domingo, 17 de mayo de 2020

Estamos bien jodidos (y IX)

The elective affinity between public intelligence agencies and the fledging surveillance capitalist Google blossomed in the heat of emergency to produce a unique historical deformity: surveillance exceptionalism. The 9/11 attacks transformed the government's interest in Google, as practices that just hours earlier were careening toward legislative action were quickly recast as mission-critical necessities. Both institutions craved certainty and were determined to fulfill that craving in their respective domains at any price. These elective affinities sustained surveillance exceptionalism and contributed to the fertile habitat in which the surveillance capitalism mutation would be nurtured to prosperity

Shoshana Zuboff, The Age of Surveillance Capitalism (La era del capitalismo de vigilancia)

La afinidad electiva entre los organismos de información estatales y Google, la empresa capitalista de vigilancia en desarrollo, floreció al calor de la emergencia para crear una deformidad histórica única: el excepcionalismo vigilante. Los atentados del 11S transformaron el interés gubernamental en Google, ya que métodos que horas antes se planteaban como medidas legislativas fueron transformadas de inmediato en necesidades irrenunciables. Ambas instituciones ansiaban una certeza absoluta y estaban decididas a colmar ese ansia a cualquier precio, en sus dominios respectivos. Esas afinidades electivas mantuvieron el excepcionalismo vigilante y contribuyeron a crear un entorno fértil, donde este mutación del capitalismo de vigilancia sería criado hasta prosperar.

Hace unos meses, antes de esta pandemia que se ha convertido en nuestra nueva normalidad, mis conclusiones sobre este libro esencial de Shoshana Zuboff habrían sido muy distintas. En ese pasado al que creo que ya no retornaremos, la autora de The Age of Surveillance Capitalism advertía contra un peligro del que ninguno éramos plenamente conscientes: empresas como Google saben todo de nosotros -donde estamos, donde vamos, qué vemos y leemos, cuáles son nuestras creencias-, utilizan esa información para obtener beneficios monetarios y, mucho peor, aplican ese conocimiento único sobre cada individuo para manipular nuestras conductas. Este cambio fundamental en nuestra vida personal, social y política se habría obrado en apenas dos décadas, del año 2000 hasta nuestros días, hasta constituir una nueva normalidad -otra vez esa palabreja-, en especial para los jóvenes, quienes no han conocido un mundo sin Google.

Sin embargo, la conclusión de Zuboff no era pesimista. Mediante la concienciación de la sociedad y acciones coordinadas podíamos recuperar el control sobre nuestra vida privada, sin que -y eso es lo más importante- tuviéramos que renunciar a las evidentes ventajas de ese conocimiento perfecto que, no sólo los buscadores, sino también las redes sociales y mapas digitales, ponen al alcance de cada uno de nosotros. Por desgracia, al igual que en otros temas, el COVID-19 ha venido a trastocar todo esto. Para evitar que la enfermedad se propague de manera exponencial, parece necesario realizar un control al minuto de las evoluciones de cada individuo.  Con todas las seguridades referentes a la privacidad y el anonimato, nos tranquilizan, si no fuera porque es trivial volver a poner nombre y apellidos a los datos. Basta con tener la suficiente potencia de cálculo para cruzar metadatos, algo que a Google le sobra.

Una cuestión de método. Dado que estos avances tecnológicos son recibidos con aplauso y alborozo por la mayoría de comentaristas -veáse el optimismo sin fisuras de Alessandro Baricco-, ¿en qué me baso para dar  crédito a la versión de Zuboff. Es obvio que no tengo criterios para decidir, pero en estos caso procuro seguir la vía Rashomon. Si recuerdan la película de Akira Kurosawa de 1950, en ella se mostraban cuatro testimonios presenciales de un mismo hecho, los cuatro incompatibles y contradictorios entre sí. Averiguar la verdad, si es que la hubo, resultaba poco menos que imposible, a no ser por un pequeño detalle: tres de las versiones estaban construidas para exculpar a quien la narraba y colocarlo en la mejor luz posible. La cuarta por el contrario, mostraba a la humanidad como lo que es en realidad: mezquina y cobarde. Lo que ocurre con la narración de Zuboff, libre de toda la adulación corporativa, tan cercana a la abyección, de estas historias de triunfo empresarial. Tan cercanas a la hagiografía, puesto que sus protagonistas también se proponen como camino de salvación, aunque ésta sea terrenal y no celestial.

¿Qué es lo que nos cuenta Zuboff de Google? En primer lugar, que los fundadores de Google, Larry Page y Sergey Brin, aunque genios tecnológicos, no tenían olfato comercial. En el año 2000, su buscador era el mejor del mercado -sigue siéndolo en la actualidad-, pero no conseguían beneficios comerciales de él, o al menos la suficiente cantidad para enjugar sus muchas deudas. Añádase a esto que el año 2000 fue el del estallido de la burbuja de las .com, que se llevó por delante a muchos de los pioneros de Internet y algunas empresas de mayor calado, con lo que a finales de ese año a Google le quedaban apenas unos meses de efectivo en caja antes de verse obligado a declarar la quiebra

En esa tesitura, los fundadores de Google contrataron de urgencia y dieron plenos poderes a Eric Schmidt, alguien cuyo perfil  en nuestras tierra sería el de "interventor". Sin especiales conocimientos técnicos, pero con el instinto para apreciar de un vistazo qué podía dar beneficios. En el caso de Google. ese algo valioso era un resultado secundario del funcionamiento de su buscador. Para mejorar su eficacia y devolver a cada usuario los "hits" más próximos a sus preferencias, Page y Brin almacenaban el historial de búsqueda y navegación posterior. Ésa información describía, de manera muy burda, lo que pensaba una persona, por lo que podía utilizarse para presentar publicidad personalizada. Vender esos datos, mejor dicho, ofrecer a los anunciantes una herramienta que permitiese presentar sus productos a quiénes tenían más posibilidades de comprarla, fue la palanca que sacó a Google de una ruina segura. Gracias, no lo olviden, a un mero contable, no a dos chavales que tuvieron una idea genial en su garaje.

Por supuesto, de mostrar publicidad personalizada a influir en la conducta de las personas sólo hay un paso. Muy fácil de franquear, además. Ya hemos hablando en otras entradas de esta serie de como, a partir del referendum del Brexit y las elecciones estadounidenses de 2016, se hizo normal utilizar ejércitos de bots para conseguir victorias políticas. El objetivo era -es- conseguir desplazar el espectro político hacia un extremo de la escala, el de la extrema derecha, mediante ataques personalizados a personas susceptibles de creer ciertos mensajes radicales. No de forma descarada, sino como si vinieran de personas afines y utilizando un gradación de contenidos que vira de manera paulatina hacia el extremismo. El deseado por su promotores.

Por desgracia, añalizar este fenómeno nos llevaría mucho tiempo. Volvamos a Google y su irresistible ascensión. En 2001, esta compañía estaba preparando otro producto revolucionario: Google Maps. Esa herramienta era -y es- el sueño hecho realidad de todo cartógrafo, puesto que permite consultar un mapa a escala 1:1, incluso con la posibilidad de ver como es en la realidad lo que se representa de manera abstracta. Ese avance tecnológico coincidió con un hecho que, antes del coronavirus, parecía ser el definitorio de este siglo XXI: los atentados del 11S. La conmoción dejó al descubierto las muchas carencias de los servicios de información de la mayor potencia, que el gobierno de George Bush hijo, en una deriva autoritaria, se propuso subsanar al instante. Se necesitaba poder saber la situación y evoluciones de cualquier persona de los EEUU, de manera que se pudiese deducir si iba a cometer algún acto terrorista.

Como pueden imaginar, unas leyes de ese estilo jamás iban a superar el trámite parlamentario. Incluso si lo hacían, sería al cabo de largos años de debate. Fue entonces cuando se fraguó una alianza antinatura entre Google y la administración estadounidense. Con Google Maps y las búsquedas realizadas en su buscador, era posible trazar con cierta precisión las andanzas de cualquier persona, aún mejor cuando el sistema operativo Android se hiciese omnipresente. Era justo lo que deseaban los servicios de información de los EEUU, así que durante varios años vertieron espuertas de dinero en el nuevo producto, con la condición de tener acceso directo a los datos de individuos concretos, sin intromisión del congreso o las autoridades judiciales.

No es que Google Maps no hubiera podido salir adelante sin esa inyección de fondos, pero sí le habría costado más tiempo y quizás no tendría la potencia de la que disfruta ahora. En contrapartida, Google sabe todo de nosotros, dónde hemos estado, con quién y por cuánto tiempo. Hasta tal extremo que sólo podemos recuperar ese secreto sobre nuestros movimientos adoptando medidas radicales: dejando nuestros móviles en casa y renunciando a usar las redes sociales y a navegar en Internet.

Decisión que ninguno de nosotros estamos ya dispuestos a tomar: hemos sido condicionados a vivir de una manera concreta, con esas herramientas, sin las cuales no podemos imaginar ya la existencia.

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