Una de las eidciones en BR imprescindibles de este año es la compilación de obras experimentales estadounidenses realizada por Flicker Alley, con el nombre de Masterworks of American Avant-Garde Experimental Film: 1920-1970. No es sin embargo, una recopilación completa ni definitiva. De la lista original se han caído obras y autores esenciales, como Bruce Conner, Jordan Belson y Oskar Fischinger, mientras que otros no menos importantes nunca han figurado en ella, caso de Jules Engel o Harry Smith. Por otra parte, la colección es muy dependiente de otras anteriores, por lo que el espectador no va a encontrarse con ninguna revelación o descubrimiento repentino, mientras que da la impresión que no todos los cortos han sido restaurados, caso del Lot in Sodom (1932) de Watson/Webber, que tiene peor calidad de imagen que la copia vista en los DVD de Kino.
Asímismo, resulta extraño que aparte del orden cronológico no se hayan preparado unos programas temáticos, acordes con los muchos géneros en los que el cine experimental ha ido cristalizando: sinfonías urbanas, diarios filmados, animación, surrealismo, abstracción, machinismo. No obstante, a pesar de estos defectos, la colección es valiosa simplemente por existir, al permitir recorrer de una forma rápida cincuenta años de abstracción, haciendo visibles para el espectador medio unas cuantas decenas de nombres, cuya influencia en la cinematografía es mucho mayor que la podía esperarse de su ausencia de fama. Sólo queda entonces, que la National Film Foundation de los EEUU acabe por sacar el ansiado volumen 6 de sus treasures, y todos estaremos contentos.
Entre esos géneros de la experimentación hay uno muy característico, propio de la época muda, pero que ha gozado de una larga vida, como ocurre con las diferentes Qatsis de Godfrey Reggio. Se trata del llamado City Symphony (o sinfonía ciudadana) en donde la cámara se esfuerza por describir, o al menos registrar, el caleidoscopio sin fin que constituye la vida cotidiana de una ciudad moderna. Manhatta (1920-1921), rodado por el fotografo Paul Strand y el pintor Charles Sheeler es uno de sus primeros ejemplos, y el que de los presentes en la compilación de Flicker Alley más se ajusta al modelo tipo. Se trata, como en muchos otros ejemplos de esa época, de una exploración en silencio, sin apenas comentarios fuera de los intertítulos, de la geografía humana de una gran ciudad, en su cotidianidad, en su banalidad incluso, como muestra las capturas que abren esta entrada, sacadas de la larga secuencia que describe la llegada de un ferry a la ciudad de Nueva York.
Banal y local, es cierto, pero al mismo tiempo trascendente y eterno. No es ya porque esta secuencia tan simple haya sido copiada una y otra vez - en Powaqqatsi hay una casi igual, solo que rodada en el tercer mundo -. sino que el ojo de Strand y Wheeler realizada un ejercicio de destilación, de manera que lo visto en la pantalla para Nueva York sería aplicable a cualquier otra ciudad tecnificada de cualquier tiempo. Una desconexión que no es original de ellos, sino que pertenece a los versos de Whitman que la película ilustra, un sentido homenaje a la ciudad de Nueva York que basa en su efecto en la perennidad de lo visto por el poeta, la certeza, por tanto, de que espectadores/lectores futuros habrán de presenciar los mismos fenómenos, experimentar los mismos sentimientos.
Haciéndonos conscientes así de que pertenecemos a una nueva época en la historia de la humanidad, donde ésta vive como urbana, piensa como urbana, siente como urbana, en infinitas réplicas de un mismo modelo que alcanza todos los rincones del mundo.
La impresión que se crea en el espectador, por tanto, es que se ha procedido a la configuración de un espacio y un entorno nuevo. Se ha creado un paisaje artificial que tiene la misma importancia que los naturales, y que, como ellos, cuenta con sus montañas, sus cavernas, sus acantiladados y sus desfiladeros, frente a los cuales, sean artificiales o naturales, al hombre no le queda otra estrategia que adaptarse, modificar su conducta para aprovechar mejor los ritmos que estos ambientes le imponen, si es que quiere sobrevivir, reproducirse y prosperar.
De nuevo esto no implica que nos encontramos ante un travelogue al uso, donde se nos enumeren las idiosincracias ciudadanas que todo turista debería presenciar en su visita. La obra de Leyda, por el contrario, se construye como un acúmulo de imágenes encontradas, por las anotaciones rodadas de un paseante que se dejara perder por las calles del Bronx y andase bien atento a todo lo que ocurre a su alrededor, sin rechazar nada por muy nímio o banal que parezca, ni forzar lo presenciado para que surja lo pintoresco o excentrico.
Simplemente, se trata de reflejar la vida en toda su multiplicidad, en toda su imprevisibilidad, lo que convierte a esta obra en casi un diario filmado, antecedente de obras magnas de ese género como el Walden (1969) de Jonas Mekas, recientemente editado también en BR, por cierto.
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