sábado, 21 de agosto de 2010

Instructions of use

Monocromo, Ives Klein

Tiendo a dejar de lado lo que ocurre en el Reína Sofía (me niego a llamarle MNCARS) al tratarse de un museo de arte contemporáneo sin colección de arte contemporáneo, dado el odio de nuestra extinta y longeva dictadura patria por todo aquello que fuera contra nuestras esencias raciales, y cuyo concepto del arte preferido está perfectamente expresado en el monumento monstruoso del valle de los caidos, mezcla de cripta, catacumba y bunker, el cual espero que no tiren jamás para enseñanza y advertencia de futuras generaciones.

Sin embargo, a pesar  (o quizás por ello) a pesar de la pobreza de su colección, el Sofidú siempre se ha caracterizado por montar exposiciones monográficas auténticamente enciclopédicas y en muchos casos irrepetibles (aún lamento no haber comprado los catálogos de la colección Phillips, o los de Balhus y Freud)... y aún sigue haciéndolo, sólo que dado que mi iniciación artística se realizó a principios de los ochenta, me es difícil identificar lo importante realizado en los últimos cincuenta años, que aún estaba por fijar en esos tiempos.

El caso es que por una razón u otra he estado a punto de perderme la muestra Nuevos Realismo, 1957-1962, más que interesante por muchos motivos, el principal por ilustrar un tema que raramente se aborda o se trata, la transición entre movimientos artísticos, ya que se prefiere mostrarlos en su momento de plenitudo o centrarse en la evolución de un artista. En el caso de esta exposición se aborda un momento importantísimo en la historia del arte reciente, la transición de los informalismos de los 40 y 50 al pop, por llamarlo de alguna manera, que dominaría los 60.

No es que no tenga mis peros sobre el enfoque de la exposición. Para los organizadores ese momento supone la transición del modernismo/formalismo al postmodernismo, mientras que para mí, los movimientos de los sesenta constituyen la fase final del modernismo, todo lo viciada y mezclada que se quiera, en la cual se produce el último paso en el desmontaje del modo que había dominado el arte occidental desde 1400, por poner una fecha. En efecto, si poco a poco se había desmontando los conceptos de perceptiva, tema, figuración, los informalismos demolieron el concepto de belleza que se suponía consustancial al arte, mientras que los movimientos de los sesenta acabaron con el propio concepto de arte, aunque en esto ya se les habían adelantado dadaísta, surrealistas y por supuesto Marcel Duchamp.

Esta doble naturaleza, de ilustración  momento de transición y de última etapa en la evolución de un metamovimiento, como es el modernismo, convierte esta exposición en más que interesante, como digo. Pero no es menos el constatar un elemento que no está explícito pero que planea sobre toda la muestra. Se trata simplemente que a partir de este instante, el objeto de arte ya no puede ser comprendido y disfrutado por sí solo, sino que necesita de una manual de instrucciones, que se nos cuente como fue concebido, en qué condiciones fue expuesto, con que intenciones se presentó.

Un ejemplo magnífico de lo que quiero decir son los monocromos de Ives Klein, como el que abre esta entrada. Aislado en una sala de un museo, esa pintura parece no querer decir nada y su importancia completamente incomprensible, más allá de la audacia de ser la auténtica no-pintura. Sin embargo, hay que tener en cuenta que estos cuadros no se exponían en solitario, sino en grupos completos rellenando una sala de exposiciones, y colocados en posiciones precisas, como si toda la instalación guardase un significado oculto que se nos resistía a ser revelado.

Un secreto que, por supuesto, no existía, y que se era evidente para todo aquel que supiese mirar, ya que se trataba de una megabroma, en la mejor tradición dadaísta, en la que el público que acudia a la exposición, cargado de conceptos y expectativas, se veía expuesto (¡nunca mejor dicho!) a un conjunto que le recordaba lo conocido, pero que era incapaz de descifrar y que ne caso de serlo, habría supuesto que el visitante hubiese de renunciar a sus conceptos y creencias.

Méta-Matic 17, Jean Ti nguely

No muy distinto es el concepto que se esconde tras la Méta-Matic de Tinguely, esos autómatas pintores que negaban al artista y que realizaban obras aleatorias en serie y que en algunos casos llegaban a autodestruirse. O la transformación del espació de exposición en un depósito de basura, como hizo Arman, donde todo lo rechazado por la sociedad se sedimentaba y volvía a ser hecho visible, invadiendo incluso los supuestos espacios sacrosantos que no debería hollar.

Arman, Plein en la Galería Iris
Todo como digo, en un esfuerzo de raíz dadaísta en el que se procedía a destruir el último dogma que quedaba, el del objeto de arte concebido como reliquia laíca y el del artista como su santo creador, para substituir al artista por la máquina, al objeto digno de veneración por la basura abandonada en las calles y al propio arte por la nada más absoluta.

Ives Klein creando sus pinturas de fuego

Quesa por supuesto, la cuestión de la seriedad de estos artistas. Esa pregunta que se repite tantas veces en la historia del arte del siglo XX, si éstas personas intentan timarnos o no. Cada caso, por supuesto, exige su propio análisis. Pero cuando veo, como he visto en películas de la época, como Ives Klein aplicaba el soplete al lienzo para crear sus pinturas de fuego...

Ives Klein, Pintura de Fuego

... el resultado se me aparece aún más hermoso, aunque este adjetivo no hubiera gustado a estos creadores.

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