domingo, 24 de febrero de 2013

The World at War (XXIV): The Bomb, February - September 1945






















En este capítulo de The World at War se aborda el que para desgraciadamente demasiados es el único acontecimiento que conocen de la guerra del Pacífico: las dos bombas atómicas lanzadas respectivamente sobre Hiroshima y Nagasaki, las cuales también demasiadas veces se intentan explicar sin tener en cuenta el contexto y las circunstancias que las acompañaron, llegando a conclusiones apresuradas que nuevamente demasiadas veces sólo reflejan el posicionamiento político - ya sea actual o heredado - del comentarista.

No me entiendan mal. El lanzamiento de las dos bombas atómicas es un hecho de una importancia trascendental en la historia de la humanidad: El momento en que los seres humanos adquirimos la posibilidad de suicidarnos como especie, ya que las consecuencias directas e indirectas de una guerra termonuclear a gran escala no sólo llevarían al exterminio de miles de millones de seres humanos, sino que abocarían a la extinción de los supervivientes, ya fuera por la radiación que subsitiría durante decenios y siglos, o por los cambios climáticos - el invierno nuclear - que dejarían sin cosechas durante largos años a cualquier sociedad agrícola del planeta.

Por otro lado, el hecho de que este arma se utilizase contra la población civil, causando decenas de miles de muertos en el instante de la explosión - tanto por la onda de choque como por las altas temperaturas - y otras tantas decenas de miles en las décadas siguientes - heridos que no pudieron sobrevivir a las horribles heridas causadas por esa arma, todos los contaminados por la radiación - bastan para destruir cualquier pretensión de moralidad que los aliados pudieran aducir. Da igual los crímenes - de naturaleza similar a los del nazismo - que hubiera cometido el militarismo imperial japonés, porque con el lanzamiento de las bombas atómicas los americanos se habían puesto a la altura de los verdugos y asesinos del régimen Imperial, en ese no tan extraño proceso, por el que las potencias aliadas, a finales de 1944 y 1945, empezaban a utilizar en su acciones bélicas los métodos y las razones de sus enemigos del eje, especialmente aquel lema de terrible de: cuanto más cruel sea una guerra, más humana es, porque la acorta.

Se ha discutido mucho sobre sí el lanzamiento de las bombas atómicas, llevó realmente a evitar una catástrofe mayor, expresada en una resistencia a ultranza a los desembarcos americanos en el territorio del Japón que hubiera convertido a las matanzas de Iwo Jima u Okinawa en simples "incidentes" donde las cifras de decenas de miles de muertos en el primer caso o de centenares de miles en el segundo caso, se hubieran convertido en millones. Es cierto que el estamento militar estaba entrenando a la población para combatir a  la población por cualquier método imaginable - incluido atacar con lanzas de bambú, lo cual hubiera provocado una matanza de civiles inimaginable y que la cúpula militar seguía aferrada a su idea de causar una cifra de muertos estadounidense que llevase a este país a negociar una salida honrosa de la guerra para el Japón - léase, de su cúpula gobernante -  aunque los muertos civiles se contasen por millones o decenas de millones. Sin embargo, lo anterior no sirve de disculpa, ya que el lanzamiento de las bombas atómicas no es una medida desesperada para resolver un bloqueo en las operaciones, sino una conclusión lógica del modus operandi americano. En Agosto de 1945 cuando se lanzan las bombas atómicas, los americanos llevaban medio año arrasando con incendiarias las ciudades japonesas - el bombardeo de Tokio de Marzo había causado más muertos que Hiroshima y Nagasaki - hasta el extremo de que ya no quedaban objetivos donde enviar las formaciones de B-29.

Así, en cierta manera, el lanzamiento de las bombas atómicas, desde el punto de vista americano no es más que un medio barato y mejor para conseguir el aniquilamiento de las ciudades japonesas. Business as usual, podríamos decir, a lo que hay que añadir el hecho de que a esas alturas de la guerra, tras la caída del nazismo, la cúpula gobernante americana empezaba a pensar cada vez más en cómo iba a ser la distribución de poder en el mundo de postguerra. En esos planes, ya desde comienzos de 1945 había una serie de hechos meridianos para cualquiera que tuviese dos ojos de frente. Primero, que las potencias europesas: Inglaterra y Francia, tendrían un peso mínimo en el mundo y que su hegemonía sería heredada por los EEUU. Segundo, que la Rusia Soviética era el nuevo poder hegemónico de Eurasia y que lo que sus ejércitos conquistasen no saldría de su esfera de influencia, a menos que se quisiese comenzar una tercera guerra mundial, recién acabada la segunda. Era urgente, por tanto, desde el punto de vista americano , terminar la guerra del Pacífico, antes de que los ejércitos soviéticos se derramasen por el asia ocupada por el Japón.

Alguien dijo que terminar una guerra era mucho más difícil que comenzarla, simplemente porque todas las declaraciones belicistas, los muertos que se han ido apilando, impiden que cualquiera de los contendientes haga el gesto de dirigirse al otro y abrir conversaciones de paz inmediatas, ante el temor de ser eliminados por los extremistas de su propia nación. Es aterrador oír a los miembros del gobierno de Truma declarar que la fórmula de paz definitivamente aceptada por los japoneses - ocupación con respeto a la figura del emperador - estaba sobre la mesa de los consejos de ministros de Estados Unidos desde la primavera de 1945, pero que se prefirió jugar a las ambiguedades, esperando que el derrumbe japonés se hiciera efectivo sin tener que renunciar a la política de rendición incondicional. No es menos terrible - y especialmente aleccionador respecto a la inteligencia de nuestros dirigentes - escuchar a los miembros del gobierno japonés, declarar que sabían que la situación era insostenible, pero que el honor del japón y los sentimientos del pueblo japonés - aún hoy escuchamos a políticos refugiarse detrás de "mayorías silenciosas" que aprueban sus políticas, no les permitían aceptar una humillación como ésa - léase, no queríamos perder nuestros privilegios - y que su única medida, cuando todo llevaba a la catástrofe nacional, fue pedir a Stalin y Molotov que actuasen como mediadores, maniobra que los líderes soviéticos ignoraron, puesto que en pocos meses iban a atacar la Manchuria ocupada y no les convenía que la guerra terminase demasiado pronto.

La ceguera y cobardía, producto de la codicia y el ansia de poder, llegaría a su paroxismo cuando una vez lanzadas las bombas atómicas, amplios sectores del gobierno japonés siguiesen abogando por una resistencia a ultranza, siguiendo el lema: 100 millones de japoneses mueren juntos. De hecho, incluso una vez decidida la rendición, unidades del ejército no dudaron en invadir el palacio imperial - recuerden, la sede del divino emperador, por el que todo japonés debía dar su vida - para intentar impedir la trasmisión del anuncio de rendición.

Y es que no hay que olvidar - como hacen muchos - que el régimen japonés era un régimen totalitario al que le importaba un comino el bienestar de su población, a los que consideraba como simple carne de cañón. Un régimen que sólo merecía ser derribado, pero del que muchos de sus dirigentes - empezando por el emperador - eludieron el castigo, mientras que sus crímenes quedaban rápidamente ocultos y olvidados.

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