Aunque pueda parecer paradójico, la principal característica del nazismo, tal y como ha quedado registrado en la conciencia popular, es su excepcionalidad. Podemos comprender, aunque no lo compartamos, las razones por las que un régimen como el franquismo o el fascismo italiano llegaron al poder, se consolidaron y perduraron, de manera que estos regímenes pueden considerarse como normales, una posibilidad entre tantas que puede adoptar la vida política de una sociedad. Llegado el caso, podemos realizar el mismo ejercicio con el Estalinismo, a pesar de la magnitud de sus crímenes y la irracionalidad, teñida de paranoia, en la que cristalizó durante la década de los 30. En todo instante podemos trazar la manera en la que una teoría política válida - aún con muchos seguidores - desemboca en una maquinaria opresiva y asesina, sin que tengamos que apelar a excepcionalidades o deus ex machina, más allá del azar propio y consustancial a todo proceso histórico.
Nada de esto parece posible en relación al nazismo, lo que tiene consecuencias devastadoras a la hora de analizar y evaluar su repercusión histórica. En primer lugar, el termino nazismo parece haberse convertido en el insulto definitivo y su uso, en la conclusión de todo debate coherente. Este movimiento político queda así aislado de la vida y evolución de las sociedades, como algo que surgió debido a una mutación monstruosa y que por tanto, es improbable que vuelva a repetirse, dejando a salvo tanto nuestras consciencias como la moralidad de las sociedades a las que pertenecemos, que nunca podrán ser infectadas por ese virus.
Sin embargo, conviene darse cuenta que la toma del poder por parte de los nazis fue completamente pacífica, o al menos mucho menos incruenta que la de dictaduras de ultraderecha posteriores, como es visible si se compara la investidura de Hitler con el golpe de estado de Pinochet. Los mecanismos por los que los nazis llegan al gobierno se muestran de una sencillez desconcertante y reveladora. Tenemos por una parte un estado, como el alemán de la república de Weimar, donde amplios sectores de la población - y mucho más importante, de los organismos del estado, como la jurisprudencia, la administración y el ejército - son defensores de soluciones nacionalistas de extrema derecha, opuestos a cualquier intento de reforma progresista, a lo que se une un fuerte espíritu de revancha, en esos mismos sectores, por la derrota en la primera guerra mundial. Estos factores no hubieran bastado por si solos para dar origen al nazismo - aunque sí a un régimen autoritario de derechas como en tantos otros países europeos en los años 30 - pero a ellos se añadió el impacto de la crisis de los 30 que mostró la impotencia de los partidos tradicionales para resolverlas y que movió a muchos votantes - por ejemplo, los pequeños propietarios agrícolas alemanes - a preferir formaciones cada vez más extremistas, como los nazis.
Esta deriva provocada por la crisis y apoyada por un substrato ya existente, sirve para explicar la llegada de Hitler al poder en 1933. Sin embargo, no explica por sí sola el monolitismo que alcanzó esa misma sociedad alemana en 1936, ya que en 1933 Alemania era un estado plural, en el que convivían múltiples formaciones políticas y muy diferentes modos de pensar, de manera que la cultura alemana se hallaba a la cabeza de la vanguardia artística y científica europea, como demuestra el solo ejemplo de la Bauhaus. En enero de 1933, la situación, por tanto, no estaba ni mucho menos consolidada, de manera que bien podría haberse producido una revuelta de las formaciones de izquierda contra el nuevo canciller, provocando su caída, una consolidación del nuevo régimen como dictadura autoritaria de derechas, pero sin Hitler, o incluso una revolución de extrema derecha dirigida por la SA.
Nada de esto ocurrió y de nuevo no hay una causa única, sino un lento y continuado desmontaje del sistema democrático de Weimar, en la que demasiados prefirieron mirar hacia otro lado, mientras no se vieran directamente afectados. De esta manera, el incendio del Reichstag en febrero del 1933 permitió a Hitler derogar los derechos fundamentales recogidos el la constitución, justo antes de unas elecciones en las que los nazis tuvieron libertad absoluta para amenazar y coaccionar a sus enemigos políticos. En el parlamento que surgió de ellas, los nazis no tenían mayoría absoluta, pero dado que el partido comunista había sido puesto fuera de la ley y gran parte del grupo socialista detenido o en el exilio- Dachau fue fundado en esas fechas -, esa mayoría absoluta había sido conseguida a todos los efectos. Desde ese instante, los nazis podrían aprobar e imponer las leyes que quisiesen cuando y como les apeteciera.
Aún había fuerzas que podían oponerse al movimiento nazi: el resto de las fuerzas de derecha y los sindicatos. Ambos prefirieron guardar silencio, los unos satisfechos por el aplastamiento de la izquierda, los otros en la ilusión de poder contemporizar con el nuevo poder y salvar sus organizaciones, lo que en ambos casos tuvo consecuencias catastróficas. Los sindicatos fueron extirpados el 1 de mayo de 1933, en una operación relámpago del gobierno nazi que llevó al cierre de sus sedes y a la detención de sus dirigentes. En lo que concierne a la derecha, los sucesos de la noche de los cuchillos largos permitieron no sólo que Hitler se deshiciera de la rama más radical de su partido, las SA, sino que envió un mensaje bien claro a los jerarcas de la derecha, como von Papen: desde ese instante, ellos también podían ser eliminados si no se plegaban a los designios del partido.
Desde intante Hitler y el Nazismo gozaban de poder absoluto en Alemania, un poder que pronto se demostró totalitario, en el sentido de crear una comunidad nacional en la que cada habitante se sintiera identificado con los objetivos del partido y donde cualquier disidente sería despojado de todos los derechos, consignado a la eliminación. Ese adoctrinamiento se llevó a cabo desde la más tierna infancia, mediante la nazificación de la educación y la obligatoriedad de la pertenencia a Hitlerjugend, la organización juvenil del partido, y continuaría durante toda la vida del individuo, mediante el servicio militar obligatorio, las sucesivas campañas de trabajo colectivo, de las que nadie podía librarse y la transformación de toda la vida social en una celebración del partido y sus ideales, en la que la propaganda jugaba un papel principal, mostrando la felicidad y la salud de aquellos que pertenecían a la comunidad nacional, opuesta a la torvedad y decadencia de aquellos que habían sido expulsados de ella, bien por sus ideas o por pertenecer a las razas inferiores.
No es extraño, por tanto, que tras apenas seis años de nazismo, incontables jóvenes alemanes estuvieran dispuestos a morir por su líder, sin plantearse pregunta alguna ni admitir titubeos. Como bien decía un historiador del nazismo, el mayor éxito de la política de este régimen fue convertir cada acto de rebeldía en personal, privado y solitario, algo que no se podía compartir por miedo a la denuncia y que en el mejor de los casos quedaba limitado al ámbito familiar, en el peor, al interior de la propia cabeza.
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