sábado, 20 de junio de 2015

Las resultas




























Comencé a ver la segunda parte de Hadashi no Gen (Gen de Hiroshima, 1986, Toshio Hirata) con cierta aprensión. Tras la explosión literal de la primera parte, poco me parecía que se pudiese contar ya, mientras que toda reiteración sólo sería un ir cuesta abajo. Les confieso que me equivoque: Hadashi no Gen aún tenía mucho que contar.

Lo primero que me llamó la atención es que el diseño de personajes me resultaba muy conocido, distinto tanto del manga original como del elegido para la primera película. En realidad, lo más parecido a ese tipo de dibujo era el grafismo de Otomo Katsuhiro en Akira (1988), sin que haya podido determinar hasta que punto ambas obras compartieron equipo artístico. Por otra parte, la animación de esta segunda para es mucho mejor, más cuidada y mas expresiva que la de la cinta original, en la que abundaban torpezas y errores que sólo la fuerza y la importancia de lo narrado permitía disculpar.

No sería la primera vez que el éxito de una primera obra permita que la segunda disfrute de un presupuesto mucho más holgado, permitiendo así refinamientos prohibidos para la obra original. No sería tampoco raro que esa inyección de recursos se quedase en nada, en mero brillante envoltorio de un recipiente vacío. Afortunadamente, como ya les he indicado, esta película sabe ser una más que digna continuación de la obra original, en parte, supongo, por la solidez del material de partida, uno de esos mangas que deberían figurar en la biblioteca de todo aficionado.

Por supuesto, no esperen un momento absoluto como el de la primera película, la descripción del apocalipsis nuclear. En el caso de esta continuación, el tema principal son las resultas de las explosión, como sus efectos siguen afectando a la ciudad y sus habitantes muchos años tras el lanzamiento de la bomba atómica. Así el paisaje urbano que nos describe esta segunda parte está marcado por la presencia constante de las ruinas, de los pocos efidicios cuya estructura resistió a la explosión nuclear, que los supervivientes intentan reutilizar como vivienda, como escuela, como refugio, escondite o almacén.

Alrededor de esos arrecifes donde los supervivientes se arremolinan como aves migratorias,  se va creando una nueva ciudad. Su característica principal es ser provisional, haber sido construida con los muchos restos de aquel naufragio colectivo, para devenir así perteneciente a un pasado remoto, anterior a este siglo XX, desprovisto de todas sus comodidades, de toda su organización y ventajas. Esa descripción de una nueva vida definida por su abigarramiento, sirve para crear una de las grandes secuencias de la película, ésa que he querido ilustrar con las capturas, donde al mismo tiempo se describe como la rueda de la vida vuelve a girar, pero también como muchos se han quedado definitivamente fuera de esa recuperación y renovación... subrayando esta contradicción con un rasgo de cruel ironía, dos soldados americanos que fotografían curiosos la desolación que su país ha infligido sobre tantos inocentes.

La película se mueve así entre dos opuestos, la resurrección de Hiroshima y la muerte que aún sigue imponiendo su ley sobre ellas. Contrarios entre los que transita sin que parezca haber fronteras o divisiones, como si uno llevará directamente al otro, como si ambos fueran insperables, consustanciales, de manera que los niños protagonistas acaban por encontrar una nueva familia entre una banda de pilluelos que se dedican al contrabando y el hurto, mientras que las fuerzas de la ley y el orden se revelan como un enemigo casi peor que los ocupantes americanos, de quienes sólo deben temer indiferencia, al separarles una barrera cultural infranqueable.

La vida retorna así a la normalidad, a la que acompañan de manera inseparable la discriminación y la explotación. Porque las calamidades de los supervivientes no se limitan a haber presenciado el infierno, ni quedan relegadas a un pasado cada vez más remoto, pronto olvidado, del cual pudieran disociarse, considera que le sucedió a otros que ya no son ellos. En su interior, sin saberlo, el veneno radiactivo puede seguir actuando, para manifestarse muchos años más tarde, cuando ya se creía estar fuera de peligro, sin que nada ni nadie pueda venir a salvarles, sino es esa misma muerte de la que creyeron haberse librado.

Condición de condenados a muerte, en permanente espera de que su condena se ejecute, que les transforma en apestados, en anormales, en parias, especialmente para aquellos que llevan en su cuerpo las cicatrices del apocalipsis o los muchos se han quedado definitivamente solos, sin familia, parientes y amigos, arrebatados todos ellos por el horror indescriptible que tuvo lugar una mañana de verano.

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