John Kacere |
Como todo aficionado a la pintura sabe, hay una serie de "trucos" para conseguir asistencias masivas a las exposiciones. Uno de ellos es recurrir a los socorridos impresionistas, el otro apelar a los diferentes hiperrealismos que surgieron el 60, como ocurrió en el pasado con la exposición Antonio López de la Thysssen y como ocurre con la monográfica dedicada a ese movimiento que aún se puede visitar en esa misma institución. La razón por la que los hiperrealistas atraen al público en general es sencilla de comprender. Frente a un arte moderno que bien es esencialmente cerebral o constituye una rebelión/irónica contra el arte del pasado - la pintura ilusionista legada por el renacimiento - expresada en su destrucción despiadada, los hiperrealismos devuelven al espectador a un ámbito en el que cree poder juzgar la calidad de una pintura por el sencillo método de comparar lo pintado con la realidad cotidiana presente ante sus ojos.
Vaya por delante que no soy especial aficionado de el hiperrealismo en la pintura, cuyas obras en demasiadas ocasiones me parece desprovistas de alma, enclaustradas sin remedio en la cárcel de su propia perfección. Esto no implica que rechace de plano este movimiento, como hacen muchos otros, ya que un sencillo análisis de cualquiera de los defectos - o acusaciones - que se pueden hacer contra este modo de pintar, enseguida revelan su parentesco con otros estilos o maneras incontestables, quizás por su antigüedad. Se puede alegar que el hiperrealismo, en su afán de reproducir la realidad de forma perfecta, acaba por ser indistinguible de la fotografía, perdiendo en ese todo lo que identificaría al arte de la pintura . De hecho muchas de estas obras utilizan como material de base una fotografía sobre la que, literalmente, se pinta, llegando a reproducir en lienzo los defectos intrínsecos a esa técnica.
Esto ha llevado a muchos a calificar el hiperrealismo de mero calco, apelativo con el reduciría este estilo al rango de manera menor, incluso indigna de los verdaderos artistas. No obstante, en sí este estilo no es más que la evolución lógica, casi necesaria, de la pintura ilusionista tal como fue teorizada en el cuatrocento. El arte de la pintura, no hay que olvidarlo, era similar a una ventana abierta al mundo, a través de la cual era posible contemplar la realidad - cualquier realidad - desde el interior de las viviendas. De hecho, la frialdad a la que antes hacía referencia, producto de una obsesiva reproducción del más mínimo detalle, tiene también unas raíces históricas procedentes de esa misma época, sólo que de un ámbito geográfico distinto. Basta un poco de observación para reparar que la luz fría que inunda los cuadros hiperrealistas es la misma que caracteriza al arte flamenco del cuatrocento, producto al igual que el hiperrealismo de un rigor de miniaturista en la reproducción de la realidad.
Don Jacot |
Asímismo, las técnicas finales son también muy distintas y diferentes. Si el citado Bernardo Torres (o el mismo Kacere) acaban sus cuadros de manera que sea imposible detectar pinceladas individuales, otros pintores como Blackwell o el mismo Antonio López, son capaces de conseguir el mismo efecto con una pincelada mucho más libre y fluida, en ocasiones casi desmañada e impresionistas, pero que sólo se revela al espectador cuando se observa el cuadro de cerca, siendo completamente invisible si se contempla la pintura desde la distancia que reclaman formatos tan grandes.
Tom Blackwell |
Ambigüedad que se traslada a mi apreciación sobre este movimiento. Una manera que no me acaba de gustar, por ese fotorealismo contrario a mis fidelidades estéticas, pero que no puedo rechazar por sus más que evidentes raíces pictóricas, las cuales unen a estos pintores a aquellos a los que admiro.
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