Paradójicamente, la larga despedida del estudio Ghibli a la que estamos asistiendo está siendo una bendición para el aficionado al cine en general. En el corto periodo de un año de julio 2013 a julio 2014, se ha podido disfrutar de una obra mayor de Miyazaki, Kaze Tachinu (Se levanta viento, 2013), una obra maestra de Takahata, Kagura Hime no monogatari (El cuento de la princesa Kaguya, 2013), concluyendo la racha con una obra sobresaliente del estudio, Omoide no Maanii (Marnie, la de mis recuerdos, 2014) dirigida por Yonebayashi Hiromashi.
Si he calificado a Omoide de Maanii como sobresaliente y como obra de estudio, no es porque sea menor o porque Yonebayashi no sea un director con personalidad. Más bien es porque en ella queda bien de manifiesto ese estilo, ese "toque", que da a a toda las películas de Ghibli un aire común y familiar, pero al mismo tiempo distintivo y original, que lo convierte en un estudio único. El único capaz de haber creado películas de animación de calidad sobresaliente al modo tradicional durante casi medio siglo, siempre confiando en la inteligencia y sensibilidad del espectador. Unas características ausentes, por ejemplo, en la entera producción de los estudios americanos, siempre demasiado preocupados por las últimas modas técnicas y culturales. Ésas que en un par de días se tornaran vetustas.
Ghibli, por el contrario, siempre ha apelado a lo universal. Pero no en un sentido abstracto e inexistente, sino con esa perennidad característica del cuento popular y del mito, capaz de fascinar a personas de las más diversas culturas, de los más diversos orígenes y de las edades más dispares, al apelar a esas constantes compartidas que constituyen los fundamentos de nuestra existencia. Las películas de Ghibli, como en el caso de Marnie, son así siempre una historia de conocimiento y descubrimiento personal, de exploración y encuentro con un mundo amplio y desconocido, de donde se habra de (re)surgir construido y transformado. Unas historias que exigen, por tanto, personajes de extrema juventud, habitantes aún de ese tiempo breve y crucial en que se nace por segunda vez, esta vez de uno mismo.
Esta exploración y descurimiento, este nacerse y criarse, necesita asímismo de un ritmo especial, un tempo que permita, a espectadores y protagonistas, conocer y experimentar ese mundo al mimo tiempo viejo y nuevo, conocido y extraño. Ésa es la segunda gran virtud de toda película Ghibli, se capaz de describir el mundo hasta en sus más nímios detalles, pero con precisión y exactitud casi sobrenaturales. Es la única forma con la que poder descubrir y gozar su belleza, de experimentar el sentimiento de maravilla y de asombro que se esconde detrás de todas las esquinas, pero que dejamos pasar, sin asirlo y hacerlo nuestro, en nuestra vida cotidiana, ciega y adormecido. Rigor y precisión en el detalle descrito, que exige asímismo amplio tiempo y espacio, para poder pensarlo y asimilarlo, para poder gozarlo y agotarlo, para poder extraer de él su consecuencias vitales, tanto por parte de los personajes como por parte de los espectadores.
Ése y no otro, es el secreto del toque Ghibli, expresado a la perfección en esta Omoide no Maanii. Conseguir que las mínimas acciones, los ínfimos descubrimientos, terminen siendo trascendentales, fundamentales, recuerdos que nos acompañen durante toda nuestra existencia. Obligarse por esa razón a describir esas aparentes banalidades con la mayor perfección artística, puesto que ése el único modo en que seamos capaces de verlas y apreciarlas, como si el mundo hubiera sido recreado para nosotros, en exclusiva.
Como si todo en él, en su presente y en su futuro, fuera de nuevo posible.
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