar en su interior la estructura que las cuatro entregas mantenían entre sí. Si éstas eran piezas de un rompecabezas que el espectador debía recomponer por sus propios medios, sin esperar ayuda por parte de propias películas, Mujun Rasen se descompone en multitud de secciones y tiempos yuxtapuestos según sus afinidades temáticas, no por su secuencia temporal. Todas forman parte de un todo coherente del cual sólo el espectador tiene consciencia plena, pero que ninguno de sus protagonistas alcanzará a conocer por completo.

Esta descomposición en microsecciones -las piezas del rompecabezas- no es arbitraria. Su origen está en un concepto que esta entrega introduce por primera vez, pero que es fundamental en la filosofía del extremo oriente: el Yin y el Yang. Fracciones del mundo en oposición,  albergando cada una opuestos incompatibles, pero que no pueden existir por separado. Es más, su propio interior es contradictorio, paradójico, puesto que en lo más hondo de su esencia se esconde el germen de su contrario. Esa oposición se manifiesta de forma visual en uno de los escenarios principales de la película, el edificio Ogawa, una estructura circular que en realidad son dos edificios independientes, aunque íntimamente interconectados. Hasta tal extremo que un visitante no avisado puede llegar a perder la orientación por completo, creyendo estar en uno cuando en realidad está en el otro.

Ese carácter de dos caras de la misma monedad, unitarias, idénticas, pero al mismo tiempo irreconciliables, se extiende a los dos protagonistas de la trama. La ya conocida Shiki Rouji, hilo conductor de las entregas anteriores, y el recién llegado Tomoe Enjou. Ambos extraños y ajenos al mundo que habitan, con percepciones y objetivos muy distintos, pero entre los que se establece una fuerte corriente de simpatía. Una relación inesperada que se enrolla alrededor de sus existencias como la espiral a la que hace referencia el título. Tan fuerte que, por primera vez, Shiki no podrá consumar su destino sin ayuda de otros, al tiempo que ese otro sólo conseguirá alcanzar cierta medida de redención gracias a ella. 

Lo anterior no significa que se dejen de lado las constantes temáticas de la serie, sino que se van a ver enriquecidos por nuevos significantes. Por ejemplo, esa concepción del cuerpo humano como recipiente artificial, contenedor de la consciencia y, quizás, del alma, se va a ver sometida también al influjo de la espiral contradictoria en la que se debaten los personajes. En concreto, de uno de ellos no sabremos, al final, si la existencia que se nos presenta es una copia o la suya propia, o si la que conocíamos de antes era la copia, mientras que el original ha sido repentinamente invocado. De esa manera, si nuestra confianza instintiva en la permanencia de nuestro cuerpo había sido puesta en  duda desde un principio, ahora lo que se quiebra es la creencia en la univocidad de nuestra consciencia.

Hay también un cambio importante en el punto de vista, relacionado con la preeminencia de la dualidad Yin-Yang en toda la trama. Hasta esta película, el reparto había sido casi exclusivamente femenino, de manera que las diferentes quiebras morales, psíquicas y físicas afectaban a ellas en exclusiva. Casi podría pensarse en una cierta tendencia a la misoginia, mezclada con fuertes doses de sadismo, por parte del autor de las novelas originales. Es sólo en esta película cuando el elemento masculino se hace predominante, no ya por la aparición del reflejo especular de Shiki, encarnado por Tomoe, sino en especial por la entrada en escena de los auténticos antagonistas: los dos magos, antiguos amigos de la también maga Toko Aozaki, pero con quienes se halla enzarzada en una guerra a muerte.

De nuevo el Yin y el Yang, en otra espiral interminable y paradójica, pero donde el elemento masculino, el Yang, se muestra en una luz muy pobre. Uno de ellos no es más que un mediocre convencido de su grandeza, al que el destino sólo le reserva derrotas sin paliativos. El otro, cuyo talento sí es el del un genio, ha perdido por completo el norte de sus investigaciones. Busca un objetivo inasible a cuyo servicio está dispuesto a supeditar todo, sin importarle llegar a la abyección o la inhumanidad. 

Se ha transformado en un verdadero muerto en vida, desprovisto de cualquier cualidad humana, al que sólo mantiene en pie la fuerza inextinguible de su obsesión.

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