Je me détournais d'elles un moment, pour les aborder ensuite avec des forces plus fraiches. Je poursuivais jusque sur le talus qui, derrière le haie, montait en pente raide vers les champs, quelque coquelicot perdu, quelques bluets restés paresseusement en arrière, qui le décoraient ça et là de leur fleurs comme la bordure d'une tapisserie où apparaît clairsemé le motif agreste qui triomphera sur le panneau; rares encore, espacés comme les maisons isolés qui annoncent déjà l'approche d'un village, ils m'annonçaient l'immense étendue où déferlent les blés, où moutonnent les nuages, et la vue d'un sole coquelicot hissant au bout de son cordage et faisant cingler au vent sa flamme rouge, au-dessus de sa bouée graisseuse et noire, ma faisait battre le cœur, comme au voyageur qui aperçoit sur une terre basse un première barque échouée que reparait un calfat, et s'écrie, avant de l'avoir encore vue: La Mer!
Marcel Proust. Du côte de chez Swann
Me separaba de ellas un instante, para abordarlas a continuación con fuerzas frescas. Perseguía hasta el talud que, tras el seto, ascendía en una pendiente abrupta hacia los campos, alguna amapola perdida, algunos acianos que habían quedado perezosamente retrasados, que lo decoraban aquí y allá de sus blores como el bordado de un tapiz donde aparece espaciado el motivo campestre que triunfará en el panel; aún más raras, espaciadas como las casas aisladas que anuncian la cercanía de un pueblo, ellas me anticipaban la inmensa extensión donde rompen los trigos o se reúnen las nubes en rebaños, y la vista de una única amapola tirando del final de su cordón y haciendo ondear al viento su llama roja, por encima de su boya negra y grasienta, hacia latir mi corazón, como el viajero que percibe sobre una depresión la primera barca embarrancada que repara un calafateador y grita, antes de haberlo visto aún: ¡El mar!
Ya he señalado como, en los tiempos de la modernidad que cubre los dos últimos siglos largos de historia, de la ilustración al postmodernismo, una figura característica en el arte y la literatura es el del caminante/vagabundo. A ese club selecto, en el cual creo figurar, han pertenecido nombres como Thoreau, Rousseau o Walser, y en este verano que se haya a su mitad he reconocido a dos nuevos integrantes, Giacometti y Pissaro, y me he reencontrado con un viejo conocido, Proust.
Puede resultar extraño que hable de Proust como caminante, como vagabundo. Es más que sabido que murio casi como un eremita, un prisionero, encerrado en una habitación de la que apenas salía, trabajando a horarios inverosímiles en los que la presencia humana no podía molestarle, dentro de una habitación acorchada para atenuar cualquier ruido que pudiera distraerle de su trabajo. Tal personaje más parece una anticipación de esos solitarios asociales, tan comunes en la era de la Internet, que se apartan de todo comercio humano y a los que, en casos excepcionales, como es el de Proust, les salva la calidad del trabajo realizado en la celda en la que ellos mismos se han recluido.
Marcel Proust. Du côte de chez Swann
Me separaba de ellas un instante, para abordarlas a continuación con fuerzas frescas. Perseguía hasta el talud que, tras el seto, ascendía en una pendiente abrupta hacia los campos, alguna amapola perdida, algunos acianos que habían quedado perezosamente retrasados, que lo decoraban aquí y allá de sus blores como el bordado de un tapiz donde aparece espaciado el motivo campestre que triunfará en el panel; aún más raras, espaciadas como las casas aisladas que anuncian la cercanía de un pueblo, ellas me anticipaban la inmensa extensión donde rompen los trigos o se reúnen las nubes en rebaños, y la vista de una única amapola tirando del final de su cordón y haciendo ondear al viento su llama roja, por encima de su boya negra y grasienta, hacia latir mi corazón, como el viajero que percibe sobre una depresión la primera barca embarrancada que repara un calafateador y grita, antes de haberlo visto aún: ¡El mar!
Ya he señalado como, en los tiempos de la modernidad que cubre los dos últimos siglos largos de historia, de la ilustración al postmodernismo, una figura característica en el arte y la literatura es el del caminante/vagabundo. A ese club selecto, en el cual creo figurar, han pertenecido nombres como Thoreau, Rousseau o Walser, y en este verano que se haya a su mitad he reconocido a dos nuevos integrantes, Giacometti y Pissaro, y me he reencontrado con un viejo conocido, Proust.
Puede resultar extraño que hable de Proust como caminante, como vagabundo. Es más que sabido que murio casi como un eremita, un prisionero, encerrado en una habitación de la que apenas salía, trabajando a horarios inverosímiles en los que la presencia humana no podía molestarle, dentro de una habitación acorchada para atenuar cualquier ruido que pudiera distraerle de su trabajo. Tal personaje más parece una anticipación de esos solitarios asociales, tan comunes en la era de la Internet, que se apartan de todo comercio humano y a los que, en casos excepcionales, como es el de Proust, les salva la calidad del trabajo realizado en la celda en la que ellos mismos se han recluido.