En la época de Marco Aurelio se manifestaron los problemas derivados de las fronteras africanas, con la invasión de los Mauri, y luego los derivados de revueltas como la de Materno desde la Galia, ya en época de Cómodo, en 186, con la que puede relacionarse la inscripción de Mataró que proclama al emperador conservator Iluronensim, o la presencia en Ampurias de una vexilatio de la Legio VII Gemina. Las regiones costeras catalanas fueron el escenario de las correrías de las bandas de desheredados que constituyeron sus fuerzas. Las invasiones de los Mauri pudieron tener dos etapas, una en 170-172, donde intervino Aufidus Victorinos, legatus Augusti propraetore de la Tarraconense, con la Legio VII Gemina, encargado de la Tarraconense y de la Bética, y otra en 175, en la que hubo de participar el procurator de la provincia Lusitania, Vallius Maximanus, por lo que fue objeto de honores en Itálica y Singile Barba según las inscripciones CIL II 1120 y 2015, respectivamente. Parece que estos fueron los motivos por los que la Bética pasó a gobernarse por medio de un legatus del emperador. En general, éste desempeñaba funciones de colaboración con el gobernador, procónsul. Por las mismas fechas, un tal Aelius Romanus recibe honores como debellator hostium provinciae Hispaniae, en relación sin duda con alguno de estos acontecimientos. Muchas ciudades de la Bética, como Carmo, Baelo, Ebora, Ilipa, Italica, Carteia, se amurallaron en esta época. También se manifestaron problemas en Lusitania, res per Lusitaniam turbatae erant.
Domingo Plácido, Hispania Antigua, Historia de España Fontana/Villares.
En entradas anteriores ya les había dicho lo mucho que me había impresionado la lectura de La Prehistoria de la Península Ibérica, escrita hace ya casi dos décadas por María Cruz Fernández Castro para la History of Spain dirigida por John Lynch. De hecho, me ha servido de acicate para embarcarme en la lectura de la Historia de España dirigida por Josep Fontana y Ramón Villares, que tenía bastante abandonada, empezando por supuesto, con el primer tomo, Hispania Antigua, escrito por Domingo Plácido.
Ha sido, al menos ese tomo, una inmensa decepción.
Hace ya unos años, cuando esa Historia de España empezó a publicarse ya comenté algunos de mis reparos. El primero y principal es que la historia de "España" previa a 1472 queda reducida al mínimo, dos tomos de 12, lo que afecta gravemente, como ya contaré, a la narración de esas épocas. Puedo comprender que estrictamente, la historia de España como auténtico sujeto histórico, comienza en algún punto entre 1472, la unión de Aragón y Castilla, y 1556, la separación de la Corona Española del Sacro Imperio Romano Germánico. El problema, por supuesto, es que si se quiere entender los orígines de ese estado, hay que empezar la narración mucho antes de esas fechas, lo cual, dada la complejidad de la historia peninsular durante la edad media, no se puede cerrar en un único tomo, aunque sea de 800 páginas.
En ese sentido la separación tradicional en periodos resultaba más equilibrada, de manera que se pudiesen estudiar con cierta amplitud o al menos con el mismo detalle, cada uno de los periodos. El desequilibrio evidente que este enfoque acarrea se intenta justificar alegando que, obviamente, la historia reciente tiene una relevancia mayor en nuestro presente, con lo que la historia de los siglos XIX y XX debería tener la primacía, como demuestran los 6 tomos que se le dedican. Este argumento me parece muy débil, ya que hubiera sido más honesto entonces hablar de Historia Contemporánea de España, mientras que por otra parte, me opongo personalmente - y casi visceralmente - a ese tipo de historia de los diez últimos minutos.
Por supuesto, detrás de ese enfoque de la historia está la sombra cada vez más ominosa del postmodernismo y su órdago a la grande de la práctica histórica. Si, como pretenden los proponentes de esa corriente filosófica, es imposible comprender los patrones de pensamiento de otras sociedades, cualquier intento de hacer historia que escape al tiempo del historiador, es completamente ocioso e inútil, una forma de hacer literatura - novela histórica - que no tiene otro valor que el mero entretenimiento, ni he ahí lo más importante, merece una consideración mayor.
Pero volviendo al tomo que nos ocupa, el Hispania Antigua de Domingo Plácido, los efectos de la aproximación estricta al sujeto histórico España son completamente deletéreos. Todo lo correspodiente a la prehistoria, de los orígenes a casi la conquista Romana ha sido eliminado, limitándose la visión de la protohistoria a los fenómenos que nos han conservado las fuentes grecorromanas: el mito de Tartessos y la descripción de las "tribus" hispanas realizada durante la larga conquista romana. En ese sentido, queda desgraciadamente demasiado de manifiesto que Domingo Plácido - de quien he leído libros magníficos - es un especialista en la antigüedad clásica, de forma que su narración, se quiera o no, es siempre "externa" desde el punto de vista de los conquistadores, utilizando muy de pasada los datos arqueológicos que permitirían una narración "interna".
Es en este enfoque donde inesperadamente cobran realidad los aspectos más desagradables del órdago del postomodernismo contra la historia. Todo aficionado a esta disciplina que haya sido educado antes del triunfo de esta disciplina - 1990 como límite en el caso de España - sabe de la confianza ciega y absoluta que se tenía en las fuentes clásicas, de forma que su descripción - y su explicación - de la composición étnica y tribal de la Hispania prerromana se aceptaba en líneas generalas. Dado que el postmodernismo considera a las fuentes como mera literatura, mezcla de propaganda, mitos, errores y manipulación consciente, producto de la época que las originóm estas fuentes escritas quedan, en sí, descalificadas en ausencia de calificación externa.
Esta llamada de atención no es, en principio, negativa. De hecho ha supuesto un acicate a la hora de estudiar quienes eran las personas detrás de las fuentes que nos han legado, además de sus motivaciones, fortalezas y limitaciones, proceso que ha servido para cribarlas y validarlas, aprendiendo, de rebote, sobre el tiempo en el que fueron escritas. El problema es que, para el postmodernismo, la información que nos transmiten sobre el pasado, aparte de la interna sobre las contradicciones ideológicas del escritor, es prácticamente nula, de forma que cualquier narración historica se convierte en polvo, al ser demolidos los apoyos, las fuentes, en las que se sustenta.
No es la primera historia contaminada por el postmodernismo que he leído, y muchas de ellas se reducían a un concienzudo ejercicio de demolición tras el cual no quedaba otra cosa que el vacio, sin que la narración convencional de la historia fuera substuida por una nueva. Consciente o inconscientemente, este veneno se adueña del libro escrito por Domingo Plácido, de manera que la versión de la Hispania Preromana que muchos hemos estudiado, dividida en Celtas, Celtíberos e Ibéros, se deshace ante nuestros ojos, producto de los intentos grecorromanos por sistematizar una realidad ajena a la que no estaban aconstumbrados y para cuya descripción carecían de las herramientas metodológicas modernas.
Es cierto que nuestra versión de los hechos es exclusivamente romana y que gran parte de las estructuras políticas que describen fueron puestos en movimiento por la influencia destructora del imperialismo romano, que llevo en pocos siglos a la creación de estructuras preestatales, donde sólo habían existido jefaturas sin apenas segmentación externas. Esa historia de transformación acelerada que se cerró con la destrucción de esas sociedades merecería contarse con el mayor detalle, sólo por sus parecidos con la acción del imperialismo Europeo de los siglos XIX y XX sobre el tercer mundo. Sin embargo, Domingo Plácido fracasa miserablemente en esa misión, ya que su libro no es más que un inmenso revoltijo de datos en el que se pasa de un pueblo a otro, de un fenómeno a otro, de un punto geográfico a otro, sin orden ni concierto.
Es especialmente triste porque, aquí y allá, como es el caso del párrafo que abre esta entrada, se apuntan datos, noticias que hablan de sucesos históricos que se salen de la visión habitual de ese tiempo, pero cuya importancia queda sin explicar ni analizar. Así, en ese párrafo - un ejemplo entre muchos - se nos comentan las repetidas incursiones de los Mauros en la Bética, obligando a fortificar las ciudades de esa zona. Un suceso que puede sorprender al lector, sólo porque implica una travesía naval de un ejército - o de bandas lo suficientemente grandes para obligar al ejercito romano a intervenir - pero especialmente porque la Mauritania Tingitania, el actual Marruecos, era provincia romana, segura por tanto.
Un enigma que sólo se explica si se tiene en cuenta que los romanos nunca fueron capaces de pacificar esa provincia y que en el siglo III la abandonaron casi completamente, incluyendo ciudades enteras como Volubilis cuyas ruinas siguen aún asombrando, limitando el domino a algunas bases en la costa, como las actuales Tánger y Ceuta. Un suceso poco conocido que nos muestra las inmensas dificultades del estado romano a la hora de mantener y proteger su fronteras, al mismo tiempo que su disposición a abandonar a su suerte aquellas áreas que no le pareciesen esenciales.
Domingo Plácido, Hispania Antigua, Historia de España Fontana/Villares.
En entradas anteriores ya les había dicho lo mucho que me había impresionado la lectura de La Prehistoria de la Península Ibérica, escrita hace ya casi dos décadas por María Cruz Fernández Castro para la History of Spain dirigida por John Lynch. De hecho, me ha servido de acicate para embarcarme en la lectura de la Historia de España dirigida por Josep Fontana y Ramón Villares, que tenía bastante abandonada, empezando por supuesto, con el primer tomo, Hispania Antigua, escrito por Domingo Plácido.
Ha sido, al menos ese tomo, una inmensa decepción.
Hace ya unos años, cuando esa Historia de España empezó a publicarse ya comenté algunos de mis reparos. El primero y principal es que la historia de "España" previa a 1472 queda reducida al mínimo, dos tomos de 12, lo que afecta gravemente, como ya contaré, a la narración de esas épocas. Puedo comprender que estrictamente, la historia de España como auténtico sujeto histórico, comienza en algún punto entre 1472, la unión de Aragón y Castilla, y 1556, la separación de la Corona Española del Sacro Imperio Romano Germánico. El problema, por supuesto, es que si se quiere entender los orígines de ese estado, hay que empezar la narración mucho antes de esas fechas, lo cual, dada la complejidad de la historia peninsular durante la edad media, no se puede cerrar en un único tomo, aunque sea de 800 páginas.
En ese sentido la separación tradicional en periodos resultaba más equilibrada, de manera que se pudiesen estudiar con cierta amplitud o al menos con el mismo detalle, cada uno de los periodos. El desequilibrio evidente que este enfoque acarrea se intenta justificar alegando que, obviamente, la historia reciente tiene una relevancia mayor en nuestro presente, con lo que la historia de los siglos XIX y XX debería tener la primacía, como demuestran los 6 tomos que se le dedican. Este argumento me parece muy débil, ya que hubiera sido más honesto entonces hablar de Historia Contemporánea de España, mientras que por otra parte, me opongo personalmente - y casi visceralmente - a ese tipo de historia de los diez últimos minutos.
Por supuesto, detrás de ese enfoque de la historia está la sombra cada vez más ominosa del postmodernismo y su órdago a la grande de la práctica histórica. Si, como pretenden los proponentes de esa corriente filosófica, es imposible comprender los patrones de pensamiento de otras sociedades, cualquier intento de hacer historia que escape al tiempo del historiador, es completamente ocioso e inútil, una forma de hacer literatura - novela histórica - que no tiene otro valor que el mero entretenimiento, ni he ahí lo más importante, merece una consideración mayor.
Pero volviendo al tomo que nos ocupa, el Hispania Antigua de Domingo Plácido, los efectos de la aproximación estricta al sujeto histórico España son completamente deletéreos. Todo lo correspodiente a la prehistoria, de los orígenes a casi la conquista Romana ha sido eliminado, limitándose la visión de la protohistoria a los fenómenos que nos han conservado las fuentes grecorromanas: el mito de Tartessos y la descripción de las "tribus" hispanas realizada durante la larga conquista romana. En ese sentido, queda desgraciadamente demasiado de manifiesto que Domingo Plácido - de quien he leído libros magníficos - es un especialista en la antigüedad clásica, de forma que su narración, se quiera o no, es siempre "externa" desde el punto de vista de los conquistadores, utilizando muy de pasada los datos arqueológicos que permitirían una narración "interna".
Es en este enfoque donde inesperadamente cobran realidad los aspectos más desagradables del órdago del postomodernismo contra la historia. Todo aficionado a esta disciplina que haya sido educado antes del triunfo de esta disciplina - 1990 como límite en el caso de España - sabe de la confianza ciega y absoluta que se tenía en las fuentes clásicas, de forma que su descripción - y su explicación - de la composición étnica y tribal de la Hispania prerromana se aceptaba en líneas generalas. Dado que el postmodernismo considera a las fuentes como mera literatura, mezcla de propaganda, mitos, errores y manipulación consciente, producto de la época que las originóm estas fuentes escritas quedan, en sí, descalificadas en ausencia de calificación externa.
Esta llamada de atención no es, en principio, negativa. De hecho ha supuesto un acicate a la hora de estudiar quienes eran las personas detrás de las fuentes que nos han legado, además de sus motivaciones, fortalezas y limitaciones, proceso que ha servido para cribarlas y validarlas, aprendiendo, de rebote, sobre el tiempo en el que fueron escritas. El problema es que, para el postmodernismo, la información que nos transmiten sobre el pasado, aparte de la interna sobre las contradicciones ideológicas del escritor, es prácticamente nula, de forma que cualquier narración historica se convierte en polvo, al ser demolidos los apoyos, las fuentes, en las que se sustenta.
No es la primera historia contaminada por el postmodernismo que he leído, y muchas de ellas se reducían a un concienzudo ejercicio de demolición tras el cual no quedaba otra cosa que el vacio, sin que la narración convencional de la historia fuera substuida por una nueva. Consciente o inconscientemente, este veneno se adueña del libro escrito por Domingo Plácido, de manera que la versión de la Hispania Preromana que muchos hemos estudiado, dividida en Celtas, Celtíberos e Ibéros, se deshace ante nuestros ojos, producto de los intentos grecorromanos por sistematizar una realidad ajena a la que no estaban aconstumbrados y para cuya descripción carecían de las herramientas metodológicas modernas.
Es cierto que nuestra versión de los hechos es exclusivamente romana y que gran parte de las estructuras políticas que describen fueron puestos en movimiento por la influencia destructora del imperialismo romano, que llevo en pocos siglos a la creación de estructuras preestatales, donde sólo habían existido jefaturas sin apenas segmentación externas. Esa historia de transformación acelerada que se cerró con la destrucción de esas sociedades merecería contarse con el mayor detalle, sólo por sus parecidos con la acción del imperialismo Europeo de los siglos XIX y XX sobre el tercer mundo. Sin embargo, Domingo Plácido fracasa miserablemente en esa misión, ya que su libro no es más que un inmenso revoltijo de datos en el que se pasa de un pueblo a otro, de un fenómeno a otro, de un punto geográfico a otro, sin orden ni concierto.
Es especialmente triste porque, aquí y allá, como es el caso del párrafo que abre esta entrada, se apuntan datos, noticias que hablan de sucesos históricos que se salen de la visión habitual de ese tiempo, pero cuya importancia queda sin explicar ni analizar. Así, en ese párrafo - un ejemplo entre muchos - se nos comentan las repetidas incursiones de los Mauros en la Bética, obligando a fortificar las ciudades de esa zona. Un suceso que puede sorprender al lector, sólo porque implica una travesía naval de un ejército - o de bandas lo suficientemente grandes para obligar al ejercito romano a intervenir - pero especialmente porque la Mauritania Tingitania, el actual Marruecos, era provincia romana, segura por tanto.
Un enigma que sólo se explica si se tiene en cuenta que los romanos nunca fueron capaces de pacificar esa provincia y que en el siglo III la abandonaron casi completamente, incluyendo ciudades enteras como Volubilis cuyas ruinas siguen aún asombrando, limitando el domino a algunas bases en la costa, como las actuales Tánger y Ceuta. Un suceso poco conocido que nos muestra las inmensas dificultades del estado romano a la hora de mantener y proteger su fronteras, al mismo tiempo que su disposición a abandonar a su suerte aquellas áreas que no le pareciesen esenciales.
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