Cleopatra, Lavinia Fontana |
La Fundación Canal tiene predilección por las macroexposiciones, que, como pueden imaginar, unas veces les salen bien, otras mal. Un ejemplo de mala exposición fue la reciente La Ruta de Cortés, casi una exculpación de la conquista española y loa de los beneficios que esta trajo a los bárbaros de las Américas, como si aún estuviéramos en ciertos tiempos pasados de exaltación imperial. Curiosamente, las buenas suelen ser siempre las relacionadas con la arqueología y la historia antigua, donde esta institución ha brillado en la difusión de culturas y periodos poco conocidos para el gran público, además de ponerlos en relación con nuestro presente.
Tal es el caso de la exposición Cleopatra y la fascinación por Egipto que se puede visitar en sus salas desde finales del año pasado.
Obviamente, el nombre de Cleopatra, la última reina de la dinastía Ptolemaica no es desconocido para el gran público e incluso continua siendo una referencia viva en el ámbito de la cultura popular, donde identifica a una mujer de irresistible belleza, inteligente y manipuladora, que no duda en utilizar sus encantos físicos y mentales para avanzar sus designios políticos. Su figura pertenece además a uno de los periodos mejor conocidos de la historia romana, el correspondiente al final de la república y comienzo del Imperio, cuyos protagonistas - César, Pompeyo, Cicerón, Bruto, Antonio y Octavio - eran hasta hace poco tan familiares para cualquiera como los políticos a los que se vota en las elecciones.
Esta apreciación y esta fama ha disminuido mucho en los últimos decenios, gracias a la devolution cultural propiciada por el postmodernismo, y a la que, como sabrán, no le tengo especial aprecio. No voy a entrar ahí, porque lo que me interesa es otro tema bien distinto: lo débil que son esas luces que creemos proyectadas sobre el pasado, lo densas que son las sombras que ocultan ese periodo. Como bien decían en un libro que leí hace mucho tiempo, de un periodo de tres siglos en la historia de la humanidad, el del helenismo, en el recuerdo popular sólo han quedado dos personajes. Por un lado, su fundador, el Alejandro vencedor en mil batallas; por otro, su último resplandor, la Cleopatra cuya derrota fue total e irremediable.
Fuera de ellos nada, aunque culturalmente el helenismo, en general, y su plasmación Ptolemáica-Egipcia, en particular, sean de los más fascinantes de la historia de la humanidad. Una fascinación que no se expresa sólo en sus logros, que son muchos y muy importantes, sino en ser una época de cambio y de transición. Un tiempo en el que se inventan y se experimentan nuevas formas artísticas, nuevos modos de pensar, nuevos caminos sociales, donde todo está permitido, donde todo es válido y posible. Posibilidades que luego serán podadas y eliminadas, olvidadas y censuradas, una vez que la sociedad cristalice y adopte el modo que será normativo durante los siglos sucesivos: El del Imperio Romano y su cultura, idéntica de un extremo a otro del Mediterráneo
Diosa Isis, en su representación romana |
La cultura del Egipto Ptolemáico es así una acumulación de contradicciones. Se tiene por una parte una dinastía plenamente griega, fundada por uno de los generales de Alejandro, Ptolomeo, que se convierte en uno de los focos principales de creación, conservación y difusión de esa misma cultura helenística. Es en Alejandría, y no en otra parte, donde se funda la Gran Biblioteca, y es alrededor de ella y del Museo, donde van a congregarse las mayores luminarias científicas de su tiempo, aquéllas que, como fabulaba Carl Sagan, podrían haber desencandenado la revolución científica del siglo XVII, sólo que en el siglo II a.C.
Eso frente al exterior, porque frente al interior, hacia una cultura Egipcia por entonces ya tres veces milenaria, los Ptolomeos se comportaron como unos faraones más, restauradores y conservadores de ese tradición en todos sus aspectos. Baste recordar que, cuando se visita Egipto, gran parte de los templos que pueden visitarse, Dendera, Esna, Edfu, Kom Ombo, Filae, el mismo de Debod en Madrid, fueron levantados en la época Ptolemaica, como prueba y proclama de la grandeza de esos soberanos extranjeros, cuyas efigies se labraron en esos mismos moros.
Esa doble identidad, griega y egipcia, hacia el exterior y hacia el interior, para la la pequeña elite macedonia conquistadora y para la mayoría nativa egipcia, no implicó que ambas culturas quedasen encerradas en compartimentos estancos, que se mantuviese un apartheid cultural que evidenciase un racismo étnico. Por el contario, el Egipto Ptolemáico es un estado y una sociedad caracterizada por el mestizaje, la adaptación y el sincretismo. Un laboratorio intelectual del cual saldrían, por ejemplo, religiones que se extenderían por todo el Imperio y que incluso llegarían a competir con el cristianismo.
Como el culto de Serapis, la combinación de Osiris y Apis con los rasgos de Júpiter Capitolino, portador y propiciador de todos los bienes humanos. O el Hermes Trismegistos, tres veces grande es la traducción, cuyo papel de mensajero de los dioses se conjugo con el del dios Thot, el creador de la escritura y sustentador, por ello mismo, de la justicia universal. O el culto de una Isis griega - y su hijo Hermócrates - destilación de la Isis egipcia, madre salvadora y protectora de toda la humanidad, la diosa que aseguraba a sus creyentes una vida tras la muerte en los cielos, libre de la irrealidad y la fragilidad de los muchos reinos subterráneos en los que creían tanto griegos como egipcios.
Doble cultura, doble identidad. En donde se basa la fascinación, la cercanía, y al mismo tiempo, su riqueza en misterios y enigmas. Contradicción de los que su mejor ejemplo, el paradigmático, es el hecho de que desconocemos cual era el rostro verdadero de la reina Cleopatra. Porque sus retratos al modo egipcio y sus retratos al modo griego no se parecen en absoluto, ni ellos se asemejan al que figura en la monedas que acuñó.
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