En tercer lugar, de todas las revoluciones contemporáneas, la francesa fue la única ecuménica. Sus ejércitos se pusieron en marcha para revolucionar el mundo, y sus ideas lo lograron. La revolución norteamericana sigue siendo un acontecimiento crucial en la historia de los Estados Unidos, pero (salvo en los países directamente envuelto en ella y por ella) no dejó huellas importantes en ninguna parte. La Revolución francesa, en cambio, es un hito en todas partes. Su repercusiones, mucho más que las de la revolución norteamericana, ocasionaron los levantamientos que llevarían a la liberación de los países latinoamericanos después de 1808. Su influencia directa irradió hasta Bengala, en donde Ram Mohan Roy se inspiró en ella para fundar el primer movimiento reformista hindú, precursor del moderno nacionalismo indio. (Cuando Ray Mohan Roy visitó Inglaterra en 1830, insistió en viajar en un barco francés para demostrar su entusiasmo por los principios de la revolución francesa). Fue, como se ha dicho con razón "el primer gran movimiento de ideas en la cristiandad occidental que produjo algún efecto real sobre el mundo del Islám", y esto casi inmediatamente. A mediados del siglo XIX, la palabra turca "vatan", que antes significaba sólo el lugar de nacimiento o residencia de un hombre, se había transformado bajo la influencia de la Revolución Francesa en algo así como "patria". El vocablo "libertad", que antes de 1800 no era más que un término legar denotando lo contrario que "esclavitud", también había empezado a adquirir un nuevo contenido político. La influencia directa de la Revolución Francesa es universal, pues proporcionó el patrón para todos los movimientos revolucionarios subsiguientes, y sus lecciones (interpretadas al gusto de cada país o cada caudillo) fueron incorporadas en el moderno socialismo y comunismo.
Eric Hobsbawn, La Era de la Revolución, 1789-1848
Si tienen cierta edad, la lectura de la trilogía del historiador británico Eric Hobsbawn sobre el siglo XIX les resultará muy familiar, cercana a lo que estudiaron en el colegio. En el primer tomo, La Era de la revolución, dedicado a los tiempos convulsos en Europa comprendidos entre la Revolución Francesa de 1789 y la Revolución Europea de 1848, Hobsbawn construye su relato alrededor de dos motores originales que pusieron en movimiento los procesos de ese largo medio siglo.
Por una parte, la propia Revolución Francesa que, como bien señala este historiador, creó un marco ideológico al que se referirían todas las revueltas posteriores, los estallidos de 1820, 1830 y 1848; y que incluso fue utilizado a contrapelo por las fuerzas de la reacción, a la hora de dosificar reformas que impidiesen que las ollas sociales/estatales estallasen. La otra revolución es la Industrial, con sus consecuencias sobre la producción de energía y el transporte, restringida al Reino Unido durante la mayor parte de este periodo, pero que al final se propagaría al resto de Europa noroccidental, primero a Bélgica, luego a la Renania alemana y el norte de Francia e Italia. Ambas con una proyección que pronto rebasaría Europa en lo geográfico y la primera mitad del XIX en lo temporal, hasta ser incorporadas en fenómenos, movimientos e ideologías más que diversas, incluso opuestas.
Éste sería un modelo clásico, en donde las innovaciones surgidas en unos centros muy específicos, Francia en lo político, Inglaterra en lo tecnológico, se irían difundiendo por Europa y más tarde al resto del mundo, sea por convencimiento propio, sea por necesidad de mantenerse al ritmo de los tiempos o sea por imposición armada. Sin embargo, este modelo se ha visto discutido y rebatido en las últimas décadas, curiosamente por fuerzas provenientes de extremos opuestos del espectro político, el neoconservadurismo/neoliberalismo occidentasl, crecido tras la caida de la URSS, junto al multiculturalismo anticolonial nacido en nuestras sociedades mutiraciales y multireligiosa.
Algo de esta situación ya la habíamos visto reflejada en los libros que les comentaba antes sobre la divergencia decimonónica entre Europa y el resto del mundo, tanto en el de Bayly, con todos sus defectos, como en el de Pomeranz, con todos sus aciertos. Merece la pena detenerse en como se ha llegado a este estado de cosas.
Desde el punto de vista del neoconservadurismo, el papel central que la izquierda occidental - y parte de las derechas francesas - otorgaba a la revolución francesa es poco menos que abominable. Este desprecio se debe tanto a las derivaciones anticapitalistas del periodo jacobino - siempre preocupado por la defensa del pueblo frente a la opresión económica y como a proveer una serie de servicios esenciales, tal y como postulaba Thomas Paine - como a su énfasis en la democracia directa. Es decir, orientado no a crear un sistema parlamentario en donde la intervención de la ciudadanía se limite a elegir su representantes cada cierto tiempo, sino a otro en donde la actividad popular en el gobierno fuera continua e incluso pudiese derivar en rebeldía abierta, como reconocía la propia declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.
Frente a la revolución de 1789 el neoconservadurismo ha preferido otras dos. La americana de 1776, cuyo impacto fue limitado, más allá de su vertiente anticolonial y de ser ejemplo de que la rebelión podía triunfar, complementada con la británica de 1688. Ambas tienen en común el ser procesos dirigidos desde la elite en la que la intervención popular se vio fuertemente controlada y limitada. Los nuevos sistemas se construyeron así desde arriba, mediante las decisiones de esas elites politicoeconómicas, sin caer en radicalismos peligrosos, para luego ir concediendo nuevas libertades y derechos sin prisas y con cuentagotas. Preferentemente cuando ya no es posible ser indiferente a los cambios sociales. A veces, ni siquiera entonces.
Este modelo de democracia controlada y encorsetada no debería sorprendernos. En realidad, fue el modelo que siguieron los sucesivos estallidos revolucionarios postnapoleónicos cuando se estabilizaron y aquietaron, en 1820, 1830 e incluso 1848, que utilizaron la retórica de 1789 para crear versiones distorsionadas de los ideales de esa revolución modelo. No es extraño, por tanto, que 1848, la última gran convulsión revolucionara paneuropea hasta 1917 viera también el nacimiento del comunismo marxista, marcada con la publicación del manifiesto comunista, además de un realinemiento de los movimientos revolucionaros de acuerdo con las diferencias de clase. En concreto, excluyendo a la burguesía de la lucha por la sociedad futura y fiando su suerte a la del proletariado en crecimiento.
Esa confianza resulto infundada, ya que Marx no contaba con la aparición de una clase media que siriviese de apoyo y justificación del sistema, como ocurrió en la Europa post-1945. Sin embargo, dejando esto a un lado, en la interpretación del siglo XIX es mucho más preocupante la deriva multiculturalista anticolonial que la neoconservadora. De estos últimos ya sabemos, casi desde 1789, que es de esperar una oposición a los ideales de la Revolución francesa. Lo que no era previsible es que, en el caso de los primeros, se manifestase una oposición a la revolución de 1789 desde el seno de la misma izquierda.
Una situación cuyos orígenes pueden rastrearse a los años sesenta - los del gran cisma generacional en la izquierda europa - y que puede resumirse en que la izquierda ahora abomina del espíritu de las revoluciones anteriores. En concreto, la aspiración a ser una fuerza renovadora que libere al hombre de las ataduras de la tradición, la religión y las estructuras social y económicas, en nombre de unos derechos - los derechos humanos - comunes a toda la humanidad. Guiándose en todo momento por la razón y la ciencia moderna, únicas fuentes que nos posibilitan un conocimiento veraz frente a la superstición, la religión y la autoridad basada en la tradición.
Por el contrario, se argumenta ahora, Occidente impuso en el XIX sus ideas al resto del mundo, mediante la coacción, la ocupación y la fuerza de las armas. Opresión fundacional del mundo moderno que hay que revertir en este presente, aunque esto suponga renunciar a los ideales más queridos de la izquierda,. para apoyar, aunque sea por intereses coyunturales, a las fuerzas de la opresión en otras culturas y regiones que no sean las nuestras. Sólo porque son otras culturas distintas a las nuestras, a las que suponemos, erróneamente, inamovibles e intocables.
Desviación, me temo, que no le habría hecho mucha gracia a Hobsbawn, marxista clásico ante todo.
Por una parte, la propia Revolución Francesa que, como bien señala este historiador, creó un marco ideológico al que se referirían todas las revueltas posteriores, los estallidos de 1820, 1830 y 1848; y que incluso fue utilizado a contrapelo por las fuerzas de la reacción, a la hora de dosificar reformas que impidiesen que las ollas sociales/estatales estallasen. La otra revolución es la Industrial, con sus consecuencias sobre la producción de energía y el transporte, restringida al Reino Unido durante la mayor parte de este periodo, pero que al final se propagaría al resto de Europa noroccidental, primero a Bélgica, luego a la Renania alemana y el norte de Francia e Italia. Ambas con una proyección que pronto rebasaría Europa en lo geográfico y la primera mitad del XIX en lo temporal, hasta ser incorporadas en fenómenos, movimientos e ideologías más que diversas, incluso opuestas.
Éste sería un modelo clásico, en donde las innovaciones surgidas en unos centros muy específicos, Francia en lo político, Inglaterra en lo tecnológico, se irían difundiendo por Europa y más tarde al resto del mundo, sea por convencimiento propio, sea por necesidad de mantenerse al ritmo de los tiempos o sea por imposición armada. Sin embargo, este modelo se ha visto discutido y rebatido en las últimas décadas, curiosamente por fuerzas provenientes de extremos opuestos del espectro político, el neoconservadurismo/neoliberalismo occidentasl, crecido tras la caida de la URSS, junto al multiculturalismo anticolonial nacido en nuestras sociedades mutiraciales y multireligiosa.
Algo de esta situación ya la habíamos visto reflejada en los libros que les comentaba antes sobre la divergencia decimonónica entre Europa y el resto del mundo, tanto en el de Bayly, con todos sus defectos, como en el de Pomeranz, con todos sus aciertos. Merece la pena detenerse en como se ha llegado a este estado de cosas.
Desde el punto de vista del neoconservadurismo, el papel central que la izquierda occidental - y parte de las derechas francesas - otorgaba a la revolución francesa es poco menos que abominable. Este desprecio se debe tanto a las derivaciones anticapitalistas del periodo jacobino - siempre preocupado por la defensa del pueblo frente a la opresión económica y como a proveer una serie de servicios esenciales, tal y como postulaba Thomas Paine - como a su énfasis en la democracia directa. Es decir, orientado no a crear un sistema parlamentario en donde la intervención de la ciudadanía se limite a elegir su representantes cada cierto tiempo, sino a otro en donde la actividad popular en el gobierno fuera continua e incluso pudiese derivar en rebeldía abierta, como reconocía la propia declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.
Frente a la revolución de 1789 el neoconservadurismo ha preferido otras dos. La americana de 1776, cuyo impacto fue limitado, más allá de su vertiente anticolonial y de ser ejemplo de que la rebelión podía triunfar, complementada con la británica de 1688. Ambas tienen en común el ser procesos dirigidos desde la elite en la que la intervención popular se vio fuertemente controlada y limitada. Los nuevos sistemas se construyeron así desde arriba, mediante las decisiones de esas elites politicoeconómicas, sin caer en radicalismos peligrosos, para luego ir concediendo nuevas libertades y derechos sin prisas y con cuentagotas. Preferentemente cuando ya no es posible ser indiferente a los cambios sociales. A veces, ni siquiera entonces.
Este modelo de democracia controlada y encorsetada no debería sorprendernos. En realidad, fue el modelo que siguieron los sucesivos estallidos revolucionarios postnapoleónicos cuando se estabilizaron y aquietaron, en 1820, 1830 e incluso 1848, que utilizaron la retórica de 1789 para crear versiones distorsionadas de los ideales de esa revolución modelo. No es extraño, por tanto, que 1848, la última gran convulsión revolucionara paneuropea hasta 1917 viera también el nacimiento del comunismo marxista, marcada con la publicación del manifiesto comunista, además de un realinemiento de los movimientos revolucionaros de acuerdo con las diferencias de clase. En concreto, excluyendo a la burguesía de la lucha por la sociedad futura y fiando su suerte a la del proletariado en crecimiento.
Esa confianza resulto infundada, ya que Marx no contaba con la aparición de una clase media que siriviese de apoyo y justificación del sistema, como ocurrió en la Europa post-1945. Sin embargo, dejando esto a un lado, en la interpretación del siglo XIX es mucho más preocupante la deriva multiculturalista anticolonial que la neoconservadora. De estos últimos ya sabemos, casi desde 1789, que es de esperar una oposición a los ideales de la Revolución francesa. Lo que no era previsible es que, en el caso de los primeros, se manifestase una oposición a la revolución de 1789 desde el seno de la misma izquierda.
Una situación cuyos orígenes pueden rastrearse a los años sesenta - los del gran cisma generacional en la izquierda europa - y que puede resumirse en que la izquierda ahora abomina del espíritu de las revoluciones anteriores. En concreto, la aspiración a ser una fuerza renovadora que libere al hombre de las ataduras de la tradición, la religión y las estructuras social y económicas, en nombre de unos derechos - los derechos humanos - comunes a toda la humanidad. Guiándose en todo momento por la razón y la ciencia moderna, únicas fuentes que nos posibilitan un conocimiento veraz frente a la superstición, la religión y la autoridad basada en la tradición.
Por el contrario, se argumenta ahora, Occidente impuso en el XIX sus ideas al resto del mundo, mediante la coacción, la ocupación y la fuerza de las armas. Opresión fundacional del mundo moderno que hay que revertir en este presente, aunque esto suponga renunciar a los ideales más queridos de la izquierda,. para apoyar, aunque sea por intereses coyunturales, a las fuerzas de la opresión en otras culturas y regiones que no sean las nuestras. Sólo porque son otras culturas distintas a las nuestras, a las que suponemos, erróneamente, inamovibles e intocables.
Desviación, me temo, que no le habría hecho mucha gracia a Hobsbawn, marxista clásico ante todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario