martes, 12 de mayo de 2020

Juegos de espejos (II)





























Al comentar la primera entrega de Kara no Kyoukai (El jardín de los pecadores, 2007-2013, varios directores), les señalaba que pertenecía a un grupo de obras/pivote en la historia del anime. En 2007 surgieron las primeras obras creadas con ordenador que tenían un claro toque distintivo, el hiperrealismo, propiciando un giro radical con respecto al anime anterior, más dibujístico, incluso acuarelista. En aquel año, constatar la perfección que se podía alcanzar con esas nuevas técnicas quitaba, literalmente, el aliento, al tornar trasnochado cualquier otro anime anterior, aunque en muchos aspectos se siguieran utilizando los mismos trucos estilísticos. Sin embargo, el asombro no se debía en exclusiva al dominio técnico. Por primera veces esos recursos recién inventados estaban al servicio de contar una historia, sustentándola y amplificando su resonancia. No nos hallábamos ya en el territorio de la demo anual que pronto quedaría anticuada.

En el caso de Kara no Kyoukai ese tema subyacente tenía mucho que ver con una de las constantes más viejas del anime: el problema del cuerpo y su relación con la persona. En este caso, la concepción del cuerpo casi como un objeto extraño, que se expresaba en la posibilidad de renunciar a él, aunque fuese en parte, junto con una fascinación por el crimen truculento o la enfermedad incapacitante, tanto psíquica como psicológica. Así, en la primera entrega, Fukan Fūkei (Vista dominante, 2007, Ei Aoki), un personaje dedicaba gran parte de sus energías a construir muñecos de tamaño natural, indistinguibles de personas reales, además de miembros prostéticos mejores que los naturales. Otro de los personajes devenía, a su vez, una cáscara vacía, mientras que un tercero era capaz de proyectarse a lugares alejados: cualquiera que viese desde su habitación.

La segunda parte, Satsujin Kōsatsu (Zen) (Estudio de un asesinato, parte 1, Takuya Nonaka), comienza a abordar los otros aspectos temáticos antes citados. Su protagonista principal se ve aquejado por una fascinación irresistible por la muerte, lo que la lleva -es una mujer- a encontrarse con diferentes escenarios de asesinatos, a lo largo de sus frecuentes escapadas nocturnas. Con gran habilidad, la película no nos aclara si los asesinatos cuyas consecuencias presenciamos -ella y los espectadores- son obra suya, pero sí subraya su inclinación morbosa por esos hechos: si no los ha causado, no le importaría hacerlo. Esta desviación enfermiza se imbrica con la propia enfermedad, si se puede llamar así, que padece. En su cuerpo conviven dos personalidades completas, dualidad que la lleva a apartarse por completo del resto de sus semejantes, al considerar que no necesita a nadie mas, externo al recinto de su cuerpo, para ser feliz.

Es en la ilustración de estos laberintos psicológicos -y los efectos que tienen sobre otros- donde la película brilla, aprovechando con gran pericia esos recursos hiperrealistas que le permite el ordenador. En especial, en la descripción de esos encuentros con la muerte de extraños en los que su personaje principal se extravía. Destacan por su terror lento, parsimonosio y deliberado, aplicado con sordina, pero que por ello mismo lo torna aún más tétrico, inquietante y repelente. Percibimos que no hay escapatoria a esos horrores, ni por nuestra parte, los espectadores, ni por la de la protagonista, ni por la de otro personaje que se ve envuelto, por puro azar, por mera curiosidad, en los recovecos mentales de la protagonista.

Laberintos que se van tornando sin salida, o mejor dicho, orientados todos sus corredores hacia un único destino. A medida que las escenas truculentas se acumulan, es evidente como el equilibrio mental de la protagonista se va deteriorando sin remedio: lo que presencia le agrada cada vez más, lo saborea con fruición, comienza a considerar que debería replicar esas escenas -si no lo ha hecho ya-, e incluso sopesa agredir, incluso eliminar, a quien pudiera osar impedirselo.

Como el caso de ese segundo personaje que les citaba, obstáculo en la consumación de ese su deseo ardiente, cada vez más imperioso.

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