sábado, 2 de febrero de 2013

A time capsule

Apolo de la Casa del Citaredo

La exposición sobre Pompeya que se puede visitar en la Fundación Canal de Isabel II madrileña puede fácilmente ser calificada como esquizofrénica, al constituir una extraña amalgama de muestra ejemplar yuxtapuesta a una continuación cuyo entusiasmo la torna mentirosa.

Por empezar con lo malo, si bien Carlos III (sí, nuestro Carlos III) era soberano de Nápoles cuando comienzan las excavaciones de Pompeya, requiere un inmenso esfuerzo imaginativo, próximo a la adulación, bautizarlo como descubridor de la ciudad. Como es sabido para cualquiera que conozca la historia de España, los intereses de Carlos III se reducían a poco más que la caza, y si es considerado como un buen soberano es simplemente porque tuvo el buen criterio de dejar las tareas de gobierno a personas más capacitadas que él, en concreto la larga lista de ilustrados que intentaron esa modernización de España desde arriba que pronto se iría al traste con el siguiente Carlos, su favorito Godoy y la explosión revolucionaria francesa.

Puede parecer un detalle nimio, pero la exposición se hubiera beneficiado mucho si se hubiera dado una visión más equilibrada de como se descubrió la ciudad, lo que al principio tuvo mucho de saqueo disfrazado de búsqueda de curiosidades latinas, y de quienes estuvieron involucrados, con lo que el público español habría podido conocer la existencia de una personalidad decisiva en el desarrollo cultural de siglo XVIII como fue Winkelmann. Aún así, este olvido sería disculpable, sino fuera por lo que viene a continuación, la presentación de las excavaciones romanas en España como el descubrimiento de otras tantas Pompeyas. Esta comparación exagerada, sin ningún fundamento real, sólo sirve para disminuir la riqueza en fundaciones romanas de la península - basta citar Mérida, Segóbriga, Clunia, Itálica, Tarraco, entre muchas otras -, al confundir al visitante no especializado sobre las condiciones de su descubrimiento y conservación, pero especialmente sobre el tipo de objetos que se han recuperado en las excavaciones y que pueden contemplarse en una visita.

En pocas palabras, en España no tenemos una cápsula del tiempo perfecta, como la de Pompeya, que nos ilustre con todo tipo de detalles sobre la vida cotidiana de una ciudad de provincias del Imperio.


El corredor
Dicho ya todo lo malo, volvamos a lo  bueno, que lo hay y mucho. Lo que esta exposición consigue en su parte primera, la dedicada propiamente a Pompeya, es hacernos consciente de la importancia de ese yacimiento arqueológico en el conocimiento de la vida del Imperio Romano, casi más que una visita a la propia ciudad. Lo anterior puede parecer exagerado, pero lo cierto es que lo que el visitante encuentra al recorrer la ciudad es sólo una parte incompleta de lo hallado en Pompeya, un esqueleto al que se le ha desprovisto de todo aquello que podía transportarse a un museo, y que precisamente, fuera de los magníficos frescos conservados in situ, hace de Pompeya un yacimiento arqueológico distinto a todos.

Lo esencial en Pompeya es que la huida precipitada de los habitantes, junto con su sellado durante siglos por causa de la cenizas que la enterraron, dejo el ajuar completo de las casas tal y como eran, hasta un extremo que, caso excepcional en la arqueología, nos permite determinar la función de cada una de sus estancias. La cantidad y variedad de los objetos recuperados es tal que es posible reconstruir la vida cotidiana en el primer siglo de la era cristiana en un grado de detalle que no será posible hasta el renacimiento. Como muestra esta exposición, Pompeya nos ha legado piezas completas de mobiliario, los utensilios de cocina e incluso las propias comidas, conservadas por el fuego destructor, además de conjuntos completo de utensilios de medicina, escritura, pintura y gimnasia.

No sólo eso, sino que la calidad de las esculturas y las pinturas encontradas, además de la variedad y libertad de sus temas, hizo que nuestros antecesores del siglo XIX, pensasen en Pompeya como una especie de metrópolis riquísima y decadente, cuando en realidad era una ciudad de segunda clase. Darse cuenta de este detalle, no hace más que aumentar la admiración de cualquiera, ya sea lego o erudito, sobre los logros de la civilización romana, ya que se piezas de esa perfección podían encontrarse en cualquiera lugar del Imperio, que no habría en los centros de civilización, como Atenas, como Antioquía, como Efeso y Alejandría, como la mismisima Roma, y que hemos perdido.

Porque la estatuaria clásica, a pesar de las copias renacentistas y neoclásicas, tiene un algo que estas siempre han sido incapaces de reproducir, excepto en las manos de los mejores artistas, la sensación de que esos cuerpos de mármol y metal están dotados de vida, de que cada tendón, cada músculo está tenso con energía a punto de dispararse,  de que si tocásemos esa cárne pétrea cedería al empuje de nuestros dedos, un efecto de proximidad, de realidad, de existencia que en estas piezas se ve multiplicado por haberse conservado los ojos con que los que los antiguos daban vida a sus estatuas.

O la sopresa que constituyen los frescos pompeyanos, especialmente aquellos cuyo tema son naturalezas muertas o la actividades más prosaicas de la visa, en los que cualquier mirada atenta descubre que fueron pintadas por manos de especial presteza y al mismo tiempo seguridad, capaces de conseguir efectos casi impresionistas, pero también de reproducir la realidad de forma fotográfica, como si esto no fuera una flagrante contradicción.

Naturaleza Muerta


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