Tengo la impresión que el cuento de Poe, The Fall of the House of Usher, debe de ser una de las obras más adaptadas en la historia de la cinematografía. Aunque no lo fuera, debe de ser la que cuenta con mayor número de películas notables, en el sentido que no sólo han sido capaces de traducir en imágenes la atmósfera malsana del original, sino que se colocan por méritos propios a la vanguardia de la investigación cinematográfica de su tiempo.
Para demostrarlo basta con dar un breve repaso a la lista de autores que han intentado adaptarlo. Entre ellos, además de especialistas del cine Z como Jesús Franco y Roger Corman, se encuentran figuras del calibre de Curtis Harrington (dos veces), Jan Svankmajer, el duo Watts/Webber o Jean Epstein, cuya película La Chute de la maison User (1928) es el objeto de esta entrada. Estos últimos nombres son personalidades cruciales en el desarrollo de esa otra historia del cine que es el cine experimental, lo que debe permitir hacerse una idea de la importancia del cuento de Poe en el desarrollo de la forma, en la búsqueda constante de caminos inexplorados, de nuevas posibilidades expresivas que luego sean normalizadas por los cineastas comerciales.
El propio cuento de Poe se presta especialmente bien a la aplicación de una praxis experimental. Aquellos lectores que lo hayan leído en la adolescencia, recordarán su carácter alucinatorio, de pesadilla en palabras, de descripción de un mundo fuera de la realidad en el que lo temido se hace palpable. Esas características del material de partida hacen imposible una adaptación racional y cartesiana, obligan al frenesí y a la locura, de forma que el director se ve obligado a salirse de los caminos habituales, a tornarse excéntrico, si verdaderamente quiere ser fiel al espíritu de la película.
Puede imaginarse entonces en lo que una adaptación de este cuento puede llegar a convertirse en manos de maestros de la experimentación, como los señalados arriba. Más aún si se tiene en cuenta que la fidelidad, en este caso, no consiste serlo al texto sino a la reconstrucción de esos ambientes tan típicos de Poe, en los que la putrefacción y la descomposición son compañeras constantes de la vida. Vida que en realidad no es más que una muerte retrasada, en un tiempo en el que la normalidad, la racionalidad, la belleza serena y tranquila han sido definitivamente desterradas, substituidas por una caída en el torbellino de la locura y de la destrucción, que en realidad tiene mucho de voluntaria y deseada.
En la obra de Epstein, precisamente, para ser más fiel a Poe se realizan importantes modificaciones a la obra original. Los dos amigos protagonistas ya no son compañeros de colegio, sino que pertenecen a diferentes generaciones, lo que amplifica el efecto de discordancia propio de todo cuento del autor norteamericano. A esta primera desviación, Epstein añade elementos de otro cuento de Poe, The Oval Portrait, que sirve para ilustrar la relación, entre incestuosa y masoquista, que existe entre Usher y su hermana, y que quedaba un tanto desdibujada en la narración original, donde ella no pasaba de ser una presencia fantasmal. Importancia capital adquiere también un tercer personaje, inexistente en el material de partida, el del doctor de la familia, que termina por convertirse en una especie de shaman cuyo poder parece omnímodo e insoslayable.
Sin embargo, estas modificaciones temáticas no supondrían nada nuevo o notable, si no fuera por el aparato visual con que Epstein las complementa. La mansion Usher se halla en un inmenso páramo, frío y vaío, al cual sólo es posible llegar tras un largo y penoso viaje, cuya narración ocupa buena parte del principio de la película. Se trata de un lugar situado prácticamente fuera del tiempo y del espacio, al cual los lugareños no se atreven a acercarse, como si fuera el propio castillo del Nosferatu (1922) de Murnau.
Esa impresión de desolación, de provisionalidad, de invierno y muerte, se acentúa, una vez llegados a Usher, con la descripción de los interiores de la propia mansión, de espacios de una amplitud imposible, y cuyas ventanas están desprovistas de cristales o contraventanas que cierren el paso a un viento que reina en esos espacios con potencia y fuerza casi sobrenatural. Las habitaciones de la casa Usher no son otra cosa que inmensas cavernas, conectadas por laberínticas escaleras, por retorcidos pasillos, en los cuales se acumulan muebles y armarios, envueltos en telas y cortinas, sin orden aparente, como si se estuviera a punto de mudarse o se acabase de llegar.
En realidad, la mansión Usher no es otra cosa que una inmensa caverna, mejor dicho una cripta habitada por futuros muertos, en anticipación del mausoleo real de la familia, el cual se haya situado casi al otro extremo del mundo, al final de un viaje largo e inverosímil. Ese lugar es un auténtico reino subterráneo, similar al Hades, al que sólo se llega tras cruzar una laguna, perderse en los bosques, descender al corazón de la tierra, para perder así todas las referencias terrestres. Un lugar inalcanzable, por tanto, pero que al mismo tiempo es terroríficamente próximo y cercano, al menos para los muertos, que podrán alcanzar el territorio de los vivos casi sin esfuerzo, como por ensalmo, sin preocuparles las distancias o los obstáculos.
Aún así, esto no bastaría. Es necesario, como ocurre, que la cámara de Epstein pierda toda prudencia, que su mirada se torne alucinada, que nos obligue a mirar como si nuestra mente fuera el cerebro enfermo y obsesionado del propio Usher, incapaz de reprimir sus impulsos, obligado a llevarlos a su consecución completa y total, independientemente de las consecuencias devastadoras que de ellos se deriven. Es preciso, asímismo, que veamos el tiempo dilatarse, que esa decadencia, esa podedumbre de la casa Usher se nos revele casi eterna, inexorable, para lo cual Epstein tira de ralentís, en un ejemplo perfecto de como se debe utilizar de manera propia un recurso´expresivo que en otras décadas parecería manido, prescindible y casi indigno.
Es inevitable, por último, que la cámara de Epstein haga visible como las acciones de los personajes distorsionan y deforman el mundo, como son ellos, debido al efecto corruptor y destructivo de su locura, los que causan la destrucción del mundo, sin que, alcanzado ese estado, haya esperanza de retorno o de curación. Porque sólo queda ya, habitar en el mundo desquiciado que uno mismo se ha construido, regodearse en su absurdo, proclamar su perfección absoluta en su irracionalidad extrema.
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