sábado, 13 de julio de 2013

A Proust Odissey: Du côte de chez Swan /y I)

Et aujourd'hui encore si, dans un grande ville de province ou dans un quartier de Paris que je connais mal, un passant qui m'a "mis dans mon chemin" me montre a loin, comme un point de repère, tel beffroi d'Hôpital, tel clocher de couvent levant la pointe de son bonnet ecclésiastique au coin d'une rue que je dois prendre, pour peu que ma mémoire puisse obscurément lui trouver quelque trait de ressemblance avec la figure chère et disparue, le passant, s'il se retourne pour s'assurer que je ne m'égare pas, peux, a son étonnement, m'apercevoir qui, oublieux de la promenade entreprise ou de la course obligée, rester là, devant le clocher; pendant des heures, immobile, essayant de me souvenir, sentant au fond de moi de terres reconquises sur l'oubli qui s'assèchent et se rebâtissent; et sans doute alors, et plus anxieusement que toute à l'heure quand je lui demandait de me renseigner, je cherche encore mon chemin, je tourne une rue... mais... c'est dans mon coeur

Marcel Prouse, Du Côte de Chez Swan.

E incluso hoy si en una capital de provincias o en un barrio de Paris que conozca mal, un transeunte que me haya "indicado el camino" me muestra a lo lejos, como referencia, la torre de un palacio, el campanario de un convento que levanta la aguja de su bonete eclesiástico en la esquina de una calle que debo tomar, basta que mi memoria encuentre, aunque sea obscuramente, un parecido con la figura amada y desaparecida, que si el paseante vuelve para comprobar que no me he confundido, encuentre, para su sorpresa, que olvidado del paseo emprendido o de la ruta obligada, me quedo allí, delante del campanario, durante horas, inmóvil, intentando recodar, percibiendo en mi interior tierras reconquistas al olvido, que se secan y se reconstruyen, y sin duda, y con mayor ansiedad que justo antes cuando le pedía indicaciones, sigo buscando mi camino, giro en una esquina... pero.. está en mi corazón.

He comenzado en estos últimos días la relectura del ciclo completo de À la Recherche du temps perdu, escrito, como puede suponerse por Marcel Proust. Esta sería ya la quinta vez que lo completaría, segunda en francés, y no puedo evitar cierta aprensión, como si el tiempo, el desengaño y la desilusión fueran a convertir a estas novelas completos extraños, lo que no de dejaría de ser un giro muy Proustiano.



La lectura de Proust requiere un estado de ánimo especial. Mejor dicho, tienes que ser un tipo específico de persona. Yo me enamoré de la Recherche a edad muy temprana, debía tener unos veinte años, y en el cuarto de siglo que media entre mis lecturas me he encontrado con muchos antiproustianos de muy diferentes tipos. Superficialmente podrían dividirse ente aquellos que no fueron capaces de concluir el ciclo, los que leyeron una única novela - ésa que dicen es el nudo y centro del pensamiento Proustiano, o los que consiguieron terminarlo a duras penas. A todos les une una profunda repugnancia y aversion ante lo que podría denominarse Proustianismo, la descripción minuciosa de aparentes banalidades, las continuas disgresiones que acaban conformando un laberinto en el que es imposible distinguir hilo argumental alguno, o simplemente el hecho de que el tiempo no transcurre, mejor dicho, que su paso es independiente de la trama de su novela, de una acción, por así decirlo que parece secundaria e intrascendente frente a unos propósitos del autor que escapan a la atención de este tipo de lectores.

Este desencuentro entre lectores y Proust no obedece a un determinado tipo de ideología política, me he encontrado enamorados de la revolución que se deshacían de Proust por entero, indicando que el protagonista de a la Recherche no había trabajado nunca, siendo por tanto un improductivo y un ocioso, argumento que en otra formas, en otras mezclas, era utilizado también desde el otro extremos del espectro político, en donde, paradója de las paradójas, se le acusaba también de falta de conciencia social, de ombligismo y encierro en la torre de marfil. Como digo, el problema estriba realmente en una diferencia de caracteres, que nunca han sido mejor expresado que por Stendhal en su Le Rouge et le Noir, cuando al hablar del protagonista señalaba que contemplaba las catedrales como objetos de arte, escenarios de sus fantasías, no como objetos de los que pudiera sacarse un beneficio económico o material (o algo así, que no acabo de recordar exactamente la cita).

Entender a Proust requiere que el lector tenga ciertas inclinaciones contemplativas, como las expresadas en el breve fragmento que encabeza esta entrada, o al menos que no haya perdido aún ese don imaginativo que permite ver lo trivial, lo aconstumbrado de formas completamente nuevas, como si fueran la puerta de entrada a un mundo nuevo, creado y reservado solo para ti, cuyos significado sólo para ti es comprensible y cuya visión provoca en el observador, si realmente posee esos rasgos de carácter o aún no han sido cegados por la rutina y el desengaño, sentimientos de eternidad, cercanos al éxtasis, capaces de quebrar por entero tu existencia, de darte la vuelta completamente del revés, de señalar ese día, ese instante, como únicos y cruciales, aunque en ellos nada haya pasado de provecho o de utilidad.

Esos relámpagos no se buscan, se encuentran, y la única manera de toparse con ellos es vagar sin rumbo, a la espera que se manifiesten por sí solos, en la certeza de que habrán de hacerlo. El modelo del lector Proustiano es, por tanto, el del vagabundo, al que no le preocupan el destino o el final de su caminar, puesto que sabe que ningún camino - al menos ningún camino real y transitable - le llevará al hogar, a la patria que anhela con todas sus fuerzas. Sólo sabe que mediante el acto de andar, de vagar, de extraviarse, encontrará repentinamente, sin aviso previo, atisbos y retazos de ese otro mundo, de esa otra existencia para la que realmente se sabe destinado, y cuya visión le bastará para seguir viviendo un día más en este otro mundo que no es el suyo, a pesar del dolor, del desgarro que la contemplación de esa gloria le produce.

Podría hablarse de una hermandad de los caminantes, cuyos miembros son eternos solitarios, pero a la que pertenecen escritores como Rousseau, Walser, Thoreau o pintores como Pissarro - ya hablaré de él más en detalle - y cuyos supuestos estatutos  no escritos ayudan a comprender, sin que quede resquicio a la duda, el modus operandi de Proust al escribir. Su pluma vaga, abandona los caminos, aquellos que llevan a las certezas y a las explicaciones, a relatar una vida como si realmente tuviera sentido, y se deja atraer, arrastrar, por reflejos, por indicios que le conducen a paisajes nunca antes vistos, nunca antes descritos, y que necesitan serlo en detalle, en un nivel que llega a la obsesión y a la enfermedad mental, para que aquellos que sólo se trasladan de un destino a otro o que giran atrapados en su propio y personal círculo vicioso sean capaces de disfrutarlo por entero, por sí mismos, como si hubieran encontrado la oportunidad o las fuerzas para ser de otra manera.

Sólo así se entienden los primeros cientos de páginas de Du côte de Chez Swan, una inmensa y detallada descripción donde nada ocurre, donde nada parece transcurrir. Reconstrucción en palabras del único paraíso terrenal que todo ser humano ha conocido, que nunca volveremos a encontrar: el tiempo de la niñez. Para Proust es paraíso personal es un larguísimo verano en Combray, sin principio ni fin, sin hitos temporales que permitan construir una cronología, en el que todos sus habitantes, casas incluidas, ya han muerto y desaparecido, pero cuya vida, su existencia, se nos aparecen como más poderosas, más reales que todo aquello que percibimos a diario, simplemente porque en esos recuerdo, aparentemente anodinos e insignificantes, es donde descansa el edificio entero de nuestra personalidad.

Paraíso decía. Sí, pero un paraíso, como todos los que se precien, donde crece el árbol de la ciencia del bien y del mal, donde habita la serpiente que provocará nuestra caída. No todo es goce y felicidad allí, nunca lo fue, nos recuerda Proust, porque allí fue donde aprendió a manipular  a las personas que amaba, a torturarlas sin ponerles la mano encima, para obtener un placer pasajero que en realidad era la raja en el cristal que acabaría haciéndolo añicos. Porque allí fue también donde aprendió como podía destruirse a otra persona si hacer otra cosa más que pronunciar inocentemente unas palabras  indiscretas o por no saludarle por distracción.

Y es que todos sin excepción deberemos aprender ese arte, el de herir y ofender a los que más amamos, simplemente por eso, porque son los que tenemos más cercanos, porque sabemos que no se defenderan

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