Como todos los Lunes una nueva entrega de Forjadores de Imperio. Continuando con la alternancia, volvemos a la expansión del Imperio Romano durante la Republica Tardía. La Fecha: 168 a.C. El Lugar: Alejandría.
Año 168 a.C. Alejandría
El griterío me obliga a abandonar la cabina. Aún no hemos salido del puerto. La tripulación se agolpa contra la borda de estribor. Desde lo alto del mástil, el vigía señala algo en el agua. Me abro paso. Entre las olas, no lejos del barco, veo la cabeza de un nadador. De vez en cuando desaparece bajo el agua, pero enseguida vuelve a salir. Uno de mis arqueros tensa su arma. Le hago seña de que no dispare. Ya hemos perdido bastante tiempo en este penoso encargo. Si con lo que acaba de ocurrir conseguimos librarnos definitivamente de él, bien está. Doy orden de izar la vela y poner rumbo a Alejandría.
Mientras nos alejamos, observo la progresión del evadido. No tendrá problemas en alcanzar la orilla. Muy distinto será lo que le ocurra a partir de ese instante. No creo que tarden mucho en capturarlo o matarlo.
La luz de la torre de Faros nos ha guiado durante toda la noche. Ahora, al despuntar el día, la ciudad entera se ofrece ante nuestra vista, medio cubierta en sombras, sus mármoles teñidos de rosa. Sobre la bocana del puerto se alza el palacio de los reyes, recortándose oscuro sobre el cielo anaranjado del alba, vigilante y protector, mostrando al mundo quién domina el océano. Tras el espigón que cierra la rada se alzan una multitud incontable de mástiles, casi se podría decir que todos los navíos del mundo han venido a fondear aquí. Viramos para embocar el puerto y, tras la torre de faros, aparece la gran biblioteca, semejante a un buque presto a zarpar, destacando entre las casas que se agolpan a su lado en el muelle. Más lejos, entre los tejados y azoteas que se extienden hasta el horizonte, relumbran cegadores los pináculos del Soma y el Museón. El silencio más absoluto nos rodea, roto sólo por el rumor de los remos al entrar y salir del agua. La ciudad aún duerme. Sería más preciso decir que acaba de acostarse. Aún humean antorchas en las gradas del teatro.
No hay viajero que no se estremezca al llegar a Alejandría. No importa cuantas veces se haya arribado a ella. Su gloria y magnificencia siempre abruman. Sin embargo, toda esa gloria que nos recibe no es más que un pálido reflejo del pasado. Una preciosa cáscara vacía. El cuerpo de Alejandro se pudre desde hace siglos en la cripta del Soma. Ni él ni su sombra van a salir de allí, por mucho que sus sucesores invoquen su nombre. Están más preocupados en asesinarse entre sí que en restaurar su gloria, si eso fuera aún posible. Cuando abandoné Alejandría para cumplir esta penosa misión, tres reyes se sentaban en el trono de los Ptolomeos. ¿Quién sabe quiénes de ellos continuarán aún vivos? ¿Quién sabe sí mi cabeza no estará puesta a precio?
Anclamos en el muelle real, justo bajo el palacio. Mientras aproximan la pasarela, contemplo el interior de la rada. Las huellas de la última revuelta aún son visibles. Muchas casas todavía no han sido reconstruidas y sus escombros son un recordatorio de lo frágil que es nuestra posición. Los incendios han ennegrecido el mármol de la gran biblioteca. Algún dios decidió salvarla por esta vez de la destrucción. Tampoco se hubiera perdido mucho. Es cierto que contiene todas las ideas que ha producido el hombre, pero también todos sus monstruos. Desde hace años sus custodios sólo se ocupan en escribir comentario sobre comentario sobre comentario sobre comentario, para abarrotar así los estantes y ocultar su ignorancia.
El pelotón de soldados que me recibe en el muelle no viene a arrestarme, sino a comunicarme que los reyes me concederán mañana una audiencia. Tanto da que sea hoy o mañana o nunca. ¿Qué puedo comunicarles que no sepan ya? ¿Qué se han cumplido las instrucciones que les dicto el enviado romano? ¿Qué hemos entregado un asilado a los bárbaros para que lo ejecuten? ¿Qué la gloria de los Ptolomeos, hermanos de los dioses y dioses ellos mismos, se reduce ahora a ejercer de lacayos de los romanos? Para eso no hace falta mi presencia, el semblante del siguiente enviado romano bastaría para mostrarles si los amos están satisfechos o descontentos.
Abandono el puerto. En vez de retirarme a descansar a mis aposentos de palacio, me sumerjo entre el dédalo de callejuelas que forma la ciudad. No debería hacerlo. Las calles no son seguras. Me arriesgo a verme envuelto en cualquier tumulto, a ser apuñalado en cualquier calleja. Demasiadas veces hemos aplastado sin piedad a la plebe de Alejandría, como para que ésta pierda cualquier oportunidad que se le presente para ajustar cuentas con sus amos macedonios. La prudencia me dicta volver a palacio y encerrarme en el recinto de sus murallas, pero me niego a abandonar mi ciudad. No me importa que sus calles hayan sido tomadas por la escoria procedente de las cuatro esquinas del mundo, hablando en lenguas ininteligibles, hambrienta de riquezas, dispuesta a todo por conseguirlas. Está decidido que ellos nos sucederán. No tardarán mucho. Cada vez quedan menos de mi estirpe. Guerras, conjuras y represalias nos han diezmado. Pronto, muy pronto, el único macedonio que quedará en la ciudad será el cadáver de Alejandro.
Entro en un burdel. Entre el humo y los vapores distingo a algunos de mis amigos. Están inconscientes. No es extraño. Es la única vida que nos queda. Perdernos, olvidarnos, embrutecernos. Quizás mañana estemos muertos. Elijo al azar a una de las hetairas y me retiro con ella a un aposento. Bebemos deprisa para emborracharnos cuanto antes y le hago el amor frenéticamente. Mientras estoy sobre ella, tengo que cerrar los ojos para no verla y poder continuar. Su cuerpo y su rostro son repulsivos. ¿De qué obscura frontera la habrán traído nuestros mercaderes de esclavos? ¿Qué ciudad, qué aldea, qué familias habremos destruido esta vez para conseguir tan magro botín? Somos el cáncer que corroe y destruye al mundo. Toda la inmundicia y el horror que hemos creado refluyen ahora incontenibles sobre nosotros, para arrastrarnos y ahogarnos.
Ojalá llegue pronto el final.
El mar está en calma. Tenemos viento de popa y no hace falta utilizar los remos. La nave se desliza suavemente sobre el obscuro mar. La tripulación dormita sobre la cubierta. Contemplo las estrellas. En el silencio de la noche, casi podría oírse la música de las esferas.
Desciendo a la cabina donde guardamos al prisionero. En cuanto oye abrirse la puerta, se pone en pie y me mira atemorizado. No ha pegado ojo desde que embarcamos.
- Mañana llegaremos a Fasélide. No sé si te entregaremos allí o continuaremos hasta Rodas.
- Déjame en libertad, te lo suplico. Los romanos van a ejecutarme.
- No me lo pongas más difícil, Mi cabeza también está en juego.
- Puedes alegar que me escapé.
- Cierto. Pero, ¿de qué te serviría? ¿Crees acaso que vas a encontrar refugio en alguna parte?
- Entre mis conciudadanos. Junto a mis parientes y amigos. Ellos no me entregaran. Ellos no me traicionarán.
- Necio. Al escucharte no me extraña que Rodas se haya perdido. ¿Estás ciego o qué? ¿No ves lo que ha sucedido a tu alrededor? El rey Antíoco estaba a punto de conquistar Alejandría. Ha bastado con que ese cerdo Romano frunciera el ceño para que un soberano tan poderoso tuviera que retirarse a Antioquía con el rabo entre las piernas. Mi propio rey ha tenido que asociar al trono a su hermano, al mismo hermano al que pensaba asesinar, todo porque los romanos así se lo han aconsejado. En cuanto a ti, no eres más que un regalo. La prenda que mi rey envía a Roma para mostrar su agradecimiento y fidelidad.
- Pero yo era vuestro huésped. ¡teníais la obligación sagrada de protegerme!
- ¿Y qué? ¿Nos íbamos a dejar matar para que tú salvases la vida? Deja de creerte que vives en un poema homérico. Presta atención y aprende. Si así han obrado dos reyes poderosos, cuyos reinos están separados de Roma por mares y montañas, piensa en lo que serán capaces de hacer tus amigos y parientes, que los tienen como vecinos.
- Escúchame tú también. Hoy soy yo la víctima del sacrificio, pero mañana lo seréis vosotros. Todos vosotros que tan listos os creéis. Cuando os llegue el turno, ni siquiera podréis alardear de haber tenido el coraje de rebelaros como nosotros. Os habréis exterminado entre vosotros mismos. Los romanos no tendrán otra molestia que la de agacharse a recoger vuestros despojos.
- Puede, pero por ahora somos nosotros los que continuamos vivos.
Subo de nuevo a cubierta. El viento ha cesado. La vela pende muerta. He tomado mi decisión. Le desembarcaremos en Fasélide, estén o no aguardándole. Tengo que librarme de esta pesada comisión cuanto antes.
¿Y eso hará que tenga menos razón?
¿Estoy despierto o dormido? La habitación gira lentamente en torno de mí. Se detiene, retrocede y vuelve a empezar su rotación. Me sumerjo lentamente en la inconsciencia, pero no logró conciliar el sueño. Algo me empuja hacia la superficie, una y otra vez, una y otra vez. Estoy tumbado sobre un lecho, pero ¿dónde? Comienzan a dolerme las articulaciones. Es un dolor sordo que se extiende con lentitud al resto de mi cuerpo. Mi cabeza late. Mis ojos están secos e hinchados. Una nausea me sorprende. Me incorporo, tapándome la boca con las manos y espero a que pase.
No veo nada, aparte de la rendija de luz que se filtra por debajo de dónde debe encontrarse la puerta y se extiende un trecho por el suelo. Mi cuello se dobla. No puedo mantener la cabeza erguida. Debo sostenerla con las manos. Permanezco así largo rato, tratando que mi respiración vuelva a su ritmo normal. Me ahogo. La habitación está llena de un hedor acre que me sofoca. Vuelvo a sentir deseos de vomitar
Algo me sobresalta. Sudo profusamente. ¿Me habré quedado dormido en esta postura? Escucho a mi lado la respiración pausada de alguien que duerme. Adentro, Afuera. Adentro, Afuera. Es una mujer. He pasado la noche con ella. Un olor penetrante y repulsivo se desprende de ella. La nausea me vuelve a tomar por sorpresa. Entonces me doy cuenta. El hedor proviene de mí, está dentro mí, en mi boca, en mi sudor, en mis manos, en mi cabello. Tengo que salir de aquí. Necesito luz, aire fresco, agua, agua, un baño.
No me muevo. Mi cuerpo permanece inmóvil. El terror me invade. Imágenes confusas acuden a mi cabeza. Deliro.
Avanzo por la sala del trono. Nadie. El mármol se ha desprendido de las paredes, dejando ver los ganchos de metal que lo sostenían a los ladrillos de las paredes. El pavimento está cubierto de tierra y hojas secas. En las gradas que suben al trono reposa la diadema real. La tomo entre mis manos y la examino atentamente, buscando algo, pero en su superficie, lisa y bruñida, no hay nada. Nada.
En realidad estoy sentado al borde de la cama. La luz se precipita a raudales en la habitación. Una mujer duerme en el lecho, cubierta por las sabanas, al lado de la huella que mi cuerpo ha dejado en el jergón. Su piel es de color negro, como el de la prostituta a la que he alquilado, pero no la reconozco en ese cuerpo que se extiende ante mí. La belleza de esa mujer desconocida es como la de las estatuas de las diosas que se alzan en los templos. Abre sus ojos y se vuelve hacia mí. Son tan profundos que me estremezco. La dirijo la palabra, pero permanece en silencio. Vuelvo a hablarle, pero se niega a responderme. Se limita a contemplarme desde detrás de su silencio, mientras las lágrimas se deslizan por sus mejillas.
Camino por los pasillos de la biblioteca. A ambos lados se elevan altísimos anaqueles en los que se apilan incontables rollos. Tomo uno y lo despliego. Está en blanco. Tomo el siguiente y ocurre lo mismo. No importa el que elija, en ninguno hay nada escrito. No quedan ya respuestas.
Paseo de un lado a otro del puente del barco, nervioso e irritado. La situación empeora. El prisionero se ha refugiado en un santuario y ha pedido asilo. Los Rodios se niegan a hacerse cargo de él. Prefieren que nosotros resolvamos el embrollo y así evitarse el estigma de sacrílegos. Los ciudadanos de Fasélide me exigen que abandonemos cuanto antes la ciudad con el prisionero. Tiemblan con la sola idea de tener que arrostrar la cólera de los Romanos. Sólo falta que se presente en el puerto algún enviado de Alejandría o, mucho peor, ese maldito embajador de los romanos, Popilio Lena.
Hay que acabar de una vez. Reúno un grupo de marineros y desembarcamos en la ciudad. Las calles están vacías. Puertas y ventanas permanecen cerradas y atrancadas. Sé que tras cada una de ellas nos observan ojos curiosos. No intervendrán, pero tampoco quieren perderse nada de lo que acontezca. Cuando llegamos al templo nos sigue una multitud, ansiosa por presenciar el desenlace. Si me dejara ir, ellos pagarían por todo.
Él está abrazado al altar. El ramo de suplicante pende fláccido y ridículo a su lado. Nos contempla lleno de terror. Le conmino a levantarse y seguirnos al barco. Por toda respuesta se limita a aferrarse con mayor fuerza al altar. Su mirada se clava alternativamente en cada uno de nosotros, como si intentará mantenernos a raya. No lo soporto. Ordeno que lo arranquen de ahí y se lo lleven.
En cuanto siente que las manos tocan su cuerpo, comienza a gritar como si fuera un cerdo al que están matando. Los marineros forcejean con él, sin ningún resultado. Patalea, se revuelve, logra hallar siempre algún asidero al cual aferrarse. Esto dura ya demasiado. Desenvaino la espada y me acerco al grupo. Con el pomo le machaco los dedos sin misericordia, hasta que suelta su presa. Le arrastramos calle abajo hasta el muelle. Él no deja de berrear y proferir alaridos. Clama por la ayuda de sus conciudadanos, pidiendo venganza por el sacrilegio que acabamos de cometer. Nadie le responde. Saben que si no fuéramos nosotros quienes se lo llevasen, serían los romanos. Ellos no se conformarían con una sola víctima.
El cuerpo que está a mi lado se agita levemente. Sin mirarme ni dirigirme la palabra, se levanta y sale de la habitación. La luz inunda la estancia cuando abre la puerta. Su silueta se recorta un instante en el umbral y luego desaparece. Estoy de nuevo sólo.
¿Qué hora es? ¿Qué día es? Una audiencia. El prisionero. Tenía una audiencia con los reyes. Me incorporo sobresaltado. Todo mi cuerpo se estremece de dolor. Debo marcharme a palacio inmediatamente, pero cada movimiento me cuesta un esfuerzo enorme. Con lentitud, recojo mis ropas, me visto y me aventuro en la sala. Nadie. Dejo unas monedas sobre una mesa y emerjo a la luz del día.
Las calles rebosan de gente que se dirige a sus ocupaciones. Apenas se puede dar un solo paso, hay que dejarse llevar por la corriente. Todos parecen felices. Los soldados que patrullan relajados, los campesinos que vienen a comprar a la ciudad, los tenderos y artesanos que vocean su mercancía. El sol lo ilumina todo con un fulgor cegador. Un viajero recién llegado se dejaría engañar por este idilio. Yo sé que basta el menor incidente para que los mismos ciudadanos que te ceden ahora el paso, vuelquen los bancos de los vendedores y con ellos hagan teas y lanzas, para atravesarte, para abrasarte mientras aún estás vivo. Sé también que no ocurrirá hoy, así que me uno a la comedia y sonrió a los que quizás tenga que ejecutar mañana, a los que quizás me asesinen pasado mañana.
Como siempre, en el patio de palacio se apretuja una multitud de peticionarios. Luchan entre sí, se empujan y golpean, insultándose en todas las lenguas del orbe, para conseguir el mejor puesto, aquél dónde los reyes puedan fijarse en su presencia. Los pocos cortesanos que se atreven a deambular por el patio son inmediatamente asediados por hordas de solicitantes, que blanden rollos de papiros frente a sus caras, intentando llamar su atención. Ningún enemigo se atreverá a desafiar a Egipto, aseguran, las crecidas del Nilo siempre serán puntuales y abundantes, los ganados no enfermarán, la gloria y la fama de los Ptolomeos se extenderán hasta los últimos confines del mundo, el amor y el respeto de los súbditos estará garantizado. Todo lo anterior y mucho más será concedido, con solo que los reyes se dignaran a echar un breve vistazo a su petición.
Los soldados que escoltan los cortesanos se las ven y se las desean para mantener a raya a los pedigüeños, pero, afortunadamente, siempre hay un secretario que sigue al grupo, el cual recoge cada uno de los rollos que se le presentan y promete que serán estudiados con el mayor interés. En cuanto hayan salido del patio los tirará a un montón de basura.
Un oficial ha aparecido en lo alto de las escalinatas de palacio. Un clamor de expectación se eleva del patio. El oficial hace señas pidiendo silencio. Los dioses Ptolomeos no se mostrarán hoy a sus fieles. La multitud no se disuelve. Permanece allí, compacta, expectante. No es la primera vez que se anuncia algo similar y luego sucede lo contrario. Nadie puede permitirse perder una oportunidad, quizás la oportunidad, cuando se llevan días o semanas de espera.
Me aproximo al cordón de soldados que cierra el acceso a palacio y me identifico. Un guardia me conduce a una cámara donde esperan otros convocados. En ella reconozco a un conocido mío que me saluda alegremente y viene a sentarse a mi lado. Con gestos de estar ocultando un gran secreto, señala a uno de los presentes. Es un tránsfuga del ejército de Antíoco, cuchichea a mi oído. Mi amigo es una persona a las que todo le parece de color de rosa. Ahora que el enemigo se pasa a nuestras filas, dice, será un juego de niños reconquistar Palestina. Con un poco de suerte hasta Antioquía, la capital enemiga, caerá en nuestras manos. No puedo reprimir una sonrisa irónica.
Mi interlocutor se para en seco, ofendido. Me disculpo torpemente, he pasado una mala noche, le digo, y la resaca todavía me dura. Mi interlocutor observa mi aspecto con atención y parece convencido. Para reconciliarse conmigo, me guiña el ojo y me sonríe con complicidad, mientras hunde su codo en mis costillas. Ya se sabe. Alejandría es famosa por sus noches y él también corrió lo suyo de joven. Sin consideración alguna comienza a hacerme el relato de sus muchas aventuras.
No presto atención a su verborrea. Soy incapaz de mantener los ojos abiertos. Sólo deseo dormir, dormir, dormir. Sin sueños. Sin término. Como dicen que ocurre en la muerte.
Mi nombre ha sido pronunciado. Tambaleándome, me adentro en la inmensa sala de audiencias. Oro, marfil y mármol cubren las paredes, los muebles, incluso los cuerpos de los guardias. A unos metros del trono me prosterno ante los dioses Ptolomeos. Nadie tiene permiso para mirarles al rostro o permanecer en pie en su presencia. La muerte espera al imprudente que así lo haga. Aguardo en silencio, la mirada fija en el pavimento, a que los reyes se acuerden de mí y me dirijan la palabra, como hacen todos los que me rodean. Sólo el enviado de Roma permanece en pie, al lado del trono, con una mirada de sorna indisimulada.
Nota: Tras la derrota de Perseo, los romanos ordenaron a los reyes de Egipto que entregaran a todos los refugiados. La anécdota que se relata es cierta, uno de ellos fue trasladado en barco de Alejandría a Rodas y se refugió en un templo al hacer escala en un puerto de la actual Turquía. Los que le escoltaban le arrancaron de ahí y él volvió a fugarse a nado, para ser capturado poco después y entregado a los romanos. También es cierto que hubiera tres Ptolomeos diputando por el trono, como lo es que los seleúcidas estuvieran a punto de tomar Alejandría (por dos veces) y que la plebe de Alejandría se rebelase y estuviese a punto de quemar la ciudad.
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