Comentaba en entradas anteriores como es posible escribir una tercera vía de la historia del cine, en la que el acento esté en lo que se conoce - con cierto tono despectivo - como cine experimental, cuando en otras artes sería considerado como el único válido, caso de la pintura o la escultura. En la larga lista de maestros desconocidos del cine experimental hay una serie de nombres centrales, de ésos a los que se vuelve una y otra vez, como es el caso de los americanos James Watson y Melville Webber, quienes realizaron dos cortos fundamentales a finales de los años 20, Lot in Sodom y The Fall of the House of Usher, al cual está dedicado este comentario
Ya me había encontrado con The Fall of the House of Usher anteriormente, gracias a la compilación mamut, Unseen Cinema - Early American Avant-Garde Film. La he vuelo a revisar este fin de semana con la no menos interesate compilación de Kino Video, Avant-Garde Experimental Cinema, volumen 2, a la que estoy dedicando esta serie de entradas. En ambos visionados - quizás un poco más atenuada la sorpresa inicial en esta segunda ocasión - lo primero que llama la atención es la imaginación visual de Watson y Webber, capaces de prensar en los escasos 12 minutos del corto, una serie de hallazgos fílmicos que otros autores - los de la via comercial y demasiados de la afrancesada - son incapaces de replicar en toda su carrera y decenas de hora.
No se me entienda mal. La desbordante sucesión de efectos visuales de The Fall of the House of Usher no puede ser repetida en ninguno de los otros dos estilos, simplemente porque en el clasicismo cinematográfico la servidumbre de las imágenes al texto - ese guión sin el que supuestamente es imposible crear un buen filme - impide todo tipo de florituras que no estén justificadas en el material de partida, cerrando el paso a cualquier intento de glosa o elaboración visual, en otras palabras a una forma fílmica que emule el género poético en la literatura. Por otra parte, en el modernismo de raíces francesas - ése inspirado por la Nouvelle Vague - busca liberar al producto fílmico de todo tipo de adorno, de cualquier servidumbre literaria y, sobre todo, del aparato de producción asociado a una película clásica, que sólo sirve para ahogar la creatividad de los involucrados. El cine modelo de la Nouvelle Vague es, por tanto, el cine que podría rodar cualquier aficionado - sin que esta etiqueta suponga ningún menosprecio - conformando un cine ascético y minimalista en el que cualquier floritura está prohibida por imperativos estéticos, llegando a ser considerada como traición y blasfemia.
Para ambas escuelas, la orgía visual de los cortos de Watson y Webber, se haya en completa oposición a sus fundamentos estéticos, hasta el extremo que podría considerarse como enemigo de ambos modelos de cine, al no respetar el realismo consustancial al clasicismo o el ascetismo austero de los proponentes de la Nouvelle Vague. Sin embargo, dado el material de partida, no se me ocurre una mejor manera de ilustrar el cuento de Poe, a la espera aún de ver la mítica versión de Epstein. Si algo caracteriza la ilustración de Watson y Webber es la palabra frenesí, el mismo frenesí suicida que impregna la historia original, la de mundo fuera de nuestra experiencia cotidiana, cuyo giro ha quebrado su eje, pero que continúa rotando, arrastrado por su propia inercia, hasta estrellarse en un último paroxismo.
Una clima de pesadilla, en el que se mezcla la enfermedad mental con dos de los tabús más profundos de nuestre especie - el amor entre hermanos y el enterramiento en vida - que Watson/Webber traducen en imágenes mediante una serie de efectos que no por más sencillos son menos efectivos, ni turbadores. En esta versión se utilizan espejos para crear auténticos collage visuales , no mediante la superposición ni el efecto especial en la sala de montaje, sino creándolo en la propia cámara según se rueda. Una audacia a la que se añade la utilización del texto y la tipografía entrelazada con las imágenes, de forma que partiendo de los intertítulos del mudo, se da un paso más allá, convirtiendo a la letra escrita en igual de la imagen.
Un camino que apenas ha sido seguido, por supuesto, por ninguna de las vías principales de la cinematografía, pero que para mí resulta crucial, el único modo de liberar al cine de las cadenas que el mismo se ha impuesto.
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