Hace unas entradas, cuando comencé a recuperar esta serie de anotaciones, les hablaba de los muy tristes destinos de los músicos de habla alemana a principios del siglo XX. Proponentes, en mayor o menor medida, de la vanguardia musical que había sido fundada y liderada por Arnold Schönberg, durante la década de los 30 se vieron perseguidos por el nazismo que repudiaba y castiga esas audacias estéticas. Los más afortunados consiguieron refugiarse en exilios lejanos - los menos, ya pueden imaginarse dónde y cómo acabaron -, que acabaron siendo deletéreos, bien al obligarlos a dedicarse a trabajos menores, como bandas sonoras de cine, bien simplemente por quebrar e interrumpir su evolución artística. El resultado fue el olvido, comprensible en el caso de compositores de segunda fila, pero imperdonable por parte de aficionados y emisoras especializadas, que parecen haberse confabulado en hacer de menos al amplio y rico corpus musical del siglo XX.
Pero para eso estamos aquí, para recordarlos, aunque no seamos más que un aficionado curioso, ignorante y torpe en todo lo que se refiere a la música.
El austriaco Egon Wellesz, mucho más que Ernst Krenek, a quien dedicamos la entrada anterior, es un ejemplo paradigmático de estas interrupciones, quiebras y olvidos que acarrearon la vanguardia y su enemigo el nazismo a toda una generación de músicos. Un poco más joven que el maestro Schönberg, la música de Wellesz se mueve entre éste y su predecesor Mahler, entre la tonalidad y la tonalidad, entre lo tradicional y la vanguardia, sin llegar a elegir campo, quedándose a solas, aislado, en una tierra de nadie, que no por menos bella es menos desolada... estéril e infructuosa.
Esta indefinición, propia de quienes habitan tiempos de crisis, obligados a elegir entre maestros de tendencia opuestas e influencia avasalladora, se habría bastado para asegurar su olvido, dejándolo convertido en uno más, otra de tantas figuras de segunda y de tercera fila que pueblan ese tiempo de rupturas y quebrantos. Hay otro factor más, no obstante, que completa aún más el carácter hamletiano de la música y la figura de Wellesz. Si bien este compositor era ya un hombre maduro cuando sobreviene la catástrofe nazi en la Austria de 1938 - había nacido en 1885 -, lo cierto es que la mayor parte de su obra fue compuesta después de la segunda guerra mundial, cuando ya era profesor en Oxford, como ocurre con ocho de sus nueve sinfonías. escritas todas tras 1948.
Wellesz es así un extraño caso de compositor tardío, doblemente expatriado. Por un lado, desconectado de su propia patria y del resto de sus compañeros de generación, cada uno con un destino y una producción completamente distinta, una vez esparcidos tras la fecha fatídica del Anschluss. Por el otro, obligado a continuar su producción - la mayor parte de ella, no se olvide - en el mundo de la postguerra y la guerra fría, distinto al que le vio alcanzar su madurez, mientras persistía en un modo estético que ya era anticuado antes de la catástrofe - o al menos, no completamente en sintonía - pero que estaba fuera de lugar entre los nuevos compositores, para los que el ideal era el serialismo integral, la electrónica o las muchas músicas del azar. Nuevos caminos, que entonces se mostraban esplendorosos, pero que pronto se revelaron vías al olvido, tan injusto como en el que cayó Wellesz.
¿Y qué decir de la música de Wellesz? Que ahora, enterradas ya tantas disputas, es un placer explorar su música. No porque vayamos a descubrir un genio desconocido - pocos Vivaldis y Bachs quedan ya por desenterrar - sino porque en esos titubeos, en ese vagar sin decidirse, de vez en cuando se topa uno, el oyente atento, con páginas esplendorosas, únicas. Como el Adagio de su segunda sinfonía, la inglesa, que abre esta entrada, y que ahora nos parece tan cinematográfica, salida de alguna película jamás rodada cuya música descubriéramos que no es obra de uno de los nombres famosos en ese género, sino de un compositor desconocido, ese Wellesz, que se adelantó a todos ellos y les inspiro, sin que siquiera lo supieran.
O este tercer cuarteto de cuerda, del principio de su trayectoria, tan dramático, tan desesperado, tan apasionado, tan plagando de malos augurios y arrepentimientos, tan audaz y tan radical, pero al mismo tan esperanzada y tan plena de cariño y delicadeza, como conviene a una obra compuesta tras la inmensa matanza a la que se redujo la primera guerra mundial.
¿Y qué decir de la música de Wellesz? Que ahora, enterradas ya tantas disputas, es un placer explorar su música. No porque vayamos a descubrir un genio desconocido - pocos Vivaldis y Bachs quedan ya por desenterrar - sino porque en esos titubeos, en ese vagar sin decidirse, de vez en cuando se topa uno, el oyente atento, con páginas esplendorosas, únicas. Como el Adagio de su segunda sinfonía, la inglesa, que abre esta entrada, y que ahora nos parece tan cinematográfica, salida de alguna película jamás rodada cuya música descubriéramos que no es obra de uno de los nombres famosos en ese género, sino de un compositor desconocido, ese Wellesz, que se adelantó a todos ellos y les inspiro, sin que siquiera lo supieran.
O este tercer cuarteto de cuerda, del principio de su trayectoria, tan dramático, tan desesperado, tan apasionado, tan plagando de malos augurios y arrepentimientos, tan audaz y tan radical, pero al mismo tan esperanzada y tan plena de cariño y delicadeza, como conviene a una obra compuesta tras la inmensa matanza a la que se redujo la primera guerra mundial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario