Sanatorium pod klepsydra (Sanatorio bajo la Clepsidra, 1973) de Wojciech J. Has, más conocido quizás por Rękopis znaleziony w Saragossie (El manuscrito encontrado en Zaragoza, 1963), adapta la colección de cuentos homónima de Bruno Schulz. Este autor de la primera mitad del siglo XX es un buen ejemplo de la complejidad nacional y étnica del este Europeo, que a tantos genocidios y guerras ha conducido. De origen judío, nació en territorio del Imperio austrohúngaro que luego perteneció a la república polaca de entreguerras y que finalmente forma parte de la actual Ucrania. A pesar de su pertenencia a tantas patrias y a una étnia discriminada desde antiguo - él mismo sería una de las incontables víctimas del holocausto -, su exigua obra literaria está escrita en polaco, literatura de la que es uno de los mayores exponentes contemporáneos. Un lugar de preferencia que no sólo se limita a su país, sino que le ha hecho ser conocido y apreciado internacionalmente.
Esa fama internacional se debe a que es un escritor atípico. Como ya les he indicado, su obra se reduce a un par de colecciones de cuentos, la citada y la que se conoce en español como Tiendas de color canela, aunque estaba componiendo una tercera cuando fue asesinado por un oficial de las SS. En ambas, Schulz se revela como un escritor integrado de pleno en la modernidad vanguardista, un autor que intenta llevar el lenguaje a sus últimos extremos para crear un mundo paralelo a la realidad, distorsionado pero con profundas raíces en ella. Nuevos territorios que no son otra cosa que limbos, lugares donde el tiempo se ha detenido - mejor dicho, aún no ha llegado -, donde los sucesos siempre están a punto de producirse, aunque nunca culminen, conduciendo así a la frustración y la impotencia de sus personajes.
El sanatorio del relato de Schulz y de la película de Has es uno de estos limbos perdidos. Un lugar donde se hallan internados enfermos que ya están muertos. Muertos en el resto del mundo, pero aún no en ese lugar especial, casi imposible de alcanzar y donde no rigen las reglas del tiempo, que fluye a un ritmo distinto, como si fuera alquitrán pegajoso. Ésa suspensión entre vida y muerte, entre ser y no ser, semejante a la del gato de Schrödinger es, irónicamente, el principal atractivo comercial de esa institución, pero también es una trampa para cualquier incauto que se adentre ahí. Tal ocurre al joven protagonista de ambas obras, la literaria y la fílmica, quien tras visitar a su padre, deviene otra presencia permanentemente en la penumbra, incapaz de orientarse y encontrar el camino de vuelta.
Literariamente, el cuento de Schulz es una obra maestra, inquietante y desasosegante, de las que permanecen en el recuerdo del lector. Toda adaptación cinematográfica, por tanto, se enfrenta a insuperables problemas de adaptación que fácilmente pueden dar con ella al traste. Has los sortea, sin embargo, de manera muy elegante, adoptando dos soluciones, una temática y otra visual, poco habituales cuando se habla de traducciones de un formato a otro. La temática consiste en una renuncia a todo intento de cartesianidad, sin intentar ser una fotocopia del cuento de Schulz, lo que sería letal a la hora de adaptar cuentos cuya propia esencia radica en ser inasibles, semejantes a alucinaciones provocadas por las drogas. Has conserva, eso sí, la premisa argumental del cuento, el sanatorio-limbo, pero a él añade recuerdos de otras narraciones de Schulz, combinándolas además con una visión personal del pasado de Polonia y de Europa. De todo lo que ha desaparecido o ha sido destruido durante el siglo XX, como el judaísmo polaco o los imperios de opereta decimonónicos, que sólo pueden ser ya mostrados, remememorados desde nuestro presente, como museo de cera, teatro de autómatas o reconstrucción forzada, polvorienta y apolillada.
Tan importante como este giro temático es el aspecto visual que Has confiere a su película. El sanatorio es un espacio laberíntico, incongruente y cambiante, cuya geografía cambia arbitrariamente a medida que avanza la película. Una misma puerta puede dar acceso a mundos dispares, e incluso si se llega al mismo destino, encontrarlo embarrancado en tiempos radicalmente distintos y apartados. Esta desorientación se ve acentuada por el estado de abandono y ruina en que esa institución supuestamente en funcionamiento parece hallarse, techos caídos, ventanas rotas, telarañas que todo lo velan, pintura descascarillada, plantas que crecen en el interior de las habitaciones, hojas muertas que se acumulan en los rincones, frente a los que hay claros signos de uso y mantenimiento, como los extintores nuevos que se pueden ver en las paredes.
La impresión que se transmite es precisamente la de la cercanía a la muerte, la putefracción y la disolución final, subrayada tanto por el museo de autómatas que el protagonista descubre a mitad de rodaja, como por el omnipresente cementerio, que en ocasiones incluso ocupa y obstruye los propios espacios del sanatorio. Una muerte que, sin embargo, nunca acaba de llegar, que en ocasiones incluso se disfraza incluso de vida y de libertinaje, y cuya ausencia y retraso constante obliga a un vagar sin término por los espacios destartalados del sanatorio. Por ellos, y por los muchos recovecos del pasado, de la memoria colectiva y de la propia, a la que dan acceso los pasillos retorcidos de esta institución.
No es extraño que, al final, el personaje principal devenga psicopompo, guía de otros perdidos, al igual que el revisor que le acompañó en el viaje de ida.
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