Uno de los especiales rodados tras la conclusión de The World at War, el llamado Warriors, retoma los testimonios recogidos en el capítulo final, Remember, para intentar ahondar, descifrar y hacer compartir la psicología de los soldados en guerra.
Por supuesto, esto es un imposible. Nosotros, los hijos de la paz somos incapaces de concebir lo que supone estar en un campo de batalla, con la amenaza y la presencia constante de la muerte, de nuestra desaparición y extinción, como si el resto del mundo hubiera dejado de existir. Lo único que nos queda son los testimonios de los supervivientes, siempre mediatizados por el recuerdo y el olvido, por la consciencia de lo que se puede contar y lo que no, por la certeza de que esa experiencia no se puede transmitir, a los que se unen los diferentes productos culturales, novelas y películas, que buscan trasladar al lector a ese campo de batalla, pero que al final acaban siendo transmisores de la idea que la sociedad tiene de la guerra, siempre teñida de la idea de la gloria, el honor o la superación personal.
El "siempre" que acabo de utilizar puede parecer extraño en un mundo en el que el naturalismo extremo en la descripción de las operaciones bélicas en el cine y la literatura. Un marchamo de su veracidad y al mismo tiempo una seguridad del rechazo a todo conflicto, a toda guerra. Motivos muy nobles y muy loables, pero que sólo son apariencias, envoltorios con los que narrar la misma historia siempre repetida: aquella por la que la guerra, a pesar de toda su crueldad, es buena y necesaria, porque se libra contra los malos, como demuestra el que hayamos vencido, y porque templa a los hombres y les enseña a vivir, algo encarnado en el mito americano de "The Best Generation".
Lo ocurre, incluso en las obras más bienintencionades, como Saving Private Ryan o Band of Brother, es que el público exige acción, escenas de combate que le suban la adrenalina, con lo que toda la historia se construye alrededor de estas dosis que deben suministrarse regularmente, dejando de lado todo lo demás y convirtiendo cualquier narración del conflicto en una sucesión de hazañas bélicas, en la que el heroísmo es lo único que cuenta, por muchos disfraces con que se lo disimule. ¿Y qué es este todo lo demás al que me refería? Pues sencillamente, y en palabras de mi abuelo ya difunto, suciedad, hambre, aburrimiento y miedo, precisamente lo más difícil de representar en imágenes y por tanto aquello de lo que huyen hasta los mejores - supuestamente mejores - directores.
Es esta realidad auténtica de la guerra, el eterno esperar sin hacer nada, en medio de la suciedad y el frío, sin comida bastante, ni reposo suficiente, el que domina en todo los testimonios de los supervivientes. Un estado de cosas en el que el curso de las operaciones se difumina, se disuelve, en la que la vivencia de los soldados se reduce a las pocas decenas de metros que le rodea, y donde lo que ocurre queda completamente disociado de los hechos decisivos, que siempre parecen tener lugar en otra parte. Ese estar y no estar, esa confusión del campo de batalla, esa ignorancia siempre presente es la gran ausente de todas nuestras representaciones de la guerra, en las que - se pretenda o no - siempre se intenta explicar el porqué y la razón de las cosas, su lugar en la evolución de los acontecimientos, aunque están sean desconocidas para aquellos soldados que los protagonizan.
Verdad que sólo unos pocos escritores, unos pocos cineastas, como Tolstoi, como Stendahl, como Malick, han sido capaces de describir en toda su crudeza y su intensidad. Razón última por la que siguen siendo recordados, mientras que otras obras acaban por confundirse y disolverse en el limbo de las copias y repeticiones.
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