Esta es la última entrada que dedico a la colección de cortos experimentales, Masterworks of American Avant-garde Experimental Film, compilada por Flicker Alley. A pesar de todos sus defectos, que son muchos, esta edición no se puede calificar de otra manera que no sea con el adjetivo de notable, cuando no necesaria e incluso imprescindible. La razón principal es que no abundan las compilaciones, y menos en BR, de un tipo de cine que suele quedar en una injusta penumbra, frente al fulgor y los aplausos que acompañan a la última repetición en imágenes de clichés rancios. Sin contar que, demasiadas veces, en esas obras banales e intrascendentes, se suelen copiar - cuando no saquear - los logros y descubrimientos de estas otras obras apenas vistas, haciéndolas pasar, ante los ojos del gran público, como producto y mérito de inteligencias visionarias que no son tales.
Dejando aparte estas quejas y lamentos, tan habituales en mis escritos, para volver a la edición de Flicker Alley, tengo que terminar mi serie de reflexiones con uno de los invariantes de la experimentación: la abstracción, ligada siempre con esa otra rama paralela de la cinematografía que se conoce con el nombre de animación. Esta relación puede parecer sorprendente a la mayoría, condicionada desde la infancia a relacionar esa forma con Disney, o como mucho con Pixar, pero lo cierto es que el único medio de traducir los logros de ese estilo pictórico al fotograma cinematográfico es precisamente la animación, entendida como cualquier forma cinematográfica en la que el artista no captura la realidad rodando secuencias, sino que trabaja con imágenes individuales, de cuya sucesión proyectada se deriva la ilusión del movimiento.
DL2 o Disintegration Line #2 (1970) de Lawrence Janiak, es un ejemplo magnífico de ese arte visual en la frontera de dos mundos. Se trata de un auténtico experimento en imágenes, donde rollos enteros de celuloide han sido sometido a condiciones y agentes agresivos - frío, agua - de manera que la emulsión se descomponga, fragmente y desprenda. El estropicio resultante es procesado después por el artista, coloreando, resaltando y abstrayendo los contornos de las formas que el azar ha creado, para luego copiarlas en celuloide nuevo y proyectarlas a continuación.
El resultado, como se puede ver en las capturas que anteceden a estas líneas, no es un mero registro aséptico de ese proceso de descomposición inducida. Al ser proyectado a gran velocidad, esas manchas informes cobran vida repentina, se asemejan a toda una fauna que se retorciese y debatiese, combatiese y pugnase, se devorase entre sí, intentase sobrevivir a su cercana desaparición. Un hervidero incesante, de formas que surgen y desaparecen, se mezclan y se separan, atrapando sin posibilidad de escape la atención del espectador, quien puede acabar, irremediablemente, en un estado de trance arrebatador.
Muy distinta, pero no menos brillante, es la técnica usada en Sappho and Jerry, Parts 1-3 (1978) de Bruce Posner. En este caso, el material es claramente figurativo, ya que se trata de "imágenes encontradas", fragmentos de otras películas, en su mayoría emisiones televisivas, que el artista experimental ha incorporado a su obra final. No es una técnica nueva, puesto que su origen está en los desconcertantes, y aún así poéticos, collages visuales que Joseph Cornell realizaba con los films olvidados de su colección particular. La diferencia está en que Posner superpone estas emisiones, las fragmenta en bandas, pinta sobre ellas, hasta el extremo de tornarlas casi irreconocibles. Mejor dicho, creando una especie de magma visual del que, de vez en cuando, surge una imagen reconocible.
El resultado, obviamente, es una clara cacoiconía, reflejo del bombardeo visual al que estamos sometidos diariamente, casi las veinticuatro horas del día, especialmente desde que nuestros dispositivos móviles nos obligan a estar permanentemente conectados y localizables. Una avalancha de imágenes, de contenidos, de informaciones que compite por nuestra atención, utilizando cualquier medio visual para destacarse sobre las demás, aunque luego, al final el efecto sea el contrario al perseguido: que todo acabe pareciéndose, que todo devenga indistinguible, impersonal e irrelevante. Justo como la confusión que ilustra al corto.
O quizás no. Porque de la visión de este corto, de su caos en imágenes, siempre a punto de ser devoradas, nunca alcanzando una plenitud, se desprende una innegable fascinación. El desorden, la inestabilidad, la falta de referencias, acaban por ser hermosos, necesarios e irrenunciables.
Como el aire que respiramos, como el agua que bebemos.
Y por último, el maestro: Stan Brakhage.
Ninguna historia de la abstracción cinematográfica puede estar completa sin citarle, casi podría decirse que la historia de esta forma es él y sólo él - con perdón de McLaren o Fischinger -, porque durante años creo corto tras corto, todos con la misma técnica - pintar directamente sobre el celuloide, para luego proyectarlo - todos aparentemente iguales, pero cada uno un universo entero. Lugares visuales que además se situaban fuera del tiempo, se tornaban indescriptibles, incomunicables, en donde sólo cabía dejarse arrastrar, ahogarse, para así morir y resucitar a un mundo nuevo.
Seasons (Estaciones, 2002) realizado por Brakhage, con la colaboración de Phil Solomon, es otra de sus muchas obras maestras. En ella, el factor que lo distingue, que lo hace único, es que Brakhage utilizó el conocimiento técnico de Solomon para resaltar algo inusual en cine: el relieve. Las superficies rugosas, las acumulaciones, pegotes y grumos que dejó su pincel sobre el celuloide.
Toda una geografía de luz, toda una inmensidad de color, que nos gustaría saborear, degustar tranquilamente, pero que vuela ante nuestros ojos, desaparece y se desvanece, sin apenas dejarnos un leve recuerdo, una impresión, un roce vago.
Como el que deja la vida que vivimos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario