Si son aficionados al cine mudo - a menos que sean de esos amantes de la contradicción por sistema - coincidirán conmigo que la década de los veinte del siglo pasado constituye la cumbre de ese modo... y una de las cumbres absolutas de la cinematografía mundial. Desde Cabiria (1914, Giovanni Pastrone) y The Birth of a Nation (1916, David Wark Griffith), el cine mudo va abandonar completa y definitivamente los resabios del teatro victoriano y del Tableau Vivant, para encontrar un lenguaje propio y definitivo, explorando al mismo tiempo las dos vías opuestas y aparentemente inmiscibles de la comercialidad y la experimentación. El resultado final sera la creación de obras que no necesitaban del sonido para ser inteligible. Más aún, para las que el sonido sería un estorbo, ya que las imágenes se bastaban a sí solas, característica que nos llevo a más de uno a enamorarnos de ese cine tan distinto del de nuestra época, pero al mismo tiempo tan cercano.
Varieté (1925) de E. A. Dupont es una de las obras máximas de ese periodo, tanto por esa absoluta confianza en las imágenes que la componen, como por su condición de anómala, de contradictoria, de ser a la vez comercial y experimental, íntima y espectacular, acrobática y sobria. Parejas de opuestos que se funden en esta película como si no existiesen sus diferencias, con completa e insospechada facilidad, de manera que mi primera visión de esta cinta, allá por los años 90 del siglo pasado, tuvo visos de auténtica experiencia de las que marcan en la vida. Tanto que es de las pocas películas cuyo recuerdo no se me ha despintado, mejor dicho, que el sentimiento que me produjo no se atenuó con el paso de los años.
Ahora mucho tiempo más tarde, he tenido la oportunidad de verla en HD y en versión sin cortes - o mejor dicho, reconstruida a partir de múltiples fuentes - y aunque en esta ocasión no he sentido el torbellino emocional de mi primer encuentro con ella, la película no ha perdido por ello nada de su impacto, ni mucho menos de su importancia. Parte de ese atractivo, de esa permanencia, se debe a un fenómeno lateral: la libertad temática de la que gozaban los directores de la Alemania de Weimar, en contraste con el conservadurismo y la censura que serían la norma de mediados de los años treinta en adelante. Las películas de ese tiempo no huyen de los ambientes sórdidos ni de las temas escabrosos, lo que las dota de un erotismo visual, al mismo tiempo sensual y sádico, que no volvería a reaparecer en la cinematografía mundial hasta la década de los sesenta y el derrumbamiento de las trabas censoras.
Esta temprana tendencia hacia el erotismo, junto con la violencia, no significa que las películas de ese tiempo se queden en mera ilustración de ambos apetitos. Aquella época fue también la de llevar las reglas recién descubiertas del cine hasta sus últimos extremos, de forma que cualquier argumento representado no es solamente una exploración de sus posibilidades temáticas, sino muy especialmente, de las estéticas. En el caso de Varieté, Dupont busca amplificar el impacto de las conductas representadas en la pantalla haciendo uso de todo tipo de recursos cinematográficos, como primeros planos, encuadres expresivos y narrativos, montaje alternante entre diferentes puntos de vista o alargamiento/acortamiento forzado de los planos. Recursos que son moneda corriente ahora, pero que en manos de Dupont parecen absolutamente nuevos, recién encontrados, rebosantes de sorpresa, ésa que proviene del descubrimiento.
Esa frescura de lo que ahora, pasados noventa años, debería parecernos caduco y apolillado, como poco trivial y desprovisto de interés, se debe a que Dupont sabe jugar muy bien sus cartas estéticas. Muchos de esos hallazgos ya no lo eran incluso en tiempos de Variete, pero en esta película se utilizan con parsimonia, mejor dicho, con un manejo ejemplar de los ritmos y los tiempos, sabiendo cuando hay que acelerar el tempo y cuando contenerlo. De esa manera en las escenas íntimas, donde prácticamente los actores quedan aislados de su entorno, encerrados en las prisiones que ellos mismos se han construido, la cámara queda a su vez fascinada por ellos, intentando reproducir, sin distorsiones, eso mismo que está presenciando, remedando en su quietud la intensidad con la que ellos se entregan a sus pasiones o el temor que les impide hacerlos realidad... para luego, en el momento apropiado, contagiarse de ese mismo torbellino que les atrapa, arrebato reflejado en un montaje rápido, pero completamente claro e inteligible.
Ese mismo montaje rápido es el que se reserva para las escenas públicas, aquéllas que tienen lugar en los espectáculos circenses de los que los protagonistas son los atracciones principales, o las reuniones y fiestas que tienen lugar después de las actuaciones. El efecto que se pretende es el de reconstruir en imágenes una sociedad, como la de Weimer, esencialmente caleidoscópica, multiforme, acúmulo de contradicciones, siempre en movimiento y cambio, cuya realidad e impacto sólo puede ser representada, transmitida y compartida precisamente de esa manera. Un caos que se refleja en las imágenes, pero que, al mismo tiempo, no impide que sea legible en su expresión y ligazón.
Porque esa es la gran lección de la película. A pesar de todas sus audacias, de todos los experimentos, a pesar incluso de una trampa en su tramo final, la película siempre deja espacio para que los personajes respiren, para que sus emociones se desarrollen. Y el resultado no puede ser mejor. Real, creíble, fresco y natural.
Como si no tuviera esos 90 años a sus espaldas y acabase de haber sido rodada ayer.
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