Giacometti, On ne joue plus |
Por suerte, en la reciente exposición de la fundación Mapfre dedicada a ese mismo artista (Nota: espero que no den el mismo paso que la Caixa, es decir cobrar por entrar, porque entradas sí que exigen ya) se ha evitado ese riesgo, de forma que tanto el artista como el visitante tienen tiempo para pasear y respirar. No menos importante es el cuidado que se ha puesto en romper la igualdad Giacometti-Escultura, incluyendo una abundante representación de sus dibujos y esculturas, que se muestran íntimamente relacionados con su obra tridimensional y, en ocasiones, más enriquecedores y fascinantes.
En gran medida, la afirmación anterior es un problema visual. Dado que Giacometti ha sido clasificado como una de las grandes figuras de la escultura del siglo XX, su obra visible, aquella que aparece en folletos, documentales y enciclopedias, es precisamente la tridimensional, con lo que es bastante difícil encontrar una obra que no haya sido vista o que no nos recuerde a uno de sus hombres caminantes o mujeres hieráticas... a menos que, como hemos hecho muchos de los admiradores de este escultor, nos movamos al Giacometti antes de Giacometti, aquel joven que en el periodo de entreguerras coqueteaba con el surrealismo, mientras que creaba una obra que aparentemente parece habitar otro universo que el su doble maduro y que, también aparentemente, practicaba una variedad de soluciones y de opciones las que, también aparentemente, carece su obra más maduro.
Los organizadores de la exposición podrían haber evitado todos estos problemas, pero a su favor está el haber conseguido una pequeña cuadratura del círculo. No sólo no han tenido miedo de oponer a ambos Giacometti, incluyendo una más que amplia selección de ese Giacometti pre Giacometti que tanto nos gusta a muchos aficionados, incluyendo obras tan enigmáticas y sugerentes como el On ne joue pas que abre esta entrada, extraño cementerio situado en un paisaje postapocalíptico que se revela santuario y lugar de adoración,;sino que además han procurado demostrar que ambos artistas son la misma persona, y que el muro divisiorio que creemos percibir entre ambos no es más que una ilusión, puesto que el uno proviene del otro y e no podrían concebirse separados.
Vista del Estudio del Artista, Giacometti |
No obstante, a pesar de su cuidado exquisito en presentar la escultura de Giacometti, si esta exposición brilla es por dedicar el mismo espacio - ¿o quizás un poco más? - a su pintura y sus dibujos. Una de las grandes sorpresas del arte escultórico es la facilidad con la que su practicantes pueden llegar a destacar en la otra arte, como si ambas no fueran polos opuestos, enemigos irreconciliables, como si en realidad fueran la única y misma cosa. Lo único que diferencia a un escultor/pintor de un pintor puro es cierto aire de rotundidad en su pintura, de especial cariño y cuidado con los aspectos propiamente matéricos del arte de extender pigmentos sobre una superficie.
Giacometti no viene a desmentir esta curiosa paradoja. Su pintura es de altísimo nivel y no oculta en ningún instante que ha sido creada por un escultor. Sus formas, sus objetos, sus colores parecen surgir de algún caos originario, de alguna niebla primordial, del cual les extrajese su pincel, como si tratase de un cincel capaz de tallar la luz y el aire. A este pequeño milagro se adjunta otro no menor. Sus formas como digo se materializan de la nada, acaban por estar compuestas de unos cuantos trazos contradictorios, que parecen a punto de disolverse, pero que al mismo tiempo se tornan de una realidad y una solidez poco común, como si el marco pintado con torpeza que encuadra muchas de sus obras fuera en realidad esa ventana abierta el mundo que soñaban los teóricos del cuatrocento.
Un último apunto. Sabemos, la exposición nos lo recuerda una y otra vez, que el estudio de Giacometii era casi un cuchitril, unos exiguos 18 metros cuadros en los que, como un ermitaño, se encerraba días enteros para luchar con la materia y los materiales, en busca de la plasmación perfecta de esos dos motivos, el caminante y la diosa, a los que quedó reducido su arte. Una imagen cierta, pero también completamente falsa, puesto que Giacometti era también el vagabundo perfecto, el artista que vaga sin rumbo por las calles de una ciudad, en este caso Paris, en busca de todo aquello que pueda integrar en su arte, abierto a todas las experiencias, preparado para todas las visiones, porque en el arte, en el verdadero arte, nada hay que sea inválido, nada hay que no sea útil, nada hay que no pueda ser aprovechable.
Paris Sans Fin, Giacometti |
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