Otro Lunes, otro cuento de Forjadores de Imperios (ya saben donde pueden encontrar los primeros). Como ocurre con los que tienen número impar, continuamos acompañándo a Alejandro en sus viajes de conquista... aunque el orden no sea cronológico y nuestra opinión (la mía, digo) no sea demasiado optimista.
Así que aquí lo tienen, en el Oasis de Siwa en el año 331 a.C.
Año 331 a.C, Oasis de Siwa
Los guías han vuelto. Siwa está ya muy cerca, afirman. Acogemos sus palabras con escepticismo. No hacen más que repetirnos lo mismo desde hace varios días y aún seguimos vagando por este desierto. Su miedo es perceptible, saben que nuestra paciencia se agota, que si no nos hemos deshecho de ellos, es porque aún les consideramos nuestro único medio para salir de estas soledades. Saben también, sin embargo, que nuestros miramientos no durarán mucho más.
En todas direcciones se alzan inmensas montañas de arena. Perdemos mucho tiempo en rodearlas buscando un paso. No sabemos ya si marchamos en línea recta o damos vueltas en círculos. Sería más sencillo seguir la línea de las crestas, pero aún cuando las pendientes de las dunas son suaves y firmes, fáciles de escalar, sus cimas son traicioneras. Ceden repentinamente bajo tus pies y te arrastran con ellas al abismo que se abre al otro lado de la pendiente. Varios soldados se han precipitado ya al fondo entre torbellinos de arena. Nadie sabe sí sobrevivieron o no. Abajo, en las profundidades, sólo se vislumbran los depósitos revueltos de los desprendimientos. No disponemos de tiempo sobrante para descender a su rescate.
El sol y el calor están terminando con nuestra resistencia. El desierto se ríe de nosotros. Caminamos con los ojos cerrados, porque el brillo del cielo y el reflejo de la arena son tan intensos que te abrasan el cerebro. De vez en cuando, han cruzado nubes sobre nosotros y algunas incluso vertido algo de lluvia, pero ésta se evapora antes de llegar a nosotros. El agotamiento nos obliga a realizar paradas cada vez más frecuentes. Entonces nos precipitamos en busca de la exigua sombra que pueden ofrecernos las dunas, atropellándonos y empujándonos. Hay que hacerlo así, porque nunca hay bastante para todos y la mayoría de nosotros tiene que permanecer fuera, expuestos al sol. Las peleas por los lugares a la sombra son comunes, pero el cansancio y la sed las tornan cortas e inútiles.
Durante uno de los altos en la marcha, percibo que algo se mueve en la cima de una de las dunas. Un nuevo desprendimiento, pienso, pero para mi sorpresa se lanza al aire y su sombra cruza sobre mi cabeza. Me agacho instintivamente. Es un pájaro. Se ha posado en la cima de la siguiente duna. Sin pensarlo corro hacia él. Mis compañeros gritan, creen que me he vuelto loco, alguno intenta atraparme, pero están demasiado cansados para alcanzarme, así que continúo corriendo, ascendiendo hasta lo más alto de la duna, hasta dónde está el pájaro. Él me ve llegar y, un poco antes de que le alcance, emprende el vuelo. Desde la cima de la duna, jadeante, sudando a chorros, sigo su trayectoria con la vista. Se eleva como una flecha en el aire y gira hacia al oeste, volando sobre una bandada que está posada sobre la siguiente duna. Al verlo pasar, todos emprenden el vuelo en la misma dirección que él ha seguido, hacia una mancha verde que se vislumbra en medio de las dunas.
El oasis no es más que una inmensa oquedad cavada en medio de este vacío ardiente, como si un dios aburrido se hubiera entretenido en hendir la tierra por puro capricho. Caminamos entre miles de palmeras cuya altura sobrepasa a la de varios hombres. Sobre sus copas se elevan los blancos precipicios que limitan el oasis. El desierto está ahora muchos estadios por encima de nosotros. Verdaderamente, hemos entrado en otro mundo. No se siente ningún calor aquí abajo. El sonido alegre del agua que fluye nos acompaña por todas partes. Es tan fresca como la que desciende de las montañas de Macedonia cuando llega el deshielo.
El templo está escondido entre la maleza, resguardado del sol por las ramas de los árboles que se cierran sobre su techo. Ni dioses ni hombres podrían encontrarlo. Sin embargo, tanto secreto no esta justificado. Es igual a cualquier otro de los muchos templos que se alzan sobre la tierra de Egipto, sólo que mucho más pequeño y más pobre, casi insignificante. Como a ellos, una alta muralla de adobe lo rodea e impide su visión y él mismo es una fortaleza, cerrada y recogida sobre si misma, sin puertas ni ventanas, que no se sabe a quién protege, ni de quién se oculta. En sus muros se han tallado cientos de oquedades parecidas a orejas. Los fieles se arrodillan junto a ellas y las hablan. Es como si el templo fuera un inmenso animal, temporalmente aletargado, pero alerta y vigilante a todo lo que sucede a su alrededor.
Cuando llegamos, nos recibe una música estridente, interpretada a un ritmo frenético y repetitivo. Una multitud surge del interior del templo, danzando salvajemente, presa de quién sabe qué paroxismo. En medio del círculo de los danzantes, caminan varios sacerdotes, llevando a hombros un palanquín con la imagen del Dios del santuario. Éste no tiene forma humana ni animal, no es más que una piedra informe, vieja y sucia, que parece a punto de desmoronarse y convertirse en polvo.
Alejandro sale al encuentro de la procesión. Los bailarines se detienen y permanecen inmóviles en sus posiciones, siguiendo con la mirada la progresión del rey. Los sacerdotes acercan el ídolo y lo inclinan hacia Alejandro, como si fuera a dirigirle la palabra. El rey lo contempla indeciso, hasta uno de los sacerdotes se prosterna ante sus pies y grita unas palabras en egipcio, mientras alza su mirada al cielo y agita sus brazos en el aire. Como si hubieran estado esperando esta señal, los bailarines vuelven a entregarse a su danza, redoblando su furor. Algunos se arrancan las vestiduras, se arañan el rostro y se retuercen por el suelo, escupiendo espumarajos. La música pierde todo sentido, sólo se escucha el retumbar atronador de tambores y cimbales. Tenemos que taparnos los oídos para no volvernos locos, pero aún así lo sentimos en todo nuestro cuerpo, dentro de él, parte de nosotros mismos.
El rumor se extiende rápidamente entre nuestras filas. El Dios ha reconocido a Alejandro como hijo. Los soldados se arrodillan, presas de un súbito temor religioso. Creíamos que nos guiaba un hombre como nosotros, sujeto al hambre, la sed y las enfermedades, y ha resultado ser un Dios.
Un Dios. Bastante sufrimiento ha traído hasta ahora al mundo como simple mortal, no quiero imaginar lo que llegará a hacer como Dios, libre de toda censura, fuera de cualquier comparación, dotado de poder ilimitado y con el deseo de ejercerlo.
Nota: La visita al oasis de Siwa es uno de los momentos más enigmáticos del periplo de Alejandro, principalmente porque no se sabe qué le dijo el oráculo. Es histórico el viaje por el desierto, el modo en que se encuentra el oasis, la descripción del templo y que la representación del Dios Amón fuera una roca informe. Sobre el contenido del oráculo se ha seguido una de las muchas versiones.
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