La relación entre cine y danza ha sido siempre problemática. Es cierto que hay un género entero, el musical, en gran parte centrado en su representación, pero el modo en que se expresaba en imágenes traicionaba siempre su origen teatral. Esta teatralidad, no obstante, debe entenderse más bien como reproducción de la mirada del espectador, es decir, que al igual que ésta intenta seguir las evoluciones de los danzarines, así lo hacía la cámara. Al menos así era en el musical clásico, porque en los intentos de resurrección modernos de este género se ha producido un contagio del exceso de montaje tan típico del cine comercial reciente. Un exceso que debe entenderse como extracción de fragmentos aislados de los movimientos de la danza, pero sin integrarlos en un todo coherente, demostrando simplemente que se dispone de varias cámaras y se sabe utilizarlas.
Como habrán apreciado en estas notas mías a la colección de cortos experimentales americanos editada por Flicker Alley, el cine experimental se caracteriza por cruzar las fronteras entre las artes, hacia la música y la pintura, principalmente, pero también hacia la danza. A meditation on Violence (Una meditación sobre la violencia, 1948) de Maya Deren, es un magnífico ejemplo de como ese tránsito entre artes se realiza de formas insospechadas, complejas tanto en su presentación como en su transfondo intelectual.
Aparentemente, el corto es la grabación en imágenes de los ejercicios de entrenamiento realizados por un boxeador chino, que se sincronizan con música de ese país. La primera impresión que se tiene es, por tanto, la de asistir a un baile de movimientos precisos y bellos, cuyo desarrollo y plasmación poco tiene que ver con la violencia que anuncia el título, aunque es cierto que a medida que avanza el metraje, las evoluciones del danzarín se van acelerando, aproximándose al paroxismo. Es justo un instante antes cuando Deren introduce una audaz transición fílmica, entre interior y exterior, entre el boxeador con su ropa de entrenamiento y éste con su uniforme y equipo completo, para descubrirnos el sentido del corto.
Ahora lo que vemos en la pantalla es como esos movimientos inocentes, hermosos y puros, son en realidad preparación para el combate. Gestos que sirven tanto para la defensa como para el ataque, para impedir que nos quiten la vida y arrebatársela, por el contario, a otros. La belleza se ha transformado en horror, el horror en belleza, y ambos quedan mezclados, en incomoda compañía, sin que nos sea posible ya aislarlos y apartarlos.
Muy diferente es el tono de 9 Variations on a Dance Theme (Nueve variaciones sobre un tema de danza, 1967) dirigida por Hilary Harris. En este caso no hay lugar a equivocación ni ambigüedad, puesto que el propósito de Harris se reduce a describir con todo lujo de detalles las evoluciones de la danzarina. Evidentemente hay una contradicción entre mi uso de las expresiones "reducir" y "lujo de detalles", ya que esa "reducción" no implica empobrecimiento, sino enriquecimiento visual, un intento de agotar lo inagotable, de ver y percibir cada movimiento en toda su extensión, en todo su dinamismo, desde cualquier perspectiva posible.
Esta aspiración a la universalidad es la que diferencia el corto de Harris del astragante sobremontaje contemporáneo al que me refería al principio. En las producciones comerciales, esta multiplicidad de puntos de vista, este bajar al detalle, para capturarlo, es impuesta por la necesidad de dejar bien claro en la pantalla que se dispone de un presupuesto holgado, cuando no es simplemente una confesión de la torpeza del director, desprovisto de una mirada personal que intenta suplir con estos resaltes llamativos.
Muy distinto, como digo, es el caso de 9 Variations on a Dance Theme y de su directora Hilary Harris. A pesar de descomponer el movimiento en multitud de planos, nunca se pierde su concordancia con la música que acompaña a la danza, ni con la danza original. Lo que Harris hace es muy simple y muy efectivo, ya que en vez de conservar un movimiento tal y como se produjo, como podría ser el levantar de una pierna o el alzar de un brazo, ella recoge ese mismo movimiento desde diferentes ángulos y posiciones de cámara, montando esas secciones fílmicas independientes de manera que el movimiento original siga conservándose.
El proceso de rodaje del corto, por tanto, se revela de una dificultad casi insuperable, ya que no sólo tuvo la danzarina que realizar su baile una y otra vez, sino que luego Harris tuvo que desmontar el rompecabezas y volverlo a montar de una forma completamente distinta. El resultado de ese esfuerzo es prodigioso, ya que a pesar de la descomposición en micromovimientos, el corto tiene esa coherencia y esa unidad de la que carecen las versiones comerciales, casi como si todos esos microplanos hubieran sido rodados al mismo tiempo y milagrosamente esa multiplicidad de cámaras no hubiera entorpecido los movimientos de la danzarina.
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