Los que sigan este blog, recordarán mi sorpresa al revisar las películas rodadas por Mizoguchi en los años 30, antes de que la censura del militarismo japones le relegase a filmar obras propagandísticas a finales de los 30 e inicios de los 40. Política y estilísticamente, el joven Mizoguchi era mucho más radical y directo que lo que pueden hacernos sospechar sus obras mayores de los 40, de manera que sus heroínas no dudaban en rebelarse abiertamente contra la opresión másculina, utilizando el fuego contra el fuego, y sin que importase mucho el precio que tuvieran que pagar al final.
La revisión de la filmografía de Ozu me ha proporcionado una sorpresa similar con el visionado de Hitori Musuko (el Hijo Único), rodado en 1935, por este director. No hablaré en este caso de radicalidad y ni siquiera sé si Hitori Musuko es una excepción en la obra de Ozu, pero esta película muestra a un director fuertemente preocupado por la realidad social de su época y las reacciones de sus protagonistas al nuevo Japón surgido de la revolución Meiji. Un conflicto entre el presente y el pasado que indefectiblemente termina en derrota, expresada ésta por la destrucción de los ideales de la nueva generación y su caída en la marginación y la pobreza... casi como en el New Brave World en que nos hemos visto forzados a habitar.
No es que el estilo de rodaje de Ozu sea radicalmente distinto. Todo él está ahí, solo que sin la perfección habitual en los cincuenta, sus largos planos estáticos, su cámara a la altura de un hombre sentado en un tatami, sus transiciones entre escenas utilizando planos/pintura que nos llevan paulatinamente de un escenario a otro o su habilidad para hacernos oir el silencio, intercalando pausas en los diálogos que permiten respirar y meditar a los personajes y al público. Lo que es radicalmente distinto es el enfoque, la mirada con que Ozu cuenta la historia.
Como es sabido, Ozu acabó construyendo un marco narrativo único que utilizaba como pretexto para profundizar en la depuración de sus recursos estéticos. Básicamente, este argumento consistía en un padre que tenía que separarse de su hija, llegada la edad de independizarse, y que frecuentemente tenía lugar en un ambiente de clase media sin especiales penurias financieras y disociado del entorno sociopolítico - excepto pequeñas referencias casi invisibles - para producir en el espectador una impresión de eternidad. En Hitori Musuko, por el contrario, el ambiente sociopolítico es omnipresente y pesa como una losa sobre los personajes, en forma de todo aquello que el dinero - un poco de dinero - podría conseguir y que el fracaso del protagonista en su intento por formar parte de la clase media le impide adquirir.
Ese fracaso es también una constante de otras películas de Ozu - recuérdese Tokyio Monogatari - pero en esas películas se expresaba como un alejamiento de la generación de los hijos con respecto a la de los padres. El simple hecho biológico de tener un vida propia fuera de la familia impedía que ambas generaciones se comprendiera, acabando convertidos en completos extraños. En el caso de Hitori Musuko, sorprende lo fuerte que es el vínculo entre madre e hijo - otra diferencia con el Ozu posterior - y la facilidad que tienen para sincerarse entre ellos. Si el vínculo ha acabado por deshacerse - madre e hijo apenas habían intercambiado noticias durante un largo periodo - ha sido precisamente por la presión a la que se ha visto sometido el hijo, al que la educación y el traslado a Tokyo no le ha traído el éxito y la seguridad que estas prometían, sino el fracaso, la destrucción de todas sus ilusiones y el descenso a una posición de semimarginalidad en la que el mero hecho de la visita de su madre le supone una carga económica que no puede mantener durante mucho tiempo.
Por supuesto, nada de esto culmina en un drama desaforado. Estamos hablando de Ozu, de un director tan educado y humano que resulta casi imposible imaginar a uno de sus personajes levantar la voz o ser malvado - salvo contadas excepciones. Siempre habrá una razón un motivo de excusa que nos permita comprender las acciones de ese personaje, aunque debamos reprobarlas. Sin embargo, de nuevo resulta sorprendente la facilidad que tienen los personajes de Hitori Musuko para expresar su emotividad, para hacerla pública no sólo entre ellos, sino frente al público. Una excepción en el modo de Ozu que queda perfectamente explicada por las terribles circunstancias que las que ambos personajes - Madre e hijo - se ven inmersos: La madre habiendo vendido todo lo que tiene para dar a su hijo una educación, el hijo viendo sus sueños destruidos y sin posibilidad de recuperarse. Ambos sin nada más el vínculo que se tienen - y en el caso del hijo la frágil familia que ha fundado - pero que en su caso, en vez de motivo de orgullo, acaba por constituir un lastre que amenaza con hundirles definitivamente.
La película concluye con un pequeño asomo de esperanza. Aparentemente el hijo encuentra nuevas fuerzas para volver a estudiar e iniciar la búsqueda de un puesto de trabajo mejor, pero casi inmediatamente se nos niega al ver la situación de la madre en el pueblo lejano - al otro lado del Japón - en el que vive. Esas noticias no han llegado a su conocimiento, aliviando su dolor, ni probablemente lo harán, su cansancio, su derrota a través de su hijo es tan completa y definitiva que presentimos que no vivirá ya mucho tiempo.
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