De nuevo Lunes, de nuevo una nueva entrega de Forjadores de Imperios. Esta vez volvemos a la expansión romana y como éstos son largos, reserven tiempo. Nos encontramos en la Alejandría del 168 a.C, un poco antes de los sucesos narrados en el cuento IV. Como siempre, tienen la lista completa de lo publicado aquí en la página de escritos literarios.
Así que sin mayor dilación, vayamos con el cuento
Año 168 a.C. Alejandría.
Desde lo alto de una azotea observamos el transcurso de la batalla. El rey Antíoco está satisfecho. El enemigo se retira en desorden al recinto amurallado y abandona el arrabal en nuestras manos. Los pocos soldados que han quedado rezagados se rinden sin lucha ante la llegada de nuestras tropas. Un mensajero sube corriendo las escaleras de la casa en la que nos encontramos. Ya en nuestra presencia, le lleva unos momentos recuperar el aliento, antes de poder dar novedades. Las máquinas de asedio han llegado a las afueras. El rey da orden de que se practique un camino hasta las murallas, derribando las casas que se interpongan.
Cuando Antíoco vuelve a su puesto de observación, observo en su expresión una leve mueca de intranquilidad. Aquí y allá, sobre la ciudad, se elevan densas columnas de humo. Nuestras tropas comienzan a entregarse al saqueo. Si el enemigo lanzase ahora un ataque decidido, nos encontraríamos en una posición crítica. No tendríamos nada con lo que contraatacar. Llenos de inquietud, escrutamos las murallas, intentando descubrir las intenciones del enemigo. De vez en cuando, un reflejo llama nuestra atención desde las almenas. ¿Se estará desplegando el enemigo en defensa de la muralla? ¿Concentran sus fuerzas tras las puertas para intentar una salida? No es posible saberlo.
Cuando nuestros primeros soldados aparecen en la explanada al pie de las murallas, una lluvia de flechas les recibe y el parapeto se eriza de lanzas y cascos. Vemos formas encorvadas correr por el adarve. El rey sonríe, aliviado. No existe ningún riesgo. El enemigo ha cometido un error fatal. La muralla es demasiado larga para defenderla con éxito. Un ataque en potencia en uno de sus puntos lo obligará a desguarnecer otros tramos. En cuanto las máquinas de asedio lleguen a la muralla, lanzaremos el ataque decisivo. Esta vez Alejandría será nuestra.
Por ahora no hay nada que hacer. Hasta que balistas, arietes y escorpiones estén en posición, transcurrirán varias horas. La mayoría abandonamos la azotea y nos retiramos para descansar un poco antes del asalto. El rey, sin embargo, permanece en su puesto, pendiente de cualquier situación imprevista que pueda requerir una decisión rápida. Teme que cualquier incidente pueda frustrar su propósito, como ocurrió el año pasado, cuando levantó el sitio de la ciudad creyendo que las rencillas entre los dos Ptolomeos le ahorrarían el trabajo sucio, permitiendo que se presentase como salvador y restaurador de Egipto. Nada similar ocurrió. Los dos hermanos se reconciliaron. Sin demora alguna, comenzaron a reclutar y entrenar un ejercito con el que reconquistar Palestina de nuestro dominio. Nuestro rey no tuvo otra opción que lanzar un ataque preventivo. Ahora está decidido a que nada, ni emboscadas, ni parlamentarios, ni sus mismos consejeros, le impida tomar Alejandría e incorporarla al Imperio Seleúcida.
En este capitán concienzudo, responsable y seguro de sí mismo, nadie podría reconocer al rey que vagaba por Antioquía, olvidado de su rango, mezclándose con prostitutas y vagos, y que permitía que cualquiera hiciese chanzas de su realeza y divinidad.
"¿Tendrán un momento? Ya sé que son personas que deben atender multitud de negocios, pero el tiempo que pierdan conmigo no será excesivo y a buen seguro redundará en beneficio de nuestra querida ciudad de Antioquía.
Sé que a muchos el único sentimiento que les inspiro es el temor, pero no quiero que nadie se sienta cohibido en mi presencia. Como pueden apreciar por mis ropas, no me presento en calidad del rey o el dios que soy, sino como un particular más, que solicita humildemente vuestro voto para las próximas elecciones a Demarcos.
Alguno se preguntará que labor puedo realizar como Demarco que no pueda realizar como rey y Dios vuestro. Mucha y muy importante, debo responder. Buena parte de los problemas que aquejan a la ciudad los produce mi palacio. Soy el primero en admitirlo. Embajadas que tienen que ser alojadas y agasajadas… Multitud de siervos y soldados que entran y salen… No quiero aburriros con la enumeración, pero bien sabemos todos que el personal a mi servicio no se suele portar con la mejor de las maneras. De todos es conocido que tienden a abusar del puesto del que disfrutan. Cualquiera de vosotros podría contarme infinidad de ocasiones en que se han llevado algo de vuestros puestos y tiendas sin pagarlo, se han invitado a vuestras mesas y hecho uso de vuestras habitaciones sin pedir permiso, o, no menos grave, simplemente os han obligado a cederles el paso. Decidme. Cuando eso ha ocurrido ¿habéis podido obtener una indemnización? ¿Habéis encontrado a alguien que se dignara a escuchar vuestras quejas? No hace falta que me respondáis, vuestro silencio me muestra que no.
No hay que ser una lumbrera para darse cuenta de cuantas ventajas para ambas partes se derivarían de mi elección. En lo que se refiere a vosotros, como rey y Dios vuestro soy inalcanzable y debéis prosternarnos en adoración ante mi presencia, sin poder mirarme o hablarme hasta que os sea ordenado. Sin embargo, como Demarco la ley me obliga a recibiros y a escuchar vuestras peticiones. Nadie os dictará qué es lo que podéis decir y qué es lo que no, aparte de vosotros mismos. Podréis extenderos cuanto queráis, sabedores de que vuestras peticiones tienen que ser examinadas, atendidas y resueltas. En cuanto a mí, nada puede beneficiarme tanto como que la ciudad de Antioquía, sobre la que gobierno, se sienta tranquila y feliz. Vuestro amor y respeto es mi seguridad. Mi obligación es cuidar del bienestar de mis súbditos y conciudadanos ¿qué mejor manera que ésta podría encontrar para serviros?
Meditadlo bien y veréis que tengo razón. Confío en vosotros para que me deis vuestro voto."
El rey estrecha la mano de los que le rodean, artesanos, tenderos, campesinos de los campos. Si yo tuviera que hacer eso, no podría reprimir una mueca de asco, al sentir sobre mi piel el roce de esas manos ásperas y callosas, cubiertas de suciedad y sudor. La piel del rey es aún más fina y suave que la mía, pero él se mantiene imperturbable, recibiendo a todos los que se le acercan con la misma sonrisa amplia y acogedora. Incluso llega a conversar y bromear con cada uno de ellos, sin apartar la cabeza al oler el fétido aliento que se escapa de sus bocas.
Nos alejamos del grupo de ciudadanos y abandonamos el ágora. En una calle lateral nos aguardan la litera y la guardia personal del rey. Unos criados salen a nuestro encuentro, coronan al rey con su diadema y le cubren con su manto de púrpura. Vuelve a ser nuestro gobernante. En ese instante, al verle cubierto con los símbolos de su poder, los guardias humillan sus rostros y los sirvientes se hincan de rodillas. El rey cruza entre ellos, sin prestarles atención y, sonriendo satisfecho, se acomoda en la litera. Un criado corre la cortina tras él, procurando no dirigir la mirada hacia el interior, para que el rey quede oculto a los ojos curiosos de los transeúntes. La comitiva se pone en marcha, camino de palacio. Yo marcho junto a la litera, la mano agarrada al borde.
"Y bien, ¿qué es lo que piensas de nuestra representación?" la voz del rey me sobresalta.
"Mi señor, no sé que decir, si me permite hablarle con entera libertad".
"Es lo que os pedimos, habla sin temor".
"No puedo sufrir que mi señor se rebaje de esa manera ante esos... No sé como llamarlos. Mi señor es su rey. Es más que su rey, es el Dios al que se encomiendan. Si mi señor se sienta a la mesa de esos ganapanes y permite que le traten como si fuera igual que ellos… Temo decirlo… No sólo se humilla él. Son sus antepasados quienes lo hacen. Es el propio reino el que sufre también el daño. Cualquiera podría creerse digno de ocupar el trono. Quizás empiecen ya a pensarlo. En toda Antioquía se hacen bromas a costa de mi señor. Le llaman loco, chiflado, hacen juegos de palabras con su título oficial. Mi señor no puede, no debe consentir eso. Él es el amo, no el bufón.
"¿Tú también crees que estamos locos?"
"Señor, jamás me atrevería..."
"...a decirlo, pero sí a pensarlo, al igual que lo hace la corte, la ciudad y el resto del mundo, incluidos egipcios y romanos. Todos estáis convencidos de que el nuevo rey del Imperio Seleúcida es un débil mental. Mejor así. Cogeremos a todos desprevenidos".
"Señor, no entiendo a qué os referís".
"Escucha. ¿Viste a esos botarates cuyo voto acabamos de solicitar? Ahora mismo seguro que están presumiendo ante todo el ágora de que el rey les considera de tanta importancia como para rebajarse a pedir su apoyo. Puede que hagan chistes con nuestro nombre, sin embargo, en este momento sus insignificantes personas están a punto de reventar de orgullo. Seguro que miran con condescendencia a sus conocidos y amigos. No sólo votarán por nosotros, sino que en el futuro no podrán negar nada a su amigo el rey. Hasta sus hijos e hijas nos entregarán si se los pidiéramos.
Por otra parte, nuestro servicio y nuestros soldados se estaban volviendo un tanto insolentes últimamente. No nos conviene. Los tenemos demasiado cerca de nosotros. Sin embargo, si saben que cualquier pelagatos puede llegar a nuestra presencia y que sus quejas serán atendidas, se cuidarán mucho de excederse en la ciudad."
" ¿No corremos el peligro de que se vuelvan contra nosotros? Atarles demasiado corto puede ser contraproducente. Siempre conviene dejarles... bueno... desahogarse"
"Puede, pero para satisfacerlos no hay nada mejor que una buena campaña, con promesa de saqueos y botín”
“¿Una nueva campaña?”.
“Sí. Con la plebe tranquila y el palacio a raya tenemos la oportunidad de ocuparnos de nuestros enemigos externos, sin sorpresas en casa. Dime ¿Es así como un loco actuaría?"
"No mi señor, pero debe haber otros medios"
"Otros medios… ¿Encerrarnos en nuestro palacio? ¿Enterarnos de lo que ocurre fuera por conducto de otros? El miedo a nuestro poder les paralizaría las lenguas. Sólo escucharíamos lo que nos agradase oír. Mentiras y adulaciones. Así les fue a nuestros antepasados. Nuestro padre Antíoco, al que todos llaman el grande, no supo que clase de enemigo eran los romanos hasta que éstos quebraron su ejército y lo pusieron en fuga. Con el tratado de paz que nos impusieron, nos han forzado a abandonar Anatolia y nos impiden rearmarnos. Estamos a merced de nuestros enemigos. Eumenes, el rey de Pérgamo, se permite despreciar nuestras embajadas. ¡Él, qué sólo es un advenedizo al que los romanos han cebado con nuestros despojos! Los Ptolomeos amenazan nuestra capital desde la Palestina que nos arrebataron. Los reyes de Bactria y la India se burlan de nuestra autoridad, protegidos por la distancia, aunque oficialmente siguen titulándose vasallos nuestros. Frente a tantos enemigos, los romanos nos han atado las manos. Ni siquiera podríamos defendernos si nos atacasen. Gracias a los dioses, ellos tienen ya bastantes problemas de los que preocuparse. Otra política... No me hables de otra política. ¿Qué más da que todos nos piensen unos alienados? ¡Qué crean lo que quieran!. Cuando sientan el filo de nuestras espadas en sus gargantas, ya será demasiado tarde."
"Señor, podemos derrotar a los Ptolomeos, a Eúmenes y a los reyes del Oriente. Lo hemos hecho muchas otras veces. Pero los romanos… Bien sabe mi señor que una guerra contra ellos sería suicida. Bastaría cualquier intento nuestro contra los otros reyes, para que Roma lo considerara como una declaración de guerra."
"Bien lo sabemos, por eso no seremos nosotros quienes demos el primer paso. El rey de Macedonia, Perseo, es joven y ambicioso. Ni él ni su difunto padre aceptaron nunca que los romanos les arrebataran el dominio de Grecia, No tardará en levantarse contra los romanos.. Será nuestro momento. Roma no es capaz de librar dos guerras simultáneas. Mientras Perseo los entretenga, nada podrá detenernos, y cuanto más tiempo lo haga, de más podremos apoderarnos"
"¿Y después?"
"Si Perseo vence... volveríamos al viejo modo de vida. Reyes contra reyes, perdiendo hoy lo que ganaron ayer. Dudo que eso sea posible. Los romanos son tenaces y resistentes, y por muchos reveses que sufran volverán a la lucha, con fuerzas mayores y más decididos. Bien lo pudo comprobar Aníbal en sus carnes. Si vencen los romanos... esperamos haber conquistado entonces lo suficiente como para que se conformen con la devolución de una pequeña parte. Una guerra larga. Eso es lo que nos conviene. Cuanto más larga, mejor."
Una comitiva nos cierra el paso. Músicos, hetairas, criados con cestas de provisiones. Nuestra escolta se apresta a abrirnos paso, pero el brazo del rey emerge de detrás de las cortinas y les hace seña para que se detengan
"Hemos hablado ya demasiado de política. Es hora de relajarse. Se nos ha ocurrido una idea para divertirnos un rato. Trae a una de las hetairas a nuestra presencia".
Parto hacia la comitiva y tomo del brazo a una de las muchachas. Es muy joven, casi una niña. Viste una delgada túnica, debajo de la cual se transparenta su cuerpo que aún no se ha desarrollado completamente. Su piel es de un delicado tinte oliváceo, sus cabellos negros como la noche. ¿De qué país remoto la habrán traído? No quiere venir al principio, se resiste e intenta zafarse de mi presa, clavándome las uñas; pero cuando le muestro una bolsa de dinero, es ella quien tira de mí y me arrastra hasta la litera del rey.
"Dime muchacha, ¿a dónde vais? Tiene pinta de ser una buena fiesta".
"Vamos a la casa de Laodicea, señor. Hay tantos invitados en la fiesta a la que vamos que han tenido que pedir refuerzos a todas las casas de hetairas de Antioquía. Tres naves del comerciante Euríloco han llegado hoy a puerto y éste parece dispuesto a gastárselas esta noche".
El rey ríe complacido.
"Perfecto, no te entretengo más. Puedes irte, quizás nos veamos más tarde en la fiesta".
La muchacha sale corriendo, en pos de la comitiva que se ha perdido ya entre las callejuelas.
"Tenemos la diversión asegurada. Vamos a presentarnos allí de repente y verás que cara ponen cuando reciban la visita de su rey".
La música de la fiesta se oye desde la calle. Al ver acercarse un grupo tan numeroso, el guarda que hay en la puerta de la casa se acerca a la litera para comprobar nuestras intenciones. Parece dispuesto a echarnos de ahí, pero en cuanto cuando reconoce las insignias reales y ve al rey descender de la litera, se prosterna ante él e implora perdón por su osadía. El rey le ayuda a incorporarse y le pide que le guíe a donde se celebra la fiesta. Ascendemos las escaleras en silencio. Los clientes con los que nos cruzamos se quedan atónitos al toparse con el rey. Éste se pone el dedo ante los labios, indicándoles que no hagan ningún ruido que pueda delatarnos. Apenas puede aguantar la risa.
La fiesta está en su apogeo. El vino ya ha sido mezclado en las cráteras y al lado de la puerta se amontonan varias ánforas vacías. En una esquina, apenas visibles en la penumbra, se sienta un grupo de músicos. Acompañan a una cantante alta y rubia, semidesnuda, que entona unos versos que hablan de la juventud y la gloria de los cuerpos. Unas danzarinas se mueven en el espacio que deja el círculo de literas, siguiendo vagamente el ritmo de la música. Sus ojos están cerrados y bailan ajenas las unas a las otras, en un trance, aisladas de todo lo que les rodea. Algunas de las hetairas ya se han acomodado en los lechos junto a los comensales, mientras que otras reposan reclinadas junto a sus lechos, ayudándoles a alcanzar los alimentos.
El primero en vernos es un esclavo que porta una fuente de comida. La deja caer al suelo por la sorpresa, donde se hace añicos. La música y el canto se interrumpen con el estrépito. Las danzarinas cesan en su baile y quedan detenidas, desconcertadas, vacilantes, como si acabarán de despertar. Los invitados se incorporan en sus literas, algunos incluso se ponen en pie, mientras dirigen sus ojos incrédulos hacia la puerta, hacia el rey, presos de la mayor de las sorpresas.
"Vamos, vamos, tanta ceremonia es innecesaria. Simplemente pasábamos por aquí y al oír la música hemos decidido unirnos a la fiesta. Mi palacio es tan aburrido últimamente…" – Antíoco se acerca al círculo de los invitados y apoya las manos sobre los hombros de uno de los convidados, que intenta levantarse, pero el rey hace fuerza sobre él, impidiéndoselo – "pero no seáis tímidos, continuad, haced como si no estuviéramos, nos conformaremos con sentarnos en un rincón, un poco de comida y bebida, y la compañía de una cualquiera de vuestras amigas" – El rey penetra en el círculo de literas y actúa tal y como había dicho. A propósito elige la litera más alejada, la más oculta por la penumbra, aquélla desde la cual puede observar a los invitados casi sin ser visto. Cuando cruza junto al anfitrión, agarra a la hetaira que está sentada con él, la mejor de toda la casa, y se la lleva consigo. Una vez en su litera, la acomoda sobre sus rodillas y comienza a acariciarla y besarla.
"Seguid con vuestra conversación. Ya veis que tenemos otros asuntos más importantes entre manos".
Nadie se atreve a entablar una nueva conversación. Uno tras otro, los comensales se levantan, mascullan alguna excusa y se retiran, no sin haberse acercado previamente a la litera del rey y hecho una profunda reverencia. Éste, con gesto displicente, sin apartar la mirada de la hetaira a la que abraza, les alarga la mano para que la besen.
Al poco, sólo quedamos el anfitrión, el rey y yo. Antíoco finge darse cuenta entonces de la ausencia del resto de los invitados. Aparta a la hetaira con un gesto de desagrado, estira los brazos, bosteza perezoso y se pone en pie. Su expresión es una mezcla de sorpresa e indignación. Se acerca al anfitrión, los ojos fijos en su rostro. Éste no puede ocultar sus temblores. Temeroso, baja la cabeza, para hurtar la mirada.
"¿Ya se han retirado todos? Esta visto que cada día la gente tiene menos aguante. En fin amigo mío" – el rey le acaricia la cabeza, mientras el anfitrión la mantiene agachada, sumiso, temiendo una nueva ocurrencia del rey – "No vamos a permitir que te marches con esa mala impresión." – Se saca un anillo del dedo y se lo entrega – "Pásate mañana por palacio y muéstraselo al tesorero. Él te abrirá las puertas del tesoro. Llévate lo que más te apetezca.”
Cuando abandonamos la sala el rey rompe a reír a carcajadas. Lo hace tan fuerte que se le saltan las lágrimas y tiene que apoyarse en la pared para no caerse.
Un mensajero asciende corriendo las escaleras que llevan a la azotea. Su rostro está desencajado, la información que trae debe ser muy grave. El rey le escucha impasible. Aunque las noticias son malas, se esfuerza en aparentar tranquilidad e indiferencia. Sólo los que hemos compartido sus correrías por Antioquía, podemos adivinar la preocupación y el desasosiego que le invaden en ese momento. La llegada de ese Popilio Lena, enviado especial de Roma, puede dar al traste con nuestros planes y arrebatarnos la toma de Alejandría.
El verano pasado, cuando luchaban contra Perseo en Macedonia, no se hubieran atrevido a importunarnos. Si hubiéramos tomado entonces la ciudad en vez de retirarnos... Con una simple promesa de neutralidad nos habríamos asegurado todas nuestras conquistas. Ahora, por el contrario, cuando han abatido a Perseo y neutralizado a Rodas, los romanos vuelven a sentirse lo bastante fuertes como para inmiscuirse en los asuntos de los griegos, con la vieja excusa de proteger a los débiles y controlar a los fuertes. Sólo pretenden que ambas partes sean igual de vulnerables.
Muchos de entre nosotros pensamos que el rey debería atrasar la entrevista hasta después del asalto a la ciudad. Sólo entonces debería presentarse ante el enviado, esgrimiendo los hechos consumados. La audacia siempre es recompensada. El embajador no tendría otra salida que callar y marcharse por donde ha venido. Aún somos fuertes y poderosos, los descendientes de aquéllos que bajo el mando de Alejandro asombraron al mundo, no esa pandilla de advenedizos que se hacen llamar romanos.
El rey no comparte nuestra opinión. Las correrías y juergas por las calles de Antioquía le han mostrado la naturaleza humana. Se ha vuelto cauto y reflexivo. Ha aprendido a ceder un poco para conseguir lo que desea. Sabe aplazar su venganza hasta que todos reclaman su intervención. Por todo ello, marcha sin dilación al encuentro del enviado y lo hace a pie, sin tomar su litera ni montar su caballo, para estar a su misma altura y no avergonzarle. Cualquier cosa antes que indisponerle contra nosotros. A la salida del arrabal distinguimos al grupo de embajadores. El rey les saluda el primero y se dirige a su encuentro, con una sonrisa ancha y franca.
El romano, Popilio, no responde al saludo. Sostiene en su mano un rollo de papiro que quiere entregar al rey. Con la otra agarra un bastón, sobre el cual apoya el peso de su cuerpo, pero cualquiera puede darse cuenta de que no lo hace debido a la vejez o la debilidad, sino para sentir en su mano el tacto de algo parecido a un arma. No nos han mandado un amigo, sino un juez. El rey examina con atención el rollo que Popilio le tiende, pero no lo toca. Pregunta por su contenido.
"Contiene las decisiones del pueblo y el senado romano" – le responde Popilio – "que a buen seguro serán atendidas por un amigo reconocido como se sabe que es su majestad" – y mientras habla, acerca cada vez más el rollo al cuerpo del rey, hasta casi rozar su pecho. Antíoco se ve forzado a aceptarlo, lo desenrolla y finge estudiarlo atentamente, aunque sabe perfectamente lo que contiene desde que vio al embajador. Las exigencias eran previsibles. El abandono de cualquier pretensión sobre Egipto y la retirada a Siria. Sin embargo, el rey trata de ganar tiempo, de fraguar algún plan que le permita engañar al embajador.
Lentamente, Antíoco enrolla el papiro y se lo devuelve al embajador.
"No podemos tomar una decisión en este momento sobre asuntos tan graves. Debemos reunir al consejo primero. Entonces os comunicaremos nuestra decisión".
El romano parece no haber comprendido la respuesta del rey. Mira primero al rollo y luego al rostro del rey. Una leve sonrisa se dibuja en su cara.
Mientras el rey leía el documento, el romano había desplazado lentamente la punta de su bastón hasta que ésta se encontró tras los pies del rey. Le ha bastado un veloz movimiento para trazar un círculo alrededor de Antíoco. Éste, sorprendido, no acierta a realizar el único movimiento que le habría salvado, un simple paso hacia atrás o hacia delante, y permanece inmóvil, contemplando con expresión embobada la línea que el romano ha dibujado en el suelo, sin acabar de comprender que es lo que acaba de ocurrir.
"Me temo" – se escucha decir al romano con voz lenta y pausada, a la que acompaña un tono de hiriente satisfacción y victoria – "que Roma os exige que respondáis ahora, no más tarde, ni cuando vuestro consejo decida, sino en este mismo instante, siempre y cuando queráis salir de este círculo que he trazado"
Un estremecimiento recorre mi espalda. Algunos guardias han echado mano a las empuñaduras de sus espadas y esperan la menor señal del rey para lanzarse sobre los romanos y arrebatarles la vida.
Pero el Romano permanece inmóvil, sonriente, ajeno al peligro, la mirada fija en el rostro de nuestro rey, interrogándole en silencio.
La noticia se ha extendido por toda la ciudad de Seleúcia. Los romanos incendian nuestros barcos en el puerto. Sin saber lo que hacía, tomé un cuchillo y me dirigí hacia los muelles. Nadie se fijo en mí, ni mis propios conciudadanos, que se apretujaban para contemplar el espectáculo o huían temiendo que la situación empeorase; ni los romanos, que corrían de un barco a otro prendiéndoles fuego; ni siquiera su mismo jefe, que observaba todo desde el muelle. Sólo reparó en mí cuando la hoja de mi arma le rasgó las entrañas. Entonces se quedó mirándome, los ojos muy abiertos, sin entender lo que le estaba ocurriendo, hasta que su vista se nubló y se deslizó de entre mis brazos hasta el suelo.
Quedé en pie, no sé cuanto, con el cuchillo ensangrentado en la mano. No sentía nada. No pensaba en nada. Comenzó a invadirme una fría satisfacción. Quería convencerme de que al fin nos habíamos vengado de la derrota de Antíoco el Grande, del tratado humillante que nos entregaba con las manos atadas a nuestros enemigos, de la retirada del rey frente a las murallas de Alejandría, de la vergüenza de ver quemar nuestra flota a las puertas de nuestra capital, Antioquía. Contemplaba el cuerpo de aquel romano y quería imaginar que su muerte había resuelto todo, equilibrado la balanza, reconstruido el mundo, pero cuanto más lo miraba, más me daba cuenta que aquella carroña que yacía a mis pies no conllevaba nuestra liberación, sino nuestra perdición definitiva, la mía, la de mi familia, la mis amigos, la de todos los ciudadanos. La ira de los romanos, inexorable, implacable, pendía sobre nuestras cabezas.
¿Qué se podía hacer? Quizás mi sacrificio personal sirviera de algo, Quizás los romanos se conformasen con una sola víctima, si esa víctima era la misma persona, la única, que había osado desafiar su poder. Quizás entonces respetasen al resto. Volví el cuchillo y lo apunté contra mi cuerpo. Apenas lo sentí entrar.
Las tropas se apretujan contra la ribera, esperando el momento en que vuelvan las barcas para poder cruzar el Nilo. Contemplo la escena desde una colina. Nuestra ruta de retirada esta marcada por decenas de armas y escudos. Los soldados las han ido arrojando para marchar más ligeros, en esta retirada que se está convirtiendo en una fuga. A mi espalda se elevan densas columnas de humo. Hemos tenido que prender fuego a las máquinas de asedio antes de levantar el sitio. No podíamos transportarlas con nosotros. Algunos propusimos entonces al rey Antíoco que se prendiese fuego también al arrabal para arrasarlo hasta los cimientos. Así los Alejandrinos no olvidarían fácilmente nuestro paso. El rey rechazó nuestra sugerencia tajantemente. Los embajadores romanos observaban nuestra retirada desde la muralla. Quién sabe como podían haber interpretado aquella medida.
Nadie ha vuelto a ver al rey desde entonces. Su litera ha marchado en todo momento a la vista del ejercito, pero sus cortinas permanecen siempre cerradas. Cuatro guardias hieráticos e inasequibles la custodian y no permiten que nadie se aproxime a ella. Ahora, mientras nuestro ejército se esfuerza en pasar el Nilo, sus porteadores la han depositado en la cima de la colina, cerca de donde yo estoy. Desde lejos parece como si el rey supervisase el cruce del ejercito. Sin embargo, nadie responde desde el interior de la litera a los informes que traen los mensajeros y los oficiales esperan inútilmente a que alguien emita las ordenes precisas, a que algo ocurra. El rey debe estar dentro, no puede estar en otra parte, pero la única señal de vida que hay en la litera es el leve balancear de sus cortinas, agitadas por la brisa. Nada más.
La noche cae. Queda un largo camino hasta Antioquía. Cuando lleguemos allí habrá llegado el momento de identificar, juzgar y condenar a los culpables de nuestra humillación. El castigo de unos pocos limpiará de culpa al resto. Sólo así podrá el resto continuar al mando. Tiro de las riendas del caballo y huyo al galope hacia Alejandría. Nadie me persigue. Los pocos soldados que se cruzan conmigo, se apartan de un salto antes que intentar detenerme.
Ya no hay ninguna diferencia entre servir a Antíoco o a los Ptolomeos.
Nota: La historia que se cuenta es cierta, Cuando Antíoco estaba a punto de tomar Alejandría, el enviado romano le obligó a retirarse con el método que se refleja en el cuento. Los apuntes de la personalidad de Antíoco son también ciertos, se presentó como concejal en Antioquía y tenía la costumbre de invitarse a las fiestas de otros para reírse de ellos. La escena de la destrucción de la flota seleúcida y el asesinato del enviado romano también es cierta y ocurrió unos años más tarde.
2 comentarios:
Tito el libio versus el viejo plinio
En Plinio el viejo libro 34 capítulo XI pasaje 5
en latín puro-el pasaje 24
Dice que el romano fue Octavio - y que Antioco se lo cargó... y tal y tal
no obstante la liviana historia contada por Tito es mucho más y patriótica, y desde luego muchísimo más amena contada por usted.
La verdad es que no recuerdo en qué estaría pensando cuando escribí ese pasaje, hace ya más de diez años, pero es probable que intentase dramatizarlo al máximo, para que sirviera de contraste a la claudicación previa de Antioco.
En cualquier caso, gracias por la puntualización.
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